Ni la guerra de Ucrania ni la compra de Twitter por parte de Elon Musk ni mucho menos la renovación del Consejo General del Poder Judicial (por mucho que lo diga la ministra de Justicia). Lo que de verdad preocupa al ciudadano de a pie es sin duda la inflación. A estas alturas nadie necesita que yo le diga que, en los últimos tiempos, los precios de la cesta de la compra, de la luz y del gas se han disparado.
Hay una factura, sin embargo, cuya subida no se limita a los últimos meses, sino que lleva años escalando a un ritmo frenético; como diría cierto ministro, muy por encima de nuestras posibilidades. Hablo de los prohibitivos precios de todo lo relacionado con casarse. Y no les hablo de bodas disparatadas ni de banquetes pantagruélicos: hoy en día, un casamiento normal, incluso uno austero supera con facilidad los 40, 50 o 60 mil euros.
En este sentido, cabe rescatar el maravilloso comienzo de Orgullo y prejuicio, en el que Jane Austen asegura que «es una verdad universalmente reconocida que un hombre joven, en posesión de una gran fortuna, debe buscar esposa». Doscientos años después, bien podría enmendarse la cita para decir que sólo a los jóvenes en posesión de una gran fortuna les sale a cuenta buscar esposa.
La cruda realidad
Ojo, esto no es una mera pataleta de soltero de veintitantos con sueldo de veintitantos y que contempla pasar por el altar en su proyecto de vida. Que también. En realidad, algo aparentemente tan mundano como el dineral que cuesta contraer nupcias es una losa más sobre la institución matrimonial, base del núcleo social que es la familia. Porque no es lo mismo casarse que no casarse, y la perspectiva de tener que desembolsar decenas de miles de euros para darse el ‘sí, quiero’ bien puede ser la gota que colme el vaso para aquellos que ya tenían alguna duda sobre la utilidad —si puede hablarse en esos términos— del matrimonio.
Ni que decir tiene que la factura por desposarse es sólo un elemento más de un problema mayor que aqueja la juventud de este país. La ensayista Ana Iris Simón ya levantó la liebre en Feria sobre las dificultades económicas que afrontan los millennials para independizarse o formar una familia, todo ello fruto de una galopante precariedad laboral que amenaza con hacerse crónica. En esta línea, los pagos por contratar el banquete nupcial, el fotógrafo o el equipo de sonido para la fiesta no son más que el último clavo en el ataúd de las posibilidades de muchos para prosperar. No hablemos ya de la entrada para un piso, sobre todo en las grandes ciudades, o del desafío económico —no sólo, claro— de convertirse en padres.
Así las cosas, contemplo dos posibles escenarios para que el matrimonio no me arruine (no piensen en la broma fácil, me refiero únicamente al ámbito económico). O bien enamoro a una moza heredera de una pródiga hacienda y, si puede ser, con alguna grandeza de España, o no quedará más remedio que convencer a mi futura de celebrar una boda a lo Braveheart. Ya saben, en la intimidad de un bosque y con un monje oficiante como único testigo.
Una idea revolucionaria: la sencillez
Bromas aparte y ante esta situación, cabe preguntarse si no habremos ido demasiado lejos. No cabe duda de que las grandes dichas de la vida —y hay muy pocas del calibre de una boda— merecen celebraciones a la altura, pero no perdamos de vista que casarse no es la meta, sino el inicio del camino. En esta línea, tal vez haya incluso que derribar algunos must en la lista de la wedding planner. Qué diantre, tal vez la primera en caer debiera ser la propia wedding planner, seguida de muchos gastos accesorios cuando no francamente superfluos.
Sólo así los novios tendrán las manos más libres para invertir algo menos en un sólo día de festejo y algo más en la vida que les queda por delante. Sólo así terminaremos con la absurda concepción de que hay que trabajar y ahorrar hasta una determinada edad antes de poder pensar en el matrimonio. Sólo así acabaremos con el arqueo de ceja o la chanza cruel cuando dos chavales de veintipocos deciden ser audaces. Ya verán que, tal y como reza la Eneida, les favorece la fortuna.