No fue ningún milagro sobrevivir a aquella bala que le destrozó la tibia derecha, y a punto estuvo de dejarle en el sitio, en concreto, el sitio de Pamplona. Milagro fue dejar atrás la vida “desgarrada y vana” que hasta entonces el joven Ignacio había llevado y abrazar otra de penitencia, estudio, oración y, en último trance, santidad.
Hijo de buena familia —su padre era señor de la casa y solar de Loyola—, al quedar huérfano entró como paje en el palacio de Arévalo, al servicio del contador mayor de Castilla y su mujer, que le trataron como a un hijo y le proporcionaron una educación caballeresca y cortesana. Allí vivió y sirvió de 1507 a 1517. También gozó. No era ningún muchachito piadoso. Cuando se trataba de seducir a una dama o desenfundar la espada en una riña de taberna o callejón, Ignacio no escatimada en pecados.
En 1517, murió su señor y protector e Ignacio pasó a servir como gentilhombre al duque de Nájera, virrey de Navarra. Nuestro protagonista ya era un hombretón de veintitantos que consideraba haber dejado atrás los años dados a las vanidades del mundo. Y es verdad que se mostró como caballero ingenioso y prudente, contribuyendo a la pacificación de algunas villas guipuzcoanas, entre ellas, Nájera misma, del lado comunero en la revuelta de 1521.
Ese año, en mayo, el ejército francés invadió Navarra y cercó Pamplona. En lugar de huir, Ignacio, al frente de un puñado de hombres, se encerró en el castillo, negándose a la capitulación y pertrechándose para la resistencia. El día después del domingo de Pentecostés, la bala aquella le dejó fuera de combate.
Ignacio fue trasladado de urgencia a su Loyola natal, donde pasó largos meses de convalecencia con los huesos de la pierna descabalagados, cuando no descompuestos. Se le sometió a dolorosos reajustes y carnicerías que soportó a puños cerrados. Llegó a estar al borde de la muerte. Pero esta habría de esperar. Dios tenía otros planes para él.
Fue durante su reposo que se aficionó a leer vidas de santos, él, que tanto había gozado con las novelas de caballerías. Sus sueños de gloria mundana ya no le satisfacían. Más bien dejaban en él un poso amargo y triste. Ya solo quería servir al Rey de Reyes, poniendo a su disposición todo su impulso de logro y todo su afán de heroísmo. Tan pronto se recuperase, peregrinaría a Tierra Santa, con la idea de permanecer allí, entregado a la oración y la penitencia.
En febrero de 1522, partió de Loyola camino a Barcelona, donde tenía planeado embarcar hacia Roma, donde solicitar la correspondiente licencia pontificia para la peregrinación. En el camino, hizo un alto de varios días en Montserrat y otro más prolongado de meses en Manresa. Allí, durante cerca de un año alternó las dulces consolaciones de la fe con las dudas, los escrúpulos, las tentaciones y las desesperanzas. Allí también alumbró una de las obras cumbre de la espiritualidad cristiana de todos los siglos: los Ejercicios espirituales. ¡Y era lego en Teología!
Finalmente, peregrinó a Tierra Santa. Pero no permaneció allí, como había sido su deseo, pues no se lo permitieron los franciscanos encargados de custodiar los santos lugares. Además, los meses en Manresa, había alumbrado el propósito de estudiar para ganar almas para Cristo. Y cuando el tipo se proponía algo…
Un Ignacio ya talludito —estaba en la treintena— y con aspecto de pordiosero de Dios fue estudiante en Alcalá, Salamanca y París. En todas esas plazas hubo de afrontar las más peregrinas acusaciones, de las que en último término, tras no pocas penalidades, siempre salía bien librado.
En la capital de Francia, obtuvo el grado de bachiller y se licenció y doctoró. También concitó a su alrededor a un grupo de jóvenes estudiantes de toda Europa, entre ellos un tal Francisco Javier. Se hacían llamar “amigos en el Señor” y su intención primera no fue la de una corporación religiosa de carácter estable. Pero sus planes no eran sus planes. Sus planes eran de Dios.
El día de San Juan de 1537 fueron ordenados sacerdotes, en Venecia. Su propósito era peregrinar a Tierra Santa. Pero la guerra con el turco en el Mediterráneo imposibilitaba el viaje. Así que entretuvieron la espera predicando el Evangelio por los caminos y las plazas del Véneto. ¿Y si les preguntaban por su nombre y profesión, qué responderían? Responderían que eran de la Compañía de Jesús.
Con la determinada determinación de que el Papa aprobase la orden, Ignacio se dirigió a Roma. Allí hubo de enfrentar viejas acusaciones y nuevas insidias, de las que salió airoso, nuevamente. El 27 de septiembre de 1540, el Papa aprobaba con carácter definitivo la Compañía de Jesús. Poco después, Ignacio era elegido general de la orden por unanimidad.
Desde Roma, y a lo largo de 15 años, Ignacio puso las bases de la Compañía y la extendió por todo el mundo, sin importarle que fuera mucha la mies y pocos los obreros, animado por su visión sobrenatural de las cosas. Para 1556 los jesuitas giraban en torno al millar, repartidos en 11 provincias: España (dividida en tres), Portugal, India, Italia, Sicilia, Brasil, Francia, Germania del Sur y Germania del Norte.
En tiempos de desolaciones luteranas, Ignacio prescribió no hacer mudanza, aconsejando para ello la ejemplaridad de vida, la predicación positiva de las verdades de la fe (antes que la discusión de puntos controvertidos), el trato personal con la grey y la educación de la juventud. Hombre de amplios horizontes, más allá de los confines de Europa, también puso su empeño en la posibilidad de comunión de los cristianos de Etiopía con Roma y apoyó de manera entusiasta la aventura de Francisco Javier de prenderle fuego al Oriente. Todo sin abandonar un instante la oración hasta el instante mismo de su muerte, el 31 de julio de 1556.
Ignacio de Loyola vivió como murió: a mayor gloria de Dios.