Cuando éramos niños, comíamos una chuchería —“un chuche”, diría Mariano Rajoy— elaborada a base de maíz, de textura esponjosa y con forma curva. Se llamaban gusanitos. Pero sabíamos que no se trataban de orugas, lombrices, ni otro tipo de invertebrado de cuerpo blandito y viscoso. En la televisión veíamos películas ambientadas en los lejanos 2020, 2030 o 2050; películas de un futuro terrible, asolador, apocalíptico. Ficciones cuyos protagonistas no podían circular libremente, ni comprar carne, ni tener una casa más amplia que un zulo. ¿Les suena de algo?
Ha pasado el tiempo, y ahora nos dicen que debemos empezar a ingerir alimentos sintéticos, procesados —a los que se empeñan en llamar carne— a base de productos vegetales y, como alternativa, insectos y diferentes tipos de larvas o gusanos.
En noviembre de 2008 la revista Wired —especializada en tecnología, sobre todo tecnología de móviles, ordenadores, Internet— se lamentaba de que la ganadería supusiera un despilfarro en todos los órdenes, porque las granjas lecheras gastaban al año —entonces y solo en EEUU— 57 millones de litros de propano, 61 millones de litros de gasolina y más de 10.000 millones de kWh. Según Wired, una cuarta parte de este gasto se dedicaba a mantener la leche refrigerada. Además, para producir leche, se necesitaban 290 millones de litros de agua fresca, 10 millones de toneladas de serrín y 4,6 millones de toneladas de paja. Las vacas lecheras consumían cerca de 170 de millones de toneladas de maíz, forraje, semillas, etc., aparte de 494.000 millones de litros de agua. Por su parte, el ganado vacuno destinado a producción de carne implicaba en maíz, alfalfa, heno, grano una cantidad que rondaba los cien millones de toneladas, así como 800 millones de kWh, 230 millones de litros de gasoil y 340 millones de litros de gas natural.
Por el contrario, nuestros abuelos no pensaban que, a pesar de ser más o menos pobres —en comparación con nosotros—, debían dejar de tener ganado y gallinas. Eso explica que, desde el Neolítico, siempre haya habido ovejas, vacas, cerdos, corrales junto a los terrenos dedicados al trigo, los árboles frutales o los huertos. A pesar de los datos de Wired —que son los mismos datos que esgrimen todos los organismos internacionales—, los ámbitos rurales nunca han pensado, a lo largo de miles de años, que era mejor “ahorrar” recursos cerrando los establos y las porquerizas, y empleando esa agua, tiempo y esfuerzo en cultivar más centeno o lentejas, o en comer insectos.
CAMBIO DE DIETA
Sea como sea, desde al menos los años 80 y 90, se viene hablando de cambiar nuestra dieta. Sobre todo, se han ido insertando —con cada vez mayor insistencia— noticias en las que se habla —con cada vez mayor naturalidad e incluso vehemencia dogmática— sobre lo saludables y apetitosas que son las cucarachas salteadas. Algo que no se les había ocurrido a nuestros abuelos cuando pasaban hambre y se comían los cupones de las cartillas de racionamiento y, en vez de café, tenían que beber ese sucedáneo que es la achicoria.
En paralelo, y como informaba Wired en ese número de noviembre de 2008, se ha producido un notable cambio de dieta y calorías en casi todos los países del mundo, en especial en naciones como Brasil o China. La media de la decena de países analizados por Wired suponía un incremento del 18% en el consumo de calorías desde los años 60 hasta comienzos de este siglo XXI. En el caso chino, el incremento era del 47%. La revista Nature publicó hace un año un estudio de similares características, y aclaraba que, entre 1961 y 2013, los chinos han modificado una dieta en que la carne era el 2% y el arroz el 57% por otra dieta con un 47% de arroz y 16% de carne. Como China es un país complejo, otras fuentes aseguran que el consumo cárnico ha pasado de 5 kilos anuales per cápita en 1981 a 58 kilos por año y persona. Se supone que los chinos han aumentado este siglo un 23% su ingesta calórica, de modo que casi han doblado el peso energético de sus platos y en la actualidad, se sitúan por encima de la media mundial.
A este contexto hemos de sumarle más ingredientes. Por un lado, los que llevan treinta o cuarenta años diciéndonos que el planeta se va a convertir mañana mismo en una especie de Mad Max —o Waterworld, que para gustos tenemos distopías— nos advierten del pernicioso efecto del metano de las vacas. Sí; nos dicen que los cuescos de nuestras vacas están echando a perder a nuestra amada Madre Tierra con el calor del efecto invernadero, como decía Joaquín Reyes imitando a Bono en Muchachada Nui. A fin de cuentas, era lo mismo que aseguraba Al Gore en su «verdad incómoda». Incluso lo mismo que comentaba Íñigo Errejón justo el día en que Filomena cubría media España con una capa de nieve de tres palmos. Por otro lado, los enemigos de la carne añaden que la ganadería genera 86 millones de toneladas de dióxido de carbono al año.
LA CLAVE ES LA MODERACIÓN, NO LA PROHIBICIÓN
Como era de esperar, la industria cárnica se ve afectada por quienes consideran que, «para salvar el planeta», hay que dejar de comer vacuno, porcino, pollo y cordero. De modo que no están precisamente de acuerdo en que sus productos sean considerados de lujo, que es lo que, vía impuestos, planean algunos gobiernos, como el de España. Además, los que no se acaban de creer los argumentos climáticos suelen recordar los estragos causados por algunas políticas denominadas verdes. Por ejemplo, el diputado de Vox, Francisco José Contreras, suele criticar los efectos contaminantes de la fabricación de placas solares, así como la destrucción de bosques y ecosistemas que supone la implantación de turbinas eólicas. Se podría añadir la discusión sobre la sostenibilidad de los campos de cultivo dedicados al biodiesel, y, por supuesto, el hecho de que la mayor parte de la polución y degradación de la naturaleza se debe hoy a la India y, sobre todo, a… China.
Sin embargo, ninguna de estas objeciones detiene a los impulsores de la carne fake —a veces a base de lentejas, algarrobas, soja o cualquier otro cultivo—, ni a los promotores de menús con insectos y gusanos. Aunque arguyen que sus nuevos tofus, sus artrópodos y lombrices son bajos en grasas saturadas y ricos en fibra, en realidad no defienden una dieta equilibrada. El mejor estudio sobre alimentación y salud del mundo, PREDIMED, dirigido por el investigador Miguel Ángel Martínez-González, catedrático de la Universidad de Navarra, no plantea, en ningún momento, comer insectos ni sucedáneos de carne. Sí que advierte de los peligros que conlleva el exceso de carne, en particular la roja, de modo que aconseja moderación, no prohibición. Por tanto, su receta no es otra que la dieta de nuestros abuelos: mucha lenteja con sofrito, garbanzos, guisantes, frutas, frutos secos, tomate, aceite de oliva virgen… y pescado. Pan integral, mejor la carne y el pescado a la plancha que fritos o rebozados… Lo de siempre. O sea, el Mediterráneo.
FESTÍN DE CIGARRAS
Frente a la ciencia médica y la sabiduría de nuestros abuelos, una inspección a la hemeroteca de El País es toda una apología de las carnes de mentirijilla e incluso del consumo de insectos. Como sucedía en el campo de prisioneros de El Imperio del Sol (Steven Spielberg, 1987), donde, para evitar la desnutrición, debían comerse los gorgojos que venían de propina en el lamentable rancho que servían los japoneses. Durante esta primavera, y como ya informa con alborozo Li Cohen para la CBS, hay una masiva eclosión de cigarras en la costa atlántica de Estados Unidos. No se trata de las cigarras europeas que en la Antigüedad clásica eran las mascotas de los niños, y que hoy siguen amenizando o incordiando nuestras siestas de verano, sino un tipo de cigarras que pueden estar unos quince o veinte años enterradas. Tanto El País como la CBS centran la atención en que este tipo de cigarras supone un festín para ciertos sibaritas de la Costa Este, sobre todo, estadounidenses de origen oriental.
Es el caso del chef Bun Lai —nacido en… ¡Hong Kong!—, que elabora diversos platos, como unos rollitos de sushi con cigarras a la plancha, salpimentados con un discurso sobre el medio ambiente y la sostenibilidad. Mientras que en Maryland celebran el Festival de la Cigarra, la profesora Jessica Fanzo, de la Johns Hopkins University, y que lo mismo diserta sobre alimentos que sobre ética, recuerda que, en Tailandia, México o Kenya, es normal comer termitas, hormigas, grillos o saltamontes. No en vano, el Bautista comía langostas, pero no de sindicato, sino las que se asuelan los sembrados. Según Fanzo, lo de comer cigarras es un ejemplo auténtico de la «resiliencia de la naturaleza», frente al «cambio climático, la pérdida de la biodiversidad» y un largo etcétera de males. Ella asegura que, con esta dieta, reduciremos un 30% la emisión de gases de efecto invernadero. Suponemos que incluyendo nuestro metano.
Pero aquí no acaba la cosa. Li Cohen cita una publicación de 2016 de la Society of Nutrition and Food Science (con sede en Alemania) que asegura que, por lo menos, hay 2.000 tipos de insectos que debiéramos incluir en nuestro menú. De momento, la Unión Europea ha autorizado la comercialización en nuestros supermercados del gusano amarillo de la harina (la Tenebrio molitor larva, para los entendidos), ya en su forma entera y reconocible, ya reducido a polvo. ¿Mejor que el ingrediente secreto de las galletas soylent green —que no era la soja, ni la lenteja—? En todo caso, ¡bon appétit!