En 1928, Chrysler patentó un modelo de automóvil al que puso por nombre DeSoto. Su símbolo era el de un busto estilizado de un hombre con yelmo y barba. Se trataba de Hernando de Soto, conquistador español de la primera parte del siglo XVI.
Como tantos otros jóvenes extremeños de la época, De Soto cruzó la inmensidad del Atlántico para hacer fortuna en el nuevo mundo. Y vaya si la hizo, su instinto y audacia enseguida le valieron un lugar en las crónicas de la época. Se ve que tuvo un buen maestro en Pizarro, quien le adiestró en el arte de la guerra y en el de la diplomacia también.
Perfectamente pudo De Soto retirarse con su parte del botín de la conquista del Perú, pero a aquellos españoles de entonces les consumía el impulso de querer ser demasiado. Por eso volvemos a encontrarnos con De Soto en las crónicas. Esta vez armando de su propio bolsillo una expedición en busca de la legendaria Cíbola, ciudad de infinitas riquezas al norte de Nueva España.
De Soto nunca encontró Cíbola, pero en el empeño recorrió miles de kilómetros de lo que hoy son los Estados Unidos, considerándole el descubridor del río Misisipi. A pesar de que su lugar siempre estuvo en la primera línea de combate, murió de malaria el 21 de mayo de 1542.
Tal fue su fama en vida que sus hombres hubieron de hundir su cadáver en el río a 19 brazas de profundidad, no fuera que los indios descubriesen que era mortal, al contrario de lo que ellos creían. Aunque, en cierto modo, no les faltaba razón, pues Hernando de Soto nació, vivió y murió en una época prodigiosa: cuando los dioses nacían en Extremadura.