El primer ministro húngaro Viktor Orbán ha recordado en diversas ocasiones las raíces cristianas de Hungría. Él suele hablar de estas cosas. Es cierto que podría tomarse como una más de las cosas que dice un político, pero lo cierto es que ha hecho de la identidad cristiana uno de los ejes de su actual pensamiento político. Ciertamente la fe de los cristianos está estrechamente relacionada con la historia de los húngaros en nuestro continente.
Entraron en la cuenca de los Cárpatos y en la historia entre los siglos IX y X de nuestra era. El Imperio romano de occidente se había hundido hacía tiempo, pero seguía vivo en la civilización de la Europa medieval. No se sabe con certeza su origen. La leyenda, que no tiene por qué ser enteramente falsa, habla de siete caudillos de sendas tribus. Hablaban una lengua úgrica del tronco urálico, que los filólogos después vincularían con el estonio y el finés. Es probable que, entre esas tribus, no todos compartiesen el mismo origen. Hay quien afirma que parte de los magiares -así se llamaban- provenían de los Urales, del oeste de Siberia o incluso de las márgenes del Volga. Otros habían interactuado con pueblos iranios. Algunos historiadores consideran a los magiares emparentados con los pueblos túrquicos. Sobre su origen, pues, se cierne un aura de misterio.
Llegaron a caballo…
Pero sabemos que eran jinetes avezados. Tiraban con arco al galope. Diezmaban las filas enemigas antes de haber llegado al cuerpo a cuerpo. Las representaciones decimonónicas -el romanticismo no perdona- imaginan a los jefes magiares como guerreros de aspecto bárbaro. Los primeros testimonios que nos hablan de ellos son bizantinos, latinos e islámicos. Hay un tesoro bibliográfico que cuenta su historia: la Gesta Hungarorum, el bellísimo manuscrito que, terminado entre 1200 y 1230, se conserva hoy en la Biblioteca Nacional Széchény de Budapest. Sólo existe esa copia. Si ella desapareciese, que Dios no lo permita, se desvanecería el relato de cómo los húngaros llegaron a la llanura panónica que se extiende desde la cordillera de los Cárpatos hasta Transdanubia, la región que queda más allá del río que cantó Johann Strauss.
Aquellos jinetes hicieron de este territorio su hogar. Llamaron a este proceso de conquista y colonización “honfoglalás”, que significa “conquista de la patria”. Pueblo de guerreros, combatieron contra el Imperio franco y asediaron sus ciudades. El 10 de agosto de 955 el ejército imperial les infligió una derrota aplastante junto al río Lech, al noroeste de la actual ciudad de Augsburgo. Sin embargo, la leyenda cuenta que la victoria no les salió tan barata a los germanos. Capturado, el caudillo magiar Lehel pidió a Conrado el Rojo, duque de Lotaringia y uno de los comandantes imperiales, una última voluntad: soplar el cuerno que empleaba para dirigir a sus guerreros magiares en la batalla. Le advirtió que los magiares serían un castigo de Dios contra los germanos. Cuando le dieron el cuerno para que lo hiciera sonar, le dio un golpe formidable a Conrado en la cabeza y lo mató. Había que andarse con ojo con estos guerreros. Si hemos de creer al cronista Viduquindo de Corvey (925-980), seguramente Conrado murió atravesado por una flecha en la batalla del río Lech, pero la historia sirve para advertir lo peligrosos que eran aquellos jinetes que desafiaban la autoridad imperial.
…y se hicieron cristianos
Lo que apaciguó a los magiares fue su conversión al cristianismo. A finales del siglo X, Wolfgang, monje benedictino de la abadía de Einsiedeln, andaba predicando entre los magiares. En esos mismos años, el emperador Otón I envió allí al obispo Bruno, a quien se identifica con el obispo Prunwart y que, según las fuentes de la abadía de San Gall, fue quien bautizó al gran príncipe Géza (940-997) y a su esposa Sarolta. La cosa no debía de estar muy clara -quizás la conversión era más política que religiosa- porque cuentan que Géza seguía haciendo sacrificios paganos aun después de bautizado. Ahora bien, fue él quien ordenó, en 996, la construcción de la abadía de Pannonhalma, un paraíso en medio de los campos de lavanda próximos a Győr, en Transdanubia. Que Dios se lo tenga en cuenta el día del Juicio Final. El que no sólo era cristiano, sino muy devoto, era el hijo de Géza, que ha pasado a la historia como San Esteban de Hungría (975-1038), coronado rey de Hungría el 25 de diciembre del año 1000 o el 1 de enero de 1001. La primera diócesis fue Veszprém, pero correspondió a Esztergom la dignidad de ser la sede primada de Hungría. En su catedral se coronarían los reyes.
Guardianes de la frontera oriental
Así, no exagera Viktor Orbán cuando subraya la importancia de la fe católica en la historia de Hungría. Desde la Edad Media, sus reyes guardarían las fronteras orientales de Europa frente a a los otomanos. Desde Transilvania hasta más allá del Danubio y desde los Cárpatos hasta el norte de la península balcánica -no en vano Belgrado era una ciudad húngara en la Edad Media- el reino de Hungría combatiría contra los otomanos como parte del esfuerzo de los Estados cristianos contra la invasión islámica. El cristianismo integró a los magiares, que pasarían a ser los húngaros, en las grandes corrientes culturales de la Europa medieval. Las bibliotecas monásticas, las abadías rodeadas de campos cultivados, las fortalezas en los cruces de caminos y en lo alto de las colinas y las montañas, las escuelas catedralicias y palatinas… Cuando, ya en el siglo XV, la biblioteca del rey Matías Corvino rivalice con la de Lorenzo de Medici, Hungría alcanzará el apogeo de su grandeza.
Después sucederían muchas cosas -la derrota de Mohacs, la Reforma, el intento de superar las guerras de religión a través de la confesión uniata, la expansión del calvinismo por el este de Hungría- pero la fe cristiana siempre fue predominante entre los húngaros. Incluso durante la dominación otomana, la islamización fue muchísimo menor que en otros territorios europeos del Imperio otomano (Bosnia, por ejemplo). La toma de Buda en 1686 y la expulsión de los otomanos de la cuenca del Danubio devolvieron a Hungría al lugar al que pertenecía por derecho propio: al concierto de las naciones cristianas de Europa.