Ningún libro deja tanta huella como los que disfrutamos en la cama durante una gripe, y puede que el éxito del fenómeno James Bond se deba precisamente a una convalecencia. Ocurrió en 1954 y el ilustre enfermo era John Fitzgerald Kennedy, por entonces senador por Massachusetts.
Fue su amiga Oatsie Leiter, una socialité sureña, quien le envió una copia de Casino Royale, una novela de espías de un autor inglés poco conocido en EEUU, para que se entretuviera. Le gustó tanto que no tardó en contestar: “Si consigues otra como esta, házmela llegar”. En 1961, cuando la revista Life le pidió al presidente una lista de sus diez libros favoritos, incluyó uno de Ian Fleming, lo que disparó las ventas de la serie y la convirtió en un éxito mundial.
A medida que el Bond cinematográfico ha ganado importancia, las novelas, que en los sesenta fueron un éxito global a la altura de los discos de los Beatles, han quedado relegadas a las librerías de viejo. Al oír hablar de 007, cualquiera piensa más en Daniel Craig que en Fleming, su creador, un tipo complejo y elegante, ataviado con impecables pajaritas y armado siempre de una boquilla corta para cigarrillos. Pero hubo un tiempo en que fue uno de los escritores más populares del mundo y un símbolo de la influencia cultural inglesa.
Nacido en 1908 en el lujoso barrio de Mayfair, nieto de un banquero e hijo de un diputado conservador y una famosa anfitriona, Fleming no parecía encaminado a disfrutar de una vida bohemia ni excéntrica. De hecho, pasó por Eton y por la Real Academia Militar de Sandhurst, siguiendo renglón por renglón el itinerario de un joven de la alta sociedad británica. Ahí empezó a torcerse todo: fue expulsado de la academia –dicen que contrajo una gonorrea en una de sus muchas aventuras nocturnas- y no logró ser admitido en el Foreing Office. Tuvo que recurrir a la influencia materna para ingresar en la Inteligencia Naval, en la que serviría, con un historial distinguido, durante la II Guerra Mundial.
Diez chelines y seis peniques
La contienda fue la excusa que llevó al agente Fleming hasta el que se convertiría en su rincón favorito: Jamaica. Los submarinos alemanes U-Boote habían convertido el Caribe en un escenario estratégico de importancia, así que el mando le pidió que visitara la isla. Sorprendido por su belleza, Fleming se prometió a sí mismo adquirir allí una propiedad, lo que logró en 1946. Su villa, en la bahía de Oracabessa, fue bautizada GoldenEye, quizás en referencia a una operación de inteligencia británica para el control de Gibraltar en la que había trabajado, o quizás por la novela Reflejos en un ojo dorado, de Carson McCullers: el autor jugó con ambas versiones a lo largo de los años. Lo cierto es que la casa, al borde de una diminuta playa y rodeada de vegetación tropical, se convirtió en su hogar durante varios meses del año y hoy es uno de los grandes atractivos turísticos de la costa norte de la isla.
Después de la contienda, nuestro hombre se dedicó al periodismo y fue nombrado jefe de corresponsales de la Agencia Kemsley, un puesto que le permitía pasar largas vacaciones en el Caribe. En 1951 dejó embaraza a Ann Charteris, quien ya había tenido antes dos esposos –uno había muerto en la guerra y el segundo pidió el divorcio-, así que, sin excesivo entusiasmo, se dispuso a casarse con ella en Jamaica. Parece que fue el estrés prenupcial el culpable de que se sentara a escribir una novelita de espías en su despacho de GoldenEye. Tardó un par de meses y le salió Casino Royale, la primera entrega de la serie Bond.
Pese a que su esposa intentó disuadirle, Fleming publicó el libro en una edición sencilla, que salió a la venta en abril de 1953 por diez chelines y seis peniques. El éxito en Gran Bretaña fue atronador: en pocos meses se agotaron tres reimpresiones y en menos de un año se había publicado en Estados Unidos. La fórmula era tan sencilla como inspirada: un protagonista carismático, mucha acción, paisajes exóticos, una dosis de humor y un erotismo que, para la época, resultaba muy subido de tono. Fue la primera de doce novelas, cifra ampliada tras su muerte por una distinguida nómina de imitadores.
Guía de campo de las aves de las Indias Occidentales
Como es bien sabido, el nombre del agente Bond proviene de un ornitólogo americano. Fleming, observador aficionado de aves, tenía uno de sus libros –la Guía de campo de las aves de las Indias Occidentales– en la estantería de su refugio jamaicano. “Me pareció que ese nombre breve, poco romántico, anglosajón y muy masculino era justo lo que necesitaba”, explicó. En cuanto a la inspiración del personaje, se han propuesto muchos nombres que, en el mejor de los casos, aportaron rasgos concretos. Comandante de la Marina Real Británica, el Bond de las novelas es frío, caballeroso y refinado; buen observador, valiente pero no brabucón. Es mujeriego y le gustan los cócteles cargados, los Bentleys, el jabón de afeitado de la casa Floris, los Rolex, el bacarrá y los huevos revueltos.
Vive y deja morir (1954), Desde Rusia con amor (1957), Operación Trueno (1961) o Solo se vive dos veces (1964) son algunas de sus mejores obras. Sin los matices morales de Graham Greene ni la complejidad de las tramas de John Le Carré, las novelas de Fleming son un entretenimiento de calidad, carente de más pretensiones. Las tramas son arquetípicas, pero la profusión de detalles y el goteo generoso de escenas de acción logran convertirlas en un producto adictivo. La definición más exacta de la saga la dio su propio creador: “Cuentos de hadas para adultos”, una evasión perfecta para la era de la Guerra Fría y el terror nuclear. Entre sus admiradores, por ejemplo, estaba Raymond Chandler, el gran maestro de la novela negra norteamericana.
Quizás para demostrar que su talento no se limitaba a las novelas de acción, Fleming escribió también un divertido libro infantil, Chitty Chitty Bang Bang, y varios textos de literatura de viajes. El primero fue adaptado al cine con Dick Van Dyke como protagonista. Aunque nunca expresó grandes inquietudes religiosas, más allá de un formal anglicanismo, en los 50 tuvo la idea de coordinar un libro sobre los pecados capitales en el que colaboraron, entre otros, Evelyn Waugh y Patrick Leigh Fermor.
Casinos y coches eléctricos
Se ha escrito bastante sobre la visión del mundo de James Bond y, en el fondo, sobre la de Ian Fleming. Casi todos coinciden en que ambos eran nostálgicos de un Reino Unido imperial, capaz de marcar el paso del globo en lo político y en lo estético. Un mundo con más certezas en el que los malos eran inequívocamente malos, aunque los buenos tuvieran también sus lados oscuros. Como reflejo de la incipiente globalización, aunque en la mayoría de sus novelas Bond se enfrenta directamente a la Unión Soviética, en Operación Trueno aparece una organización tan malvada como desarraigada: SPECTRE (Special Executive for Counter-intelligence, Terrorism, Revenge and Extortion), un cártel delictivo global que opera bajo la pantalla de una organización de ayuda a los refugiados. Fleming no estaba pensando en Soros, que sepamos.
Votante conservador, anticomunista y admirador de Churchill, Fleming expresó pocas propuestas políticas para su país, pero bastante exóticas. Una de ellas pasaba por convertir la isla de Wight, frente a la costa de Southampton, en un rentable paraíso del juego y el vicio, “una mezcla de Montecarlo, Las Vegas, el París de entreguerras y Macao”. Más acordes al espíritu actual eran sus ideas en materia vial: proponía reducir la circulación por el centro de Londres a los vehículos eléctricos, favoreciendo también el transporte público. Era partidario moderado de la inmigración, pero reducida principalmente a “un flujo de personas dentro de la Commonwealth”, y enemigo declarado de la comida frita y de los impuestos excesivos.
En cuanto a la política exterior, miraba con cierto desdén al amigo americano y confiaba en la capacidad británica para imponer criterios más sutiles y efectivos. Su solución para el problema cubano era sorprendente, como poco: convencido de que el magnetismo de Fidel Castro residía en su barba, le propuso a Kennedy lograr mediante alguna operación secreta que el líder comunista se afeitara, lo que, según él, haría más sencillo su derrocamiento. En todo caso, como sucede con tantos otros tipos interesantes, a menudo hay que leer a Fleming unas cuantas veces para descubrir si hablaba en serio.
007: Operación Brexit
Fumador y bebedor empedernido durante toda su vida, como su personaje más famoso, Fleming sufrió un infarto en 1964 en un hotel de Canterbury y murió esa misma noche. Para entonces solo se habían estrenado dos películas de Bond, ambas protagonizadas por Sean Connery, y el agente era, sobre todo, un fenómeno literario. Su creador había disfrutado de una vida plácida e intensa, aunque no tan aventurera como la 007. Sus últimas palabras, cuentan, se las dirigió al personal de la ambulancia: “Siento molestarles, muchachos. No sé cómo pueden conducir tan rápido con todo el tráfico que hay hoy en día”.
Su matrimonio con Charteris fue duradero, pero tormentoso: hubo infidelidades constantes y grandes discusiones. Su mujer se avergonzaba de las novelas de Bond, que consideraba “pornografía” de nulo valor literario, y siempre animó a Fleming, sin ningún éxito, a escribir cosas más serias. Quienes lo trataron describen su personalidad como algo infantil, propensa al sentimentalismo y en ocasiones cruel.
Nunca sabremos lo que habría opinado nuestro hombre sobre el Brexit, pero no cuesta imaginarse al agente James Bond, siempre leal a su país y a la causa de Su Majestad, participando en una operación encubierta bajo la bruma de Bruselas para hacerse con los documentos secretos de la negociación. A fin y al cabo, en los libros de Fleming los buenos tienen patria y los malos, intereses globales.