La historia de Heinrich Schliemann es una historia de amor. De amor a los viejos cantares y a las todavía más viejas gestas, a las ruinas que una vez fueron palacios, a las epopeyas que desde siempre han hecho soñar a los hombres y, sobre todo, de amor a una mujer: Minna Meincke, la niña a la que el pequeño Heinrich un día prometió amor eterno y descubrir para ella la ciudad de Troya.
Todo empezó en la aldea mecklenburguesa de Ankershagen, en concreto, la Navidad de 1829, cuando Ernst Schliemann, padre de nuestro héroe, le regaló a este una historia ilustrada de la humanidad, en cuyas páginas se contaba, entre otros episodios, el auge y caída de Troya. No era la primera vez que Heinrich tenía noticia de tan magno acontecimiento. De hecho, rara era la noche en la que su padre no le acostaba contándole alguna de esas historias de amor y guerra que, hace ya muchos siglos, cantó el viejo Homero, de manera insuperable, en la Ilíada y la Odisea.
Sin embargo, la diferencia entre aquellas historias para dormir y el tomito ilustrado que le regalaron a Heinrich la Navidad de sus siete añazos era una de esas diferencias que dan lugar a agrias polémicas entre eruditos. Por un lado, el padre de Schliemann sostenía que, tras arder Troya, de la ciudad no quedaron ni las cenizas, que debió de llevarse el viento. Por el otro, unas murallas tan imponentes como las dibujadas en el libro podrían expugnarse, pero no reducirse a la nada, con lo que debían yacer, sepultadas, en algún lugar de la costa del Egeo; solo hacía falta que alguien se armara de pico, pala y paciencia y las sacara a la superficie.
Una promesa a un padre y a un joven amor de la infancia
De nada le sirvió al viejo Ernest tratar de convencer a su hijo de que una cosa eran los sesudos tratados de Historia y otra muy distinta los libritos ilustrados para niños, tal era la determinada determinación del pequeño Heinrich en ser él el hombre que algún día descubriría Troya. Eso, al menos, le prometió a su padre y, como queda relatado, a Minna, su noviecita de entonces y la única niña del pueblo que no se reía cuando Heinrich desvelada al resto de niños ese y otros muchos planes, a cada cual más ambicioso.
Porque Heinrich Schliemann era lo que podía catalogarse como un niño fantasioso, uno de esos a los que las historias de miedo con que los mayores amenazan a los pequeños para tomarse la sopa o irse a la cama, lejos de doblegar su voluntad, espolean su imaginación. Con más razón si la aldea en la que vives es una de esas con un castillo medieval en lo alto de una colina, pasadizos secretos de una milla de largos excavados bajo un lago, barricas rebosantes de cerveza fermentada en tiempos de los romanos y el alma en pena de un huno y de una hermosa muchachita merodeando por las noches los jardines traseros de las casas.
O eso contaban a los más pequeños el sacristán, el sepulturero y el sastre, los grandes depositarios y transmisores de las rimas y las leyendas en todo tiempo y lugar, al menos hasta que la televisión irrumpió en los hogares. Heinrich y Minna no se limitaban a escuchar tales historias con los ojos bien abiertos, sino que eran de los que salían a comprobar sobre el territorio la exactitud de los mapas. Aparte del trabajo de campo, estaba el de los archivos, en concreto, los de la parroquia, sintiendo Heinrich y Minna especial veneración por las viejas y polvorientas partidas de bautismo, matrimonio y defunción.
Una orden de desahucio, el mito y la leyenda
Cómo husmeaba la pequeña pareja de exploradores por allí sin que nadie los echara a patadas, se explica porque el padre de Heinrich era el pastor titular de la parroquia, desempeño este infinitamente menos remunerado que el del padre de Minna, próspero hombre de negocios, uno de los más ricos del pueblo, sino el que más. De hecho, que la niña de sus ojos anduviera por ahí de la mano con el muchacho aquel que, aparte de alocado, era de peor posición que su hija, nunca lo vio con agrado el viejo Meincke, y menos que nunca cuando la ruina total llamó a las puertas de los Schliemann.
De niño, Heinrich nunca entendió cómo su padre, siempre en el alambre, no se armaba de coraje, pico y pala y salía a los campos de Ankershagen a desenterrar uno de los muchos tesoros que se decía había allí enterrados, como una cuna de oro o una vajilla de plata. La orden de desahucio a la familia y, sobre todo, la prohibición de los padres de Minna de volver a ver a su novio, debieron convencerle de que una cosa era el mito y otra la leyenda. Y, sin embargo, no fue así. O no fue del todo así.
Es verdad que, a sus 14 años, Heinrich hubo de abandonar su pueblo y emplearse de mozo en un almacén de la ciudad de Fürstemberg. Allí permaneció cinco años, trabajando de sol a sol -o de luna a luna, porque empezaba a las cinco de la mañana y terminaba a las 11 de la noche-, empleado en los más modestos menesteres, como abrir y echar el cierre, barrer el local y despachar al por menor artículos como aguardiente de patata y velas de sebo.
Dos propósitos y un plan para lograrlos
Con todo, el joven Schliemann nunca abandonó su doble propósito de, por este orden, casarse con Minna y descubrir Troya. Ni siquiera en los peores momentos. Como la vez que, cargando un pesado tonel, a poco le revientan los pulmones, lesión que por poco lo inutiliza para siempre y que, por lo pronto, le valió su despido.
Hubo Heinrich de enrolarse como grumete en un mercante rumbo a Venezuela, destino entonces de los más bravos y valientes (y también de forajidos y desesperados), con la mala fortuna -o buena, según- de que naufragó, yendo a dar con sus magullados huesos a playas holandesas. En este país gambeteó la pobreza como nunca, llegando a vivir de la beneficencia, si bien también supuso el punto de arranque de su irresistible ascensión hacia el éxito en los negocios.
Sabedor de que con su elemental instrucción escolar y su precario estado de salud solo lograría empleo de recadero, y eso en el mejor de los casos, se trazó un plan para escapar de la pobreza, el cual pasaba por el aprendizaje rápido de idiomas -cuantos más, mejor-, y todo según un método ideado por el propio Schliemann.
Inglés, francés, holandés, español, italiano, portugués, sueco, polaco, ruso…
Consistía el método en memorizar fragmentos y redactar breves composiciones, los cuales, unos y otras, serían luego corregidas por un profesor (en pagar a estos se dejó Schliemann al comienzo la mitad de su salario). Consistía también en robarle horas al sueño, aprovechar los tiempos muertos (por ejemplo, mientras aguardaba su turno en la ofician de correos) e ir a la iglesia los domingos dos veces, siempre que el oficio fuera en el idioma que estuviese aprendiendo, para hacer oído. Y consistía, sobre todo, en leer mucho y en voz alta; hasta tal punto, que los vecinos terminaron protestando y, más importante aún, la lesión en los pulmones desapareció por completo, de tanto que los ejercitó.
El método no solo funcionaba, sino que lo fue perfeccionando, hasta apurar al máximo los tiempos. Así, el inglés lo aprendió en seis meses, lo mismo que el francés, mientras que al holandés, español, italiano y portugués les dedicó seis semanas a cada uno. Nada dice de cuánto tardó con el sueco y el polaco, pero sí que los aprendió. ¡Ah! Y también el ruso, pues en 1844, sus superiores en la compañía, que ya lo consideraban un valor en alza y una pieza irremplazable, lo enviaron de agente comercial a Moscú y San Petersburgo.
Por fin podía pedir la mano de Minna Meincke sin que su altivo padre tirara antes de abrirla la carta a la papelera. Cuál sería su sorpresa cuando a vuelta de correo le anunciaron que Minna había contraído matrimonio, y hacía solo unas semanas. Ahora bien, todos sus trabajos de amor perdidos parecían tener un correlato ganador en asuntos de dinero, favoreciéndole la fortuna en cuanto negocio emprendió de compraventa de índigo, palo de Campeche y maquinaria de guerra.
Un hombre rico a la búsqueda de Troya
Para 1863, con 39 años, Heinrich Schliemann era un hombre inmensamente rico, más de lo que nunca hubiera soñado, y si bien Minna nunca sería suya, siempre le quedaba dar cabal cumplimiento a su otra gran ensoñación de la niñez: el descubrimiento de la ciudad de Troya.
No se puso, eso sí, manos a la obra, sino que primero se tomó un tiempo para liquidar el negocio, visitar las ruinas de Cartago, la cordillera del Himalaya, la muralla China, la costa este de los Estados Unidos y París, donde cursó estudios de Arqueología, algunas de cuyas asignaturas debieron de convalidarle, pues a la lista ya citada de idiomas por él aprendidos había que añadir también árabe, latín y, por supuesto, griego, de suma utilidad los tres. Finalmente, la decisión que le haría ingresar en los anales de la historia la tomó en abril de 1868.
Heinrich Schlimann estuvo dispuesto a arriesgar hasta la última moneda de su enorme fortuna en la consecución de un sueño de cuando niño. Pero no fue ese su mérito. Lo fue que el mapa para cada uno de sus descubrimientos -todos ellos de incalculables proporciones- fueran la Ilíada y la Odisea, obras que no pocos eruditos consideraban pura ficción. Y sin embargo…
Tres excavaciones, unos ojos grandes y un gran muro
Sin embargo, de un siglo atrás a la fecha, algunos se empeñaban en situar lo que una vez fue Troya en una colina de la aldea de Pinarbasi, distante del Egeo unas tres horas. ¿Acaso los defensores de esta tesis no habían leído la Ilíada, donde los griegos recorrían la distancia entre la ciudad de Príamo y las naves varias veces al día? Troya, por tanto, debía de estar en otro lugar, en concreto, en el montículo más cercano al mar de la zona, o sea, la colina de Hisarlik. ¡Bingo!
Hasta tres grandes excavaciones acometió Schlimann en Hisarlik -todas con los correspondientes permisos de la Sublime Puerta-, en dos grandes periodos comprendidos entre 1871 y 1883, teniendo lugar los hallazgos que asombraron al mundo más al comienzo que al final. Así, en el lugar donde -siempre según Homero- se erigió un templo a Atenea, aparecieron unas vasijas de ojos grandes y redondos, no en vano la diosa era conocida como «la de los ojos de búho».
Pero hubo más. Por ejemplo, el muro hallado por los obreros, tras mucho excavar, en la ladera sur de la colina. Se trataba de un muro poderosísimo, de gran grosor y una altura de seis metros, con evidentes signos de haber resistido un continuado ataque. Era la muralla circular de Pérgamo, la gran obra de Poseidón y Apolo al servicio del rey de Troya o, si se prefiere, el muro que embrujó al pequeño Schliemann en aquel librito ilustrado que le cambiaría la vida para siempre.
De Troya a Micenas
Las masas de tierra arcillosa calcinada en el interior de la ciudadela confirmaban que aquella era la Troya a la que cantó Homero, la misma que fue pasto de las llamas. Y por si aún quedaban dudas, estas fueron despejadas en marzo de 1873, cuando Schliemann encontró un cofre grande de cobre, repleto de piezas de oro y plata, entre ellas, diademas, pulseras y collares con los que cubrió a Sophie, la griega que había tomado por esposa, no tanto por sus encantos como por ser capaz de declamar al unísono con él cualquier verso de la Ilíada o la Odisea. El cofre y su contenido eran, claro, el tesoro de Príamo.
Cualquier otro se hubiera dado por satisfecho con el hallazgo. No así Heinrich Schliemann, quien tan pronto terminaba uno de los 12 trabajos de Hércules, daba comienzo al siguiente. Esto pudo comprobarse tras el descubrimiento del palacio de Príamo, cuando Schliemann, armado de su pico, su pala y su ejemplar de la Ilíada, puso rumbo a Micenas, donde en tiempos había estado la residencia de Agamenón, enemigo público número uno del rey de Troya. Allí permaneció Schliemann de 1874 a 1878. Las maravillas que en Micenas halló poco o nada tenían que envidiar a las encontradas en la colina de Hisarlik.
Y, bueno, esta es, muy a grandes rasgos, la historia de Heinrich Schliemann, el hombre al que los dioses del Olimpo bendijeron con muchos dones, entre ellos el de la perseverancia, más no el de la inmortalidad. Murió, repentinamente, en 1890, a la edad de 78 años, mientras trabajaba en los preparativos de su próxima expedición: la búsqueda en Cnosos, Creta, del pilar del puente a través del cual la cultura micénica penetró en Grecia desde Oriente.
Un descubrimiento rodeado de polémica
Cabe decir que, aún hoy, sobre Schliemann pesan dos acusaciones: la de causar enormes destrozos en sus excavaciones y la de ser un ladrón de tesoros. La primera tiene difícil defensa, pues todo lo que no datara de la época de la guerra de Troya para atrás tenía para él el mismo valor que un escombro. La segunda, sin embargo, admite elementos para el recurso de reposición.
Cierto es que el tesoro de Príamo lo donó al Museo de Berlín, pero quién sabe adónde habría ido a parar el mismo de no haberlo hecho. Téngase en cuenta que la Turquía de finales del XIX no era el país moderno que es hoy, de la misma manera que tampoco lo era España ni cualquier otro país… salvo quizás Alemania. Por otro lado, Schliemann no engrosó su patrimonio ni con una sola de las muchas laminillas de oro que encontró en sus excavaciones. Es más, su particular odisea le costó una fortuna, como queda relatado. De no ser por él, quién sabe si la Ilíada de Homero tendría hoy la misma veracidad que los juegos de tronos de George R. R. Martin.
Con que honor y gloria a Heinrich Schliemann.
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Nota de la redacción: el presente texto es la base de un guión para un reportaje audiovisual sobre Heinrich Schliemann, proyecto en el que han participado las siguientes entidades: Oficina de Turismo de Turquía, Turkish Airlines, Venus DMC, Hera Hotel (Bergama), Hotel Nazlihan (Assos), Hotel Truva (Çanakkale) y Hotel Tryp (Estambul).