Fue un marino vasco, como tantos otros que han dado las armas españolas, el primero en establecer un asentamiento español en lo que hoy llamamos Filipinas. Miguel López de Legazpi bautizó aquel archipiélago del sudeste asiático en honor al emperador.
Corría el año de 1565 y, como es sabido, la presencia española se prolongaría durante más de tres siglos. Quedó en herencia la impronta cultural, lingüística y, sobre todo, religiosa: hoy el 80% de los filipinos es católico porque allí estuvo España. El actual presidente, no obstante, rechaza lo que llama un «legado brutal» y busca incluso cambiar el nombre del país. Una actitud muy diferente a la de Emilio Aguinaldo, general insurrecto, héroe de la independencia y primer presidente de la República de Filipinas. En los últimos días de su vida, Aguinaldo se mostraría «arrepentido» del levantamiento contra España, a la que describiría como su «madre patria». Llegó incluso a presentarse en la catedral de Manila el día que se celebraban los funerales de Alfonso XIII, ante el asombro de la colonia española allí reunida:
«Y les dije que seguía siendo mi Rey, porque bajo España siempre fuimos súbditos o ciudadanos españoles, pero que ahora, bajo el poder de Estados Unidos, somos tan solo un mercado de consumidores de sus exportaciones, cuando no parias. Nunca nos han hecho ciudadanos de ninguno de sus estados. Los españoles, sin embargo, me abrieron paso y me trataron como su hermano en aquel día tan significativo».
Aquél día de 1941 Aguinaldo estrechó las manos de los hombres que medio siglo antes habían sido enemigos. Las revueltas comenzaron en 1896 y, de manera intermitente, se irían sucediendo hasta el aciago año de 1898, fecha en la que los EEUU se unirían a la causa independentista. Apenas dos meses resistieron los españoles, asediados en cada población, grande o pequeña, por los rebeldes. En la localidad de Baler, 200 kilómetros al norte de Manila, quedaron encapsulados medio centenar de españoles. Era el 2º Batallón Expedicionario de Cazadores, 54 jóvenes de todos los rincones de España iban a protagonizar la página más brillante que ha escrito el heroísmo español desde Numancia, en palabras de Azorín.
Un año de martirio
Cercados por centenares de insurgentes y asfixiados por el calor tropical, los españoles, en improvisada metáfora del Imperio, se refugiaron en una iglesia. La única del lugar. Es julio de 1898 y España, aunque ellos lo ignoran, ya está negociando el armisticio. Hicieron del viejo y húmedo edificio un fuerte militar. Tapiaron las ventanas, excavaron un pozo de agua en el interior y hasta fabricaron un horno para hacer pan. El asedio iba a ser uno de los más largos de la historia militar moderna: 337 días. Cinco veces más que, por ejemplo, el episodio del Alcázar de Toledo 40 años después.
En el exterior, trincheras. Metros de trincheras alrededor de la iglesia. Y también cavaron zanjas los filipinos. Los primeros días ocurrió como en los frentes eternos de la Primera Guerra Mundial: quietud. Tensión. Mutua observación y alguna bala perdida. Hasta que una pareja de españoles, a la carrera y a pecho descubierto, prendió fuego a las casas que servían de parapeto para los francotiradores. Aquél día comenzaron, de verdad, las hostilidades. Mientras el grueso del ejército español ya embarcaba rumbo a España, en Baler sonaban descargas de fusilería. A diario. Fue inútil. También usaron artillería los filipinos, y también fue inútil. El edificio resistió igual que sus huéspedes. Sólo dos españoles cayeron bajo las balas; 700 bajas tuvieron los indígenas, aunque la espesura de la maleza solía impedir a los nuestros saber si hacían blanco. Una circunstancia frustrante y desmoralizadora. Lo cierto es que fue más letal la disentería que el plomo enemigo. Y el beriberi. Sobre todo el beriberi, una enfermedad derivada de una nutrición deficiente y que se llevó por delante a una docena de españoles, entre ellos al capitán de la plaza, Enrique de las Morenas. Su sustituto al frente, Martín Cerezo, describía así la enfermedad:
«Comienza su invasión por las extremidades inferiores, que hincha e inutiliza, cubriéndolas con tumefacciones asquerosas, precedida por una parálisis extraordinaria y un temblor convulsivo, va subiendo y subiendo como el cieno sobre los cuerpos sumergidos y cuando alcanza su desarrollo a ciertos órganos, produce la muerte con aterradores sufrimientos».
«¡No vais a morir por España, vais a morir por imbéciles!»
Durante los últimos meses aquella gente comió ratas y cuervos. Dormían poco, se turnaban en las guardias, se apostaban en los parapetos para mantener alejado al enemigo y se animaban unos a otros. Y lo hacían movidos por una honda religiosidad, por honor y por patriotismo. El capitán De las Morenas advirtió por carta a los insurrectos que para ellos era «preferible la muerte a la deshonra». Rezaban a diario, arrodillados frente a una imagen de la Virgen. Y sólo arriaron la bandera de España cuando tuvieron la certidumbre de que, efectivamente, la guerra había acabado. Una versión muy alejada de la interpretación posmoderna de los hechos reflejada en 1898. Los últimos de Filipinas (Salvador Calvo, 2016). Un film que, según su protagonista, Eduard Fernández, intérprete, precisamente, del capitán Enrique de las Morenas, describe la gesta como una aventura «absurda y ridícula». Un sacrificio propio de mentes enajenadas. Hay una frase que resume la verdadera vocación de la película: «¡No vais a morir por España, vais a morir por imbéciles!». El intercambio epistolar entre dos viejos veteranos del asedio, por contra, evidencia un emocionado patriotismo. Se trata de una carta escrita 20 años después del sitio en la que el tinerfeño José Hernández Arocha escribe al mallorquín Antonio Bauza Fullana:
«Me dices en tu carta que soy un héroe y que debo estar entre laureles porque es la flor con que debo estar adorado; tú también, amigo Fullana, debes estar aún más que yo entre laureles, porque fuiste un héroe de verdad, un valiente y un mártir de nuestra patria.
Yo recuerdo, amigo Fullana, aquel triste y amargo día en que, hallándose el destacamento muerto de hambre, dispuso nuestro jefe don Saturnino Martín Cerezo, el 1.000 veces héroe y mártir de la Patria, una salida al bosque de uno de nosotros para ir en busca de unas hojas de calabacera para poder comer aquel día tan amargo, y tú al oír que era menester que uno se separara de nuestro lado para traernos que comer, dirigiéndote al teniente te oí decir: ‘Mi teniente, yo voy en busca de comida para V. y para el destacamento; si muero, bien está, es por mi patria, pero si escapo viviré satisfecho de haber salvado la vida de todos mis compañeros…’.
Ven lo antes posible a verme que quiero abrazarte. No sé si tendré fuerzas para ello porque estoy muy viejo pero me conformo con que tú me abraces y entonces los dos juntos, eso sí que tengo ánimo para hacerlo, daremos ese grito que tú dices quieres repetir y que mientras viva no lo olvidaré jamás, y aún antes de morir si tengo alientos, lo gritaré: ¡Viva España!»
Fueron inútiles cuantos recortes de prensa informaron del fin de la guerra. También los enviados, filipinos o españoles, que las autoridades locales presentaban a los españoles. Siempre desconfiaron. Incluso cuando los enviados eran compatriotas. Incluso cuando los comisionados eran militares. El primero de junio llegó a la iglesia de Baler un ejemplar del diario español El Imparcial. Aquellas hojas húmedas, que llegaban del otro lado del mundo, lo cambiarían todo. Así lo expresó el teniente Martín Cerezo:
«Admirando estaba la obra cuando un pequeño suelto (…) me hizo estremecer de sorpresa. Era la sencilla noticia de que un segundo teniente (…) D, Francisco Díaz Navarro, pasaba destinado a Málaga; aquel oficial había sido mi compañero e íntimo amigo en el Regimiento de Borbón; (…) y yo sabía muy bien que (…) tenía resuelto pedir su destino a la mencionada población. (…) Esto no podía ser inventado».
La gloriosa epopeya de los herederos del Cid y de Pelayo
El 2 de junio de 1899, y tras la firma de una capitulación que garantizaba el respeto de las vidas de los sitiados, el destacamento arrió al fin la bandera de España. Los soldados locales, atónitos, crearon un pasillo para honrar a los sitiados. Tras un toque de corneta, abandonaron la iglesia en formación de a tres. Emilio Aguinaldo, a la sazón presidente de Filipinas, concedió la capitulación más honrosa posible y facilitó el regreso a España. Ordenó que en todo momento se les tratara «como amigos» e hizo público un comunicado en el que reconocía la «epopeya gloriosa» de aquellos hombres, a los que describió como dignos herederos «del Cid y de Pelayo».
Como es sabido, la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, ha rechazado erigir un monumento a los Héroes de Baler en la capital.