Bolivia tiene solo 11 millones de habitantes, una cantidad relativamente escasa considerando que su territorio es aproximadamente el doble de extenso que el de España. Sin embargo, pocos países del mundo la superan en población sobrenatural.
Cada casa vieja tiene un espectro como inquilino y cada laguna tiene un monstruo. Hay mujeres convertidas en pájaro, sirenas lacustres y tíos mal encarados que protegen las minas. Las supersticiones son tan arraigadas que, cuentan, todavía se coloca un cadáver humano bien fresco en los cimientos de muchos edificios para dar estabilidad a la estructura. Mi despacho, el del cónsul español en La Paz, no podía ser una excepción: también tenía su fantasma. Al llegar, los empleados me hablaron de pisadas, crujidos y sombras. Algunos, los más viejos, recordaban vagamente que en la habitación se había cometido, medio siglo atrás, un doble asesinato.
Ocurrió, según supe después, en 1970, cuando el edificio era una casa familiar, y las víctimas fueron Alfredo Alexander Jordán –escritor, periodista, empresario y antiguo embajador en Madrid– y su esposa, Martha Dupleich. El método: un paquete bomba. Era inevitable que una historia así me obsesionara, así que dediqué un tiempo a investigar el crimen, entrevistando a protagonistas vivos y visitando archivos y hemerotecas. Más allá de la trama policiaca, vinculada a los intereses comerciales de una dictadura militar con perfume izquierdista, descubrí a un periodista íntegro y a un intelectual de talla. Pronto supe que aquel no era el único enigma que me esperaba en mi estancia en el país.
Al ser preguntado por Bolivia, es probable que el español medio recuerde tres datos: es un país situado en los Andes, de mayoría indígena y presidido por Evo Morales. De las tres, sólo la última es exacta. Bolivia tiene más territorio tropical que altiplánico (más del 60%) y más población mestiza (el 52% del total, según cifras oficiales) que indígena, aunque algunos rechacen hoy el simple concepto del mestizaje. De los 34 pueblos originarios reconocidos, algunos con solo unos pocos centenares de miembros, la mayoría se encuentra en las tierras bajas y está muy lejos del estereotipo del aimara o el quechua. En conjunto, sus nueve departamentos componen un puzle extraño, no del todo armónico, lleno de diferencias, contradicciones y paradojas.
Conquistadores, pistoleros y pícaros
Siempre a medio hacer, Bolivia ha sido un territorio especialmente proclive para los aventureros. A orillas del Titicaca, un viejo aimara me relató, en un español esforzado, sus peripecias con Thor Heyerdahl. Los barcos con los que el noruego surcó los océanos estaban hechos de totora, variedad de junco que crece junto al lago, y muchos de los artesanos que los construyeron procedían de la zona. Por el lago también pasó Jacques Cousteau, quien se sumergió en sus gélidas aguas y se sobresaltó al encontrar ranas gigantes en el fondo. Mucho antes, el explorador Sir Percy Fawcett recorrió la Amazonía boliviana antes de desvanecerse definitivamente en Brasil cuando buscaba la ciudad fantasma de Z.
Pero las grandes epopeyas datan de la época de los pioneros españoles. Juan Recio de León dijo haber encontrado por aquí el legendario Paititi, y Ñuflo de Chaves, el primer hombre en cruzar el continente de un océano a otro, fundó Santa Cruz de la Sierra, una ciudad de nombre contradictorio que descansa en un llano tropical. Otro de nuestros compatriotas, el pícaro y diplomático Luis Gálvez Rodríguez de Arias, protagonizó en los últimos compases del XIX una historia similar a la de El hombre que pudo reinar: tras liderar una revolución de trabajadores del caucho y veteranos de la Guerra de Cuba, se proclamó presidente de la efímera República del Acre, un país levantado desde cero en medio de la selva. Tras una fugaz independencia, su exótico Estado pasó a ser territorio brasileño.
Para pícaros, claro, Butch Cassidy y Sundance Kid, los dos legendarios asaltantes de trenes que acabaron sus días tiroteados cerca de Tupiza, a tiro de piedra del impresionante Salar de Uyuni. Quizás fuera porque el paisaje del área, salvo por las llamas, recuerda bastante al del salvaje Oeste. Ya en la ficción, hasta Tintín pisó tierra boliviana, aunque disfrazada con otro nombre, en el álbum La oreja rota, que se inspira en la absurda Guerra del Chaco. El capitán Haddock se lo habría pasado en grande si hubiera conocido el singani, el licor de uva que se produce en el sur del país.
Arqueólogos nazis
Arthur Posnansky posee una entrada de enciclopedia envidiable: «Militar, ingeniero naval, héroe de guerra, constructor, urbanista, cineasta, fotógrafo, investigador, escritor, historiador, minero, explorador, empresario, aventurero, paleontólogo, antropólogo y arqueólogo de origen austro-húngaro». Afincado en La Paz, a comienzos del siglo XX fue el responsable de las primeras excavaciones en las ruinas de Tiwanaku, yacimiento de una cultura preincaica que ha generado múltiples teorías sobre su origen y cronología. Sus piedras, labradas con extraña precisión y muy diferentes de las de otras culturas posteriores, todavía sobrecogen al visitante.
La ciudad milenaria también atrajo la atención de unos personajes que no son exclusivos de las películas de Indiana Jones: los arqueólogos nazis. Sospechaban que las estructuras eran demasiado avanzadas para ser obra de una cultura precolombina y quisieron imaginar a una gran civilización aria en pleno Altiplano. Edmund Kiss, novelista mediocre obsesionado con la Atlántida y comandante de las SS, realizó varias investigaciones, muy poco científicas, e intentó organizar una gran expedición de la Ahnenerbe de Heinrich Himmler. Kiss desapareció en Europa en 1948, y quizás nunca sepamos si aumentó la nómina de los muchos jerarcas y cuadros medios del Reich que dieron con sus huesos en Bolivia.
Paradójicamente, pese a que el actual Gobierno ha hecho bandera de la identidad ancestral del país, el patrimonio arqueológico boliviano se encuentra en un estado muy deficiente. Si uno se olvida del GPS y pregunta a los locales, todavía es posible encontrar tumbas, templos o fortalezas apenas cartografiados que sobreviven en el abandono, desprotegidos frente a la voracidad de los saqueadores. En un pueblo del trópico, entre yacarés, pirañas y nubarrones de mosquitos, un anciano de mirada divertida me propuso buscar una vieja campana española de bronce supuestamente enterrada por sus ancestros en los predios de un terrateniente.
La fiebre de la plata
Pocas ciudades conservan la esencia de la América hispana mejor que la Villa Imperial de Potosí, la gran fuente de plata del Imperio. Sus monedas eran de uso común en China o en Turquía, además de en todo el territorio español. Hoy el centro está salpicado de iglesias y conventos de un hermoso barroco mestizo y el imponente Cerro Rico, incansable, sigue escupiendo minerales de su entraña. Más blanca y más cálida, Sucre, todavía capital oficial del país, cobija una plaza mayor digna de cualquier capital española y un archivo repleto de prodigios.
El eco del pasado también late con fuerza en la Chiquitanía, la tierra de los indios chiquitanos, en los cálidos llanos de Santa Cruz. Tras el derrumbe de la presencia española, y asediados por la dureza del nuevo Estado independiente, los indígenas conservaron con esmero sus tradiciones culturales, mezcla de su propia herencia y del sello dejado por los jesuitas. Muchas de las iglesias de aquellas reducciones se conservan casi intactas, llenas de colorido y de música barroca.
Quizás la historia de los chiquitanos condense bien otra de las grandes paradojas del país: en pocos lugares de América la élite reciente ha sido más dura con España, y en pocos hay un amor más profundo por la herencia española entre el pueblo llano. Es, ciertamente, un amor nada uniforme, mucho más fuerte en el Oriente del país, pero que permea todo el territorio y sorprende muchas veces al visitante donde menos se lo espera. Muchos, aunque de vez en cuando suelten un exabrupto contra los k’aras -los blancos-, sienten una mezcla de curiosidad y nostalgia por un poder que fue, con todos los matices, mucho más benévolo con la herencia originaria que las élites que rigieron el país después de 1825. En una ocasión, un dirigente indígena me visitó en mi despacho para que legalizase un papel que pretendía utilizar como prueba frente al Estado en un pleito de tierras. El documento resultó ser un pergamino español del XVIII que reconocía y consagraba las divisiones territoriales de su pueblo.
Yo tristeo, tú tristeas
En tiempos de globalismo, Bolivia es un país orgulloso y apasionado por sus tradiciones y de su identidad, aunque no tenga muy claro de cuál se trata exactamente. Cada pueblo ensaya hasta el agotamiento sus danzas, sus melodías y sus historias orales. Acogen muy bien al extranjero que los visita con curiosidad y respeto, pero no tanto al que pretende imponer usos foráneos. Quizás por eso cosechó tanto rechazo la aventura del Che Guevara, que fue casi incapaz de encontrar reclutas locales, más allá de unos pocos estudiantes, para su disparatada guerrilla.
Más paradojas: bajo esa capa de altanería fluye una corriente de pesimismo y melancolía forjada en unas cuantas derrotas contra casi todos sus vecinos. Especialmente dolorosa fue la de la Guerra del Pacífico, que les privó de la salida al mar. Agustín de Foxá, que pasó por el país en los 50, acuñó un verbo para referirse a la actitud de los indios que encontró en La Paz: tristear. Es el famoso lamento boliviano, cada vez menos presente en las nuevas generaciones, pujantes y formadas.
Al terminar mi misión después de casi tres años, debo admitir que, pese a recorrer casi todo el país, no he acabado de resolver sus enigmas. Pero vale la pena hacer el intento, aunque sea como viajero ocasional. Algo me dice que quien es capaz de entender Bolivia está preparado para entender esa realidad rara y fascinante, sin equivalencias en el resto del mundo, que solía llamarse Hispanidad.