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Incluir en esta serie de grandes desconocidos de nuestra historia al primer compatriota que se tomó un café puede sonar a chiste, pero no lo es. Como también puede sonar a chiste el nombre del pueblecito de Madrid, Olmeda de la Cebolla, donde nació nuestro protagonista en 1564. Y, sin embargo, la vida de Pedro Páez, el primer español que probó el café, no fue una vida de chiste, en todo caso de novela o de película.

Era tanta su inteligencia que bien pudo Pedro Páez pasar a la historia como uno de los grandes sabios de su tiempo y, sin embargo, eligió vivir peligrosamente, seducido como tantos jóvenes de su época por las hazañas de un compatriota, san Francisco Javier, que había prendido fuego al Oriente hasta consumirse él en el empeño. En su deseo de imitar al héroe, y una vez ordenado jesuita, Páez solicitó a sus superiores ser enviado a una de las regiones más peligrosas del planeta entonces para ejercer el sacerdocio: Etiopía, un islote cristiano en mitad de un océano musulmán, y hablamos en términos políticos, no geográficos.

Es una obviedad señalar que viajar a finales del siglo XVI no era lo mismo que hacerlo hoy, pues entonces podían tardarse meses, incluso años, en llegar al destino que fuera, y eso cuando se llegaba vivo o cuando uno no iba a parar a la otra punta del mundo, que es lo que casi le sucedió a Páez.

Dos desiertos a base de saltamontes y grumos de harina

Por hacer breve lo largo, la nave en la que viajaba el misionero fue apresada por los turcos que decidieron enviarle como regalo a un sultán en Yemen. Para llegar hasta allí hubo de atravesar dos de las zonas más inhóspitas del mundo, donde todavía hoy pueden pasar décadas sin que caiga una sola gota de agua: el desierto de Hadramaut y el desierto de Rub-al-Khali, con una extensión este último equivalente a la Península Ibérica.

Páez no solo fue el primer español que probó el café, sino probablemente el primer occidental que recorrió aquellos territorios, que no fueron considerados como explorados por los europeos hasta el siglo XIX. Cabe señalar que Páez no los recorrió de cualquier manera, sino a la fuerza y, la mayor parte del tiempo, a pie, atado a la cola de una recua de dromedarios, dejando atrás formaciones arenosas de hasta 300 metros, alimentado solo de saltamontes y grumos de harina, sabiéndose amenazado de noche por las hienas y los leones, y pisando un suelo que podía llegar a alcanzar de día los 80 grados; cabe imaginarse las ampollas en los pies.

Fue en Al-Qatn donde el sultán le invitó al célebre café. Y aunque no sea posible imaginar una bebida menos refrescante, fue de las pocas atenciones que alguien tuvo con Páez desde que fue hecho prisionero y que alguien tendría con él los próximos años, que pasó de mazmorra en mazmorra. Lo asombroso no fue que Páez sobreviviera a los rigores del desierto y de la cárcel sino que sus captores no le oyeran jamás una queja, lo que les ganó su respeto y también el del resto de presos, los cuales vieron en él a un líder. El tiempo que se ahorró no quejándose Páez lo aprovechó para aprender árabe, hebreo y chino. Su suerte, su mala suerte, se resolvió cuando Felipe II en persona tomó cartas en el asunto y ordenó al gobernador de la India las gestiones necesarias para liberar al prisionero, lo que sucedió a finales de 1596, casi siete años después de haber caído preso.

Trece años despues: Etiopía

Pero Páez no pasó a la historia por sus años de cautiverio ni por cruzar la inmensidad de aquellos desiertos ni por la anécdota del café, sino por un descubrimiento con el que durante siglos habían soñado los reyes, los poetas y los viajeros. No sucedió al poco de su liberación, pues fueron necesarios algunos años de reposo en la isla de Goa. Sin embargo, ni los padecimientos pasados ni la satisfacción de sobreponerse a los mismos borraron en Páez sus afanes misioneros. Es más, tan pronto le surgió la oportunidad de poner rumbo a Etiopía, su destino primero y frustrado, no la dejó escapar.

Sucedió a comienzos de 1603, y hacer el relato pormenorizado del viaje nos llevaría demasiado tiempo, con que bastará apuntar que Páez a punto estuvo de naufragar, que hubo de hacerse pasar por árabe para no despertar las sospechas del capitán turco de la nave y que tras varias etapas llegó a su destino, al que llevaba 13 años dirigiéndose, el 15 de mayo de 1603, montado en un asno, en una caravana de cristianos.

Lo primero que hizo Páez fue levantar una iglesia digna de tal nombre, aprender las lenguas locales y solicitar una audiencia con el emperador. Los años pasados en Goa recuperándose de su cautiverio Páez había trabado conocimiento con Alessandro Valignano, visitador jesuita en el Extremo Oriente y la India y padre de la idea que habría de marcar el empeño de la Compañía en lo sucesivo: la de que la manera más eficaz de convertir a los pueblos era influyendo en sus élites.

Las fuentes del Nilo

Por eso la solicitud de Páez de ser recibido en audiencia por el emperador, quien finalmente accedería para terminar prendado con el jesuita, con su peripecia vital, su vasta cultura, su honda formación y su talla moral. Y exactamente lo mismo le sucedería al sucesor del emperador, quien contaría a Páez entre sus íntimos, hasta el punto de hacerse acompañar por él en muchos de sus viajes.

Por ejemplo, aquel del 21 de abril de 1618 cuando visitaron las montañas de Sahala, al sur del lago Tana. Fue allí, desde una altura de 3.000 metros, que Páez divisó el curso de un riachuelo que brotaba de algún lugar de las montañas y al que iban a desembocar otros arroyos, alimentando un cauce cada vez más caudaloso. Con una emoción apenas contenida, Páez consignó así lo que vio aquel día: «Confieso que me alegré de ver lo que tanto desearon ver antiguamente el rey Ciro y su hijo Cambesis, el gran Alejandro y el famoso Julio César».

Pedro Páez, misionero español, natural de Olmeda de la Cebolla, compatriota nuestro, acababa de descubrir las fuentes del Nilo.

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Nota de la redacción: Pedro Páez es cada vez menos un desconocido de nuestra historia. Hace ya unos años Javier Reverte contó su historia en un libro, ‘Dios, el diablo y la aventura’, y muy recientemente el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia le ha dedicado una más que merecida entrada.