Michel Houellebecq cumple 65 años. O no. ¿Nació el 26 de febrero de 1956, o justo dos años más tarde? Según dónde se consulte, según unas referencias u otras, se puede encontrar un nutrido número de argumentos a favor y en contra de sendas fechas. Por ejemplo, en una de las varias veces en que ha tenido que acudir a un tribunal de justicia —lo acusaban de incitar odio contra el islam, ya en septiembre de 2002—, le preguntaron ante el estrado si había nacido en 1958, y él respondió que sí. En agosto de 1978, cuando le preguntaron la edad en el Institut National Agronomique Paris–Grignon, dijo que tenía «veinte años». Sin embargo, en otras ocasiones ha reconocido la fecha que de verdad aparece en sus documentos oficiales: 1956. Y lo cierto es que hay poca duda, pues sus padres se separaron en 1957. ¿Despistes o algo de esa genialidad de provocateur que también gastaba Dalí? Pocos pueden permitirse el lujo de resultar polémicos incluso con su mero año de nacimiento.
De lo que no cabe duda es de que nació en la localidad de Saint–Pierre, situada en la isla de Reunión, territorio francés de ultramar situado unos 700 km al Este de Madagascar. Bien lejos de París. De hecho, menos lejos que los países de origen de un creciente porcentaje de la población francesa. Un par de semanas antes de que Lucie Ceccaldi diera a luz a Houellebecq, entraba a formar parte del Consejo de Ministros de Francia el marfileño Félix Houphouët–Boigny, que ocupó varios cargos en el gobierno galo hasta la independencia de su propio país. En aquella época se llegó a pensar que se podía ser africano y francés de pleno derecho. Pero ¿todos los africanos de la francofonía iban a tener de verdad los mismos derechos? En ese caso, ¿no habría mayoría de diputados africanos en la Asamblea Nacional de París? Al general De Gaulle no le convenció esta idea. En Sumisión (2015) Houellebecq muestra desde las primeras páginas a unos profesores nativos franceses, enfrascados en teorías marxistas y de género, mientras que a sus clases sólo acuden disciplinadas alumnas musulmanas o chinas. Las chicas mahometanas van cada vez más tapadas, no ya con velo, sino con burka. Una evolución que cualquiera que haya vivido en Francia los últimos treinta años habrá observado: en 1990 había una exigua y muy integrada población muslim; hoy es un sector destacado y cada vez más orgulloso de exhibir y remarcar sus diferencias con respecto a la Francia de antaño.
Cuando el bebé Houellebecq había cumplido los cinco meses, expiró el contrato de su madre, y ella decidió con su marido darse un viaje por África en una furgoneta 2CV. Desde Ciudad del Cabo hasta Argel, pasando por el Kilimanjaro. Medio año de aventuras en parejita. Al bebé lo dejaron en Clamart —al sur de París, entre el aeropuerto de Orly, la Torre Eiffel y Versalles— a cargo de la abuela Henriette, que lo adoraba como si fuera «el Santísimo Sacramento». Y es de esta abuela —mejor, dicho, de su apellido de soltera— de quien el escritor ha tomado su nombre, o, más bien, su seudónimo. Porque, en realidad, Houellebecq se llama Michel François Thomas. Michel por la abadía de Mont–Saint–Michel; François por el poverello de Asís. Los progenitores eran muy comunistas, pero, como buenos franceses, sus referentes no podían ser sino muy católicos. Algo que no pocos académicos sesudos detectan en su literatura. Sí: debajo de una concatenación de sexo descarnado en todas sus novelas, algunos de los que se lo toman en serio creen que hay una soterrada reivindicación de los valores tradicionales y cristianos. Puede que sea cierto; el protagonista de Sumisión está fascinado con Joris–Karl Huysmans (1848–1907), un hombre que guarda sutiles similitudes con Houellebecq, y que se convirtió al catolicismo en 1892. Desde entonces, Huysmans escribió cinco libros de temática religiosa e incluso vivió un par de años como oblato en un monasterio benedictino.
Una infancia de mudanzas
Tras los mimos de la abuela paterna Henriette Thomas, el chiquitín Houellebecq regresa a Reunión, y luego se muda con su madre y sus otros abuelos a Argel. Entonces, Argelia se halla sumida en una guerra muy dolorosa para Francia y que concluirá en 1962 con la independencia. Tras el verano de 1961, el papá de Houellebecq, acompañado de dos paracaidistas, se presenta en Argel, para llevarse al niño y repatriarlo en Dicy, a mitad de camino entre París y Auxerre. Y otra vez con la abuelita Henriette. Aunque en 1963 pasará una temporada de vacaciones en Reunión, de nuevo con su madre. Durante su etapa argelina, el chiquillo aprende a leer y sabe narrar la conquista de Méjico como si fuera el mismísimo Hernán Cortés. Algunos recuerdos de este periodo de su vida aparecen en Las partículas elementales (1998), una novela distópica —su sello habitual— donde exhibe con regodeo lo que muchos interpretan como una revancha contra sus padres y todos los desmelenados desde la «generación beat» hasta mayo del 68: el protagonista es una fracasada estrella de rock que decide adentrarse en el satanismo. Cuando Jack Kerouac publicó En el camino (1957), Houellebecq tenía un año; cuando Dany el Rojo buscaba la playa bajo los adoquines, Michel François había cumplido los doce y olía el humo de aquellas barricadas desde el instituto de Meaux, cerca de la capital francesa. Pocos años después, a Michel François le hacían bullying sus compañeros del Lycée Chaptal, mientras que Dany el Rojo trabajaba en la librería Karl Marx y compartía piso con Joschka Fischer. El Rojo acabó siendo eurodiputado (1994–2014), y Fischer vicecanciller de Alemania y ministro de Asunto Exteriores (1998–2005).
A Houellebecq lo critican por su estilo simplón, por sus ataques a la religión de Mahoma, por su reiterado empleo de personajes cuyo interés vital es un sexo cada vez más deshumanizado, banal y mecánico. Sin embargo, al mismo tiempo recibe galardones como el Premio Tristan–Tzara (1992); el Gran Premio Nacional de las Letras para nuevos escritores (1998), dotado con 50.000 francos; el Premio Goncourt (2010) casi por unanimidad; y además lo han nombrado Caballero de la Legión de Honor. Su encono contra el islam o la inmigración masiva lo sitúan dentro de un elenco larguísimo en la propia Francia, en el que figuran Robert Redeker, Jean–Pierre Le Goff o Alain Finkielkraut. Y, si no es original en este asunto, tampoco en lo relativo al sexo. Francia es el país donde Nabokov pudo publicar Lolita en 1955, un año antes de que naciera Houellebecq, y después de que media docena de editoriales norteamericanas rechazaran el manuscrito. Marlon Brando hizo famosa la mantequilla gracias a una película ambientada y rodada, precisamente, en París. ¿Hasta qué punto la Francia oficiosa, escandalizándose con Houellebecq, se siente más políticamente correcta gracias a él?
Houellebecq y Depardieu
También lo critican por sus temporadas de acendrada excentricidad, como negarse a hablar con la prensa. O como sus numerosas apariciones y colaboraciones en cine, en especial cuando en 2014 simulaba su propio secuestro, o cuando en 2019 él y Gérard Depardieu se interpretaron a sí mismos, y con orgullo, en Thalasso como «la vergüenza de Francia». Depardieu se había nacionalizado ruso en 2013 para no pagar los elevados impuestos que hay el país de Zola y Balzac; y Houellebecq anduvo una temporada residiendo en Almería —lo acusaron de lo mismo, pero él replicó que aún no era demasiado rico como para emprender un exilio fiscal. Precisamente en Almería comienza Serotonina (2019), cuyo protagonista, Florent–Claude, aborrece de su nombre compuesto, porque le parece una meza de «pederasta botticelliano» y «velada de maricas viejos». Florent–Claude se topa en una gasolinera Repsol de una carretera nacional, en medio del calor veraniego, con dos chicas españolas apetecibles y de ropa escasa y ceñida que le piden ayuda para hinchar las ruedas de su Escarabajo.
Hablando de España, uno de los libros de Houellebecq se titula Lanzarote (2000), isla canaria donde se ambienta la trama. Como no podía ser otro modo, hay lesbianas, mucho sexo y sectas. Aparte, durante la Feria del Libro de Madrid de 2012, tal como cuenta Karina Sainz Borgo, el entonces el Príncipe de Asturias don Felipe preguntó al dependiente de una caseta por un libro que ayudara a entender la crisis que había comenzado en 2008. El librero le aconsejó y le vendió El mapa y el territorio (2010), obra en la que Houellebecq no había tenido problemas en practicar algo de «copy+paste» con la Wikipedia.
Para comprender mejor a este autor, hay que tener en cuenta que antes que novelista fue poeta —una poesía descorazonada, sin retórica, sin la comodidad de la ironía de sus novelas—, y, antes que nada, autor de una biografía sobre H. P. Lovecraft (Contre le monde, contre la vie, 1991; editada en 2006 en español por Siruela). La distopía es su entorno natural. Ve el mundo como la realización ya lograda, o en ciernes, de algo a mitad de camino entre Lovecraft y Aldous Huxley. Su mordacidad a veces es desesperada o fatalista, y su único embeleco literario es un humor ágil, desprovisto de complejos, como si no los conociera. Sus distopías son demasiado reales, demasiado idénticas a lo que se puede reportar en la Francia actual, en la Europa actual. Un contexto tan sórdido y carente de remedio, que puede que a Houellebecq no le merezca pena describirlo con un estilo trabajado.