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El encuentro del pasado 1 de febrero entre Vladímir Putin y Viktor Orbán trajo de nuevo al debate público el asunto de las relaciones ruso-húngaras. El anfitrión recibió a su huésped en el Kremlin y ambos exhibieron su buena relación. Putin llegó a tutear a Orbán en un evidente gesto de complicidad. Periodistas y analistas se apresuraron a advertir la buena sintonía de ambos líderes.

Fuente: Wallpaper Flare

Pero la relación no siempre ha sido así entre húngaros y rusos. La Revolución Húngara de 1848-1849 se sofocó gracias a la intervención del ejército del zar Nicolás I (1796-1855), a quien el joven emperador Francisco José (1830-1916) había pedido ayuda frente a los revolucionarios que lideraba Lajos Kossuth (1802-1894). Un contingente de 200 000 hombres avanzó desde Polonia sobre Hungría para enfrentarse a los húngaros alzados en armas. Kossuth terminó huyendo al exilio. Gracias a la ayuda rusa, los austriacos vencieron. Es cierto que, después, los húngaros lograron el Compromiso de 1867 -y así nació la monarquía dual austrohúngara- pero, por lo pronto, fueron los rusos los que salvaron al joven emperador de Austria. La intervención del zar, por cierto, recibió críticas de los liberales rusos.

De cien días de hambre y caos…

A la Rusia soviética huyó Béla Kun (1886-1938), el líder comunista de la efímera República Soviética Húngara (1919), a la que puso fin una intervención militar rumana. El proceso revolucionario de 1919 dejó en Hungría la memoria de 133 días de caos y desgobierno. La descripción que hizo Arthur Koestler (1905-1983) de aquellas jornadas, que vivió siendo adolescente, no deja lugar a dudas. Fue un lío formidable y un desastre colosal. Más allá de las experiencias modernas en pedagogía y arte en espacios públicos -los carteles, por ejemplo- la economía se hundió en semanas: “Otra curiosidad de los cien días fue que la población de Budapest parecía vivir únicamente de helados. Hubo un principio de hambre, provocado por los campesinos que no querían vender sus productos por papel moneda; todos los alimentos fueron racionados y desaparecieron de los negocios. Lo único que se podía comprar con las tarjetas de racionamiento y con el papel moneda emitido por el régimen rojo eran repollos, nabos, helados… y helados”. Digamos, en honor a la verdad, que Koestler se hizo comunista, agente de la Comintern y espía antes de romper con el comunismo y denunciar sus atrocidades en obras inolvidable como “El cero y el infinito” (1941).

… a la revolución patriótica de 1956

Fuente: El Confidencial

Sin embargo, muchos de aquellos comunistas húngaros que huyeron a la Rusia soviética desarrollaron grandes carreras políticas en la URSS. Entre ellos estuvo Mátyás Rákosi (1892-1971), el siniestro secretario general del Partido Comunista Húngaro (1945-1948) y del Partido de los Trabajadores Húngaros (1948-1956) que impuso un régimen de terror en Hungría. Si Stalin tuvo un alumno aventajado en Europa Central y Oriental fue este comunista que inventó la “táctica del salami” para acabar con la oposición. Se trataba de ir laminándolos uno a uno con la complicidad de los demás opositores, que esperaban apropiarse del espacio político del caído. Los terminó eliminando a todos. El sufrimiento de los rusos y los húngaros tiene, en este periodo entre 1945 y 1956, muchos puntos en común: la tortura, la cárcel, el régimen de delación y miedo, la policía política… La explotación económica que la URSS impuso a Hungría era casi colonial. Cuando, en 1956, estalló la Revolución Húngara, que dio al país unos doce días de libertad, los soldados soviéticos representaban el símbolo de la ocupación extranjera y la verdadera fuerza de los comunistas húngaros. Su expulsión tuvo un sentido patriótico evidente.

Un nuevo marco

La caída del Muro de Berlín, la destrucción de la URSS y el advenimiento de la democracia a los países de Europa Central dieron a la relación con Rusia un nuevo marco.

Fuente: Sputnik

En las actuales circunstancias, tanto Rusia como Hungría tienen mucho que ganar manteniendo unas relaciones cordiales. Por una parte, Hungría se beneficia, por ejemplo, de precios bajos en el gas y de un suministro asegurado gracias a contratos a largo plazo con Rusia. Moscú, por su parte, goza de la amistad de un país que pertenece a la OTAN y a la Unión Europea. Ambos Estados son miembros de la OSCE y del Consejo de Europa. En ambas organizaciones, el apoyo mutuo puede servir para contrarrestar otras influencias. Con profundas diferencias ideológicas y biográficas -Putin era agente del KGB y Orbán un opositor anticomunista- los dos líderes comparten una crítica profunda a los postulados de la izquierda global y sufren similares campañas desde ciertas ONG que dicen defender las “sociedades abiertas”. Paradójicamente, ha sido esa izquierda la que ha terminado acercando a dos hombres que, en otro tiempo, se hubiesen combatido en muchos frentes.

Esta cercanía ha cobrado relevancia a raíz de la guerra en Ucrania. Hungría propuso el fin de semana pasado mantener en Budapest conversaciones de paz entre Kiev y Moscú. Hasta el momento, según el ministro de Asuntos Exteriores de Hungría, Péter Szijjártó, su país ha acogido más de 66.000 refugiados ucranianos. Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, elogió este martes a Hungría y a otros países como Polonia, Eslovaquia y Rumanía precisamente por la acogida dispensada a quienes huyen del conflicto. Por otra parte, a diferencia de otros socios europeos, el gobierno húngaro ha decidido enviar ayuda humanitaria, pero no material militar a Ucrania. Ha anticipado que tampoco permitirá el paso de tropas o armas en dirección a ella.