«Vi que pasaba la mano por encima de Enrique Villar y apoyaba una pistola sobre la cabeza de Gregorio. Lo siguiente fue un ruido seco y vi que un borbotón de sangre le salió a Gregorio por el pómulo izquierdo. Entonces supe que no era una broma».
Así murió el 23 de enero de 1995 Gregorio Ordóñez Fenollar según lo contó María San Gil a la prensa con el cadáver aún caliente. Fue asesinado mientras almorzaba junto a su equipo en un bar del casco viejo de San Sebastián. Tenía 36 años y llevaba 12 como concejal por el Partido Popular en la capital guipuzcoana.
En aquel momento Ordóñez era uno de los políticos de moda. Había conseguido lo imposible, mantener el tipo durante los años de hierro del terrorismo etarra y, al tiempo, convertirse en una seria alternativa de Gobierno en San Sebastián y también en Vitoria. Por ambas cosas le mataron.
Aquel año se iban a celebrar elecciones municipales en el mes de mayo. Su partido esperaba un triunfo histórico a nivel nacional y él acariciaba la idea de llegar a la Alcaldía de su ciudad, el lugar en el que había desarrollado casi toda su vida y toda su carrera política. En las de 1991 había hecho historia con cinco ediles y el 16% de los votos, sólo un punto menos que el entonces alcalde Odón Elorza, del PSOE. 1995 iba a ser su año. Los cabecillas de la ETA lo sabían y cortaron por lo sano descerrajándole un tiro a plena luz del día.
Un símbolo
Pero la ETA de 1995 ya no era la de una década antes. La sociedad vasca se desperezaba del letargo cómplice que había acompañado a la banda durante sus primeros 30 años de vida. El hartazgo era visible, se palpaba en el ambiente. Gregorio Ordóñez se convirtió en un símbolo. Su funeral fue multitudinario y las muestras de condolencia recorrieron el país de esquina a esquina. Aquel año su partido ganó las elecciones municipales con Jaime Mayor Oreja encabezando la lista. Pero esa victoria no le pertenecía totalmente. Dobló en votos a Herri Batasuna y al PNV. Algo completamente impensable sólo unos pocos años antes. Como el Cid Campeador, Ordóñez ganaba las batallas después de muerto.
Flaco consuelo para su hijo Javier que, con menos de dos años en el momento del asesinato, nunca llegó a conocer a su padre. O para Ana Iríbar, su mujer, que, tiempo después, creó la Fundación Gregorio Ordóñez. Los etarras habían creado sin pretenderlo un mártir, una figura inspiradora que propulsó a su propio partido y a todos los que en el País Vasco defendían la Constitución a riesgo de su propia vida.
Lo cierto es que la vida de Gregorio Ordóñez tuvo mucho de inspiradora. Nacido en 1958 en Caracas, hijo de una valenciana y un turolense, llegó a San Sebastián con siete años porque sus padres decidieron instalarse allí para fundar una pequeña empresa. Ya nunca abandonaría la bella Easo salvo para estudiar periodismo en Pamplona.
«Monseñor, ¿cree usted en Dios?»
Se graduó en 1981, un año de auténtico pavor en todos los órdenes. Ese año la ETA asesinó a 32 personas, el año anterior, 1980, habían sido 93. Era un no parar, un suma y sigue angustioso que a punto estuvo de poner al país en jaque. Pero Gregorio no iba para político, iba para periodista. Cuentan que su primer encargo fue una entrevista con el entonces obispo de San Sebastián, José María Setién, para un diario alavés. Al parecer se sentó con sus menudos 23 años delante del prelado, célebre ya entonces por su equidistancia entre victimas y verdugos, y le preguntó: «Monseñor, ¿cree usted en Dios?». Setién se esperaba casi cualquier cosa menos eso. La entrevista acabó en ese mismo instante.
A alguien con semejante carácter el periodismo se le quedaba pequeño. De haber continuado en el oficio seguramente habría llegado a ser uno de los periodistas más importantes de España. Pero la vida tenía otros planes para él. En 1983, poco antes de cumplir los 25, entró en la lista de Coalición Popular para las municipales de aquel año. Los populares obtuvieron sólo tres concejales, uno de ellos era Gregorio Ordóñez.
Como político estaba extraordinariamente bien dotado. Era simpático y de trato fácil para los votantes, pero un negociador correoso y hábil para sus adversarios. Su objetivo a batir era el nacionalismo y su subproducto terrorista. Toda su acción política fue siempre encaminada en esa dirección. Así, por ejemplo, aprovechó en 1986 la escisión dentro del PNV para al año siguiente maniobrar y entregar la alcaldía a Xabier Albistur, de Eusko Alkartasuna. Cuatro años más tarde haría lo propio con Odón Elorza. En sólo 10 años el PNV había pasado del primer al quinto puesto. Al enemigo, sino se le puede vencer de frente, hay que hacerlo por los costados
La gran esperanza blanca del constitucionalismo en el País Vasco
A principios de los 90 su estrella brillaba en lo más alto del firmamento político vasco y, por qué no decirlo, también del nacional. En Madrid se hablaba del joven concejal donostiarra como la gran esperanza blanca del constitucionalismo en el País Vasco. Muchos le veían como alcalde, otros como lehendakari, algunos incluso como ministro en Madrid cuando Aznar llegase a la Moncloa, algo que se presumía próximo.
No era para menos. Sus intervenciones en el Parlamento vasco, al que llegó en las autonómicas de 1990, eran celebradas en toda España, perlas como «lo único que hay que negociar con los etarras es el color de los barrotes de su celda» o «no puede ser que los asesinos de repente tengan trabajo a dedo en la administración local y los reciban con banda» recorrían las radios y televisiones de todo el país para alborozo del respetable. Por fin alguien les miraba a la cara y les hablaba sin complejos y, sobre todo, sin miedo.
A alguien así la ETA no tardó en ponerle en la lista negra. Durante años fue tristemente habitual encontrar carteles en San Sebastián con su retrato y una diana infame pintada encima. Recibía constantemente amenazas telefónicas y no era extraño que los cachorros de la banda le increpasen por la calle. Pero se negaba a solicitar un escolta, tal vez pensaba que allí, en su San Sebastián, nada malo podría pasarle. A fin de cuentas era un tipo querido y apreciado por el pueblo llano, incluso por muchos nacionalistas, que reconocían su valentía y honradez. No se lo contaban sus asesores, podía comprobarlo a diario en la calle por la que paseaba como cualquier otro donostiarra. Esa actitud gallarda pero suicida le terminó costando la vida, una vida corta pero vivida con intensidad suficiente como para que tuviese sentido. La de Gregorio Ordóñez lo tuvo hasta el último minuto.