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Está reciente todavía su nombramiento como director del Instituto Cervantes en Londres. Pero no va la entrevista por los derroteros de cuáles serán sus planes al frente de la institución; más que nada por la seguridad de que ejercerá el cargo con eficacia y brillantez, dejando bien alto el pabellón español.

Anótese, eso sí, que en su designación para el puesto debió de influir su libro ‘Pompa y circunstancia’, un diccionario sentimental de la cultura inglesa, casi casi una enciclopedia, como acreditan sus más de 1.000 páginas; páginas que, asombrosamente, fueron escritas en los pocos ratos libres que le dejaron sus trabajos y sus días adscrito a la Presidencia del Gobierno y sus mil y una colaboraciones periodísticas. Una capacidad de trabajo tal hizo preguntarse a más de uno si el tipo no tendría el don de la bilocación ese, al tiempo que reducía al pobre Stajanov a la condición de liberado sindical detrás de una pancarta por las 35 horas semanales. Y es que, por si no andaba nuestro hombre cargado de tareas, recientemente fue y sorprendió al más selecto público y a la más exigente crítica con una larga y trabajada conversación con Valentí Puig, ‘La vista desde aquí’; de recomendada lectura, cómo no.

¿Ha dejado el mundo de ser un lugar conversable?

La conversación ha tenido sus momentos de luz. Lo vemos en la Grecia clásica. En el Gran Siglo francés. O en la Inglaterra del XVIII: ¡qué no hubiéramos dado por estar de tertulia con Burke y Johnson!

¿Y es necesario irse tan lejos, en la geografía y en la historia?

La importancia de la conversación la vemos también aquí, en Madrid, donde la sociabilidad intelectual, articulada, por ejemplo, en cafés -Madrid fue ciudad de cafés- o fundaciones ha sido clave para impulsar movimientos de mucho vigor. Como leí no sé en dónde, del café uno salía para irse al Parlamento o a la cárcel.

O sea, que esos movimientos de los que habla no eran solo de tipo intelectual.

No solo, no. Por volver a Inglaterra, encontramos los pubs, donde la conversación -y la bebida, como recordaba Orwell- fueron un estandarte de la libertad en tiempos de amenaza totalitaria. Pero al margen de esto, de la importancia digamos histórica y política, la conversación cumple también un papel importante en nuestras vidas.

¿En qué sentido?

En el de que lo que se sabe sentir se sabe decir, como nos recuerda Cervantes.

¿O sea?

Que la exigencia de una conversación de corazón a corazón nos lleva a conocer no solo al otro, sino a nosotros mismos también y, por tanto, al mundo que nos ha sido dado observar.

Un mundo que ahora, además, es virtual.

A nada que se esté en Twitter, en Facebook, en Instagram, en cualquier red, uno puede conversar con gente a la que ni siquiera conoce, formando vínculos de amistad, de admiración, de mutuo aprovechamiento. Por supuesto, también de odio directo, pero lo que odiamos nos define de modo muy elocuente.

¿Y son una y otra conversación la misma cosa?

No si crees que el placer necesita tiempo. El tiempo de la conversación larga, por ejemplo. O ese tiempo prolongado de las cartas. Todo eso tenía unos efectos muy beneficiosos para la interioridad, para eso que se llama “la historia íntima”, y es algo que hemos visto desaparecer de nuestras vidas.

Porque nosotros todavía hemos escrito -y recibido, se supone- cartas.

Ahora, sin embargo, poner un e-mail de cuatro líneas parece algo irrespetuoso con los demás, con su tiempo, por lo demandados que estamos todos en nuestra atención.

¿Será acaso porque -¡al fin!- cualquiera puede ser una celebridad?

Es verdad que, una vez en las redes sociales, lo queramos o no, todos adquirimos un perfil público.

¿Eso que conlleva?

Que por todo lo que digas se te pueden y se te deben pedir explicaciones; y lo mismo elogiarte o ir en tu contra. Lo vemos suceder todos los días. Es bueno aprender que en las redes uno no debe hacer lo que tampoco hace fuera de las redes.

Con los políticos, sin embargo, se da el proceso contrario: de personajes públicos pasan a ser un vecino de escalera más.

Ya en tiempos de la prensa escrita, los políticos estaban sometidos a un escrutinio. Pero es que ahora ese escrutinio es feroz. El problema de las redes es que, al apelar tan directamente a lo emocional, estimulan también esa parte de curiosidad más cercana a la prensa rosa que a la prensa seria. En todo caso, el cuchicheo es viejo como la misma prensa.

Eso no gustará a algunos; a muchos periodistas, sin ir más lejos.

Cuesta reconocerlo, pero históricamente el periodismo es hijo del chismorreo y la manipulación, del interés, más que de la voluntad de verdad.

Volvamos a la exposición de los políticos en las redes, exposición en la que no se da el necesario deslindamiento entre la persona y el líder.

Políticos como De Gaulle hoy no hubiesen durado ni dos telediarios.

Que no se imagina al general, vaya, poniendo emoticonos de esos con la lengua fuera y guiñando un ojo.

Ni siendo chistoso a cada rato, ni estando siempre de estupendo humor.

Eso es, precisamente, lo que se exige al político hoy.

Yo es que soy partidario de los primeros ministros discretos, a lo Salisbury, a lo Macmillan… Porque cuando se “es”, se puede mantener mucho más orgullo que vanidad. Siempre son mejores los que hacen que los que dicen.

Dígale eso a los populistas, pero antes defíname “populista”.

Todo aquel que apela a la visceralidad y a la fragmentación de la política en buenos y malos, en nosotros y ellos. Eso, más o menos, es un populista.

En el mundo parece no caber uno más.

Llevábamos tantos años pidiendo líderes que, cuando han llegado, nos hemos asustado.

¿Qué fue de aquellos políticos moderados? O se lo pregunto de otra manera: ¿hubo alguna vez políticos moderados?

Que a los moderados se les vea muy raramente no significa que no existan. Porque existir, existen. Algunos, incluso, ganan elecciones. Pero hay más.

¿Qué?

La España de hoy, la democrática, se explica porque es una mayoría, la mayoría moderada, la que, en última instancia, se muestra a favor de mantener los equilibrios de nuestro statu quo. Se ha visto en las últimas elecciones, donde los votantes decidieron no romper la baraja, mantener nuestro modelo de convivencia. Eso, qué quiere que le diga, demuestra un instinto y una conciencia general de moderación.

¿Qué conclusiones sacar?

Que puede hablarse, en cierto modo, de un discreto ‘chic’ del moderantismo.

¿Aplicable también al conservadurismo o, por coger más campo, al liberal-conservadurismo?

Aceptémoslo: las ideas liberal-conservadoras son difíciles de vender por sí mismas.

¿Por qué?

Porque es mucho más fácil y efectiva la inmediata apelación a la utopía que a la mejora gradual de una situación dada; más fácil y efectiva, sobre todo, cuando, por paradójico que suene, se vive en una sociedad liberal-conservadora. Lamentablemente, a veces, somos las acelgas y no el polo de fresa.

¿Qué quiere decir?

Que el liberal-conservador habla de la complejidad del mundo, y de cosas muy serias, nada halagadoras, más bien exigentes; cosas como responsabilidad, ahorro, familia, propiedad… Cosas que, en definitiva, explican un cierto déficit de rasgos -llamémosles así- sexies.

Sin embargo, son legión los que le ven el chiste a la cosa esa liberal-conservadora.

Se trata de aquellos que han aceptado las limitaciones del género humano y la idea de que el mundo no es un lugar armónico, sino controvertido, en constante conflicto.

Frente a ese mundo, ¿qué hacer?

Tratar de mantener lo bueno, mejorar lo que se pueda y conciliar voluntades muy distintas.

Suena poco ambicioso.

Somos miles de millones de seres humanos. Cada uno es diferente. Si queremos convivir en paz, el mínimo denominador común ha de ser por fuerza muy modesto -pero no por ello menos perseguido, claro.

¿Absténganse, pues, los apasionados?

El conservador quiere preservar las pasiones, por supuesto que sí, pero para la vida privada de cada cual, no para el Parlamento, que ha de ser un sitio donde se discutan -con ardor, eso sí- los puntos de la Ley de Pesca. Por otro lado…

Diga.

¿Le parece poca emoción el pasmo ante una realidad milagrosa?

¿Qué realidad?

Esta en que vivimos, la de ahora, la de los semáforos funcionando, las compañías de seguro arreglándote el intermitente que no funciona y las ambulancias yendo por ti si se te ha roto un tobillo. Por no hablar de las enormes posibilidades que va a traer la ciencia, sobre todo en el ámbito de la medicina, o de la revolución en el transporte, a la que vamos a asistir.

De acuerdo, pero cuéntele todo esto a uno de esos desahuciados hijos de la indignación.

La juventud es la época del ardor ideológico, entre otros ardores. En general, uno es más sensato como votante cuando más se aproxima a la edad de recibir la pensión y de que te preocupe que los hospitales funcionen bien. A los 21 años, digamos, eso no ocurre.

Lo que demostraría que son ciertos los estudios según los cuales las personas radicales son más felices.

Es verdad que el activismo, y no importa del tipo que sea, llena de sentido tu vida y, algo que también da mucho placer, te da la razón en todo. Por eso, todo activismo halaga, lo cual tiene un efecto pernicioso. Porque cuando no dudas de ti, ganas en seguridad, y el radical, cuanto más imposibles son sus ideas, más convencido suele estar de ellas.

Le pedía antes que definiera “populismo”. ¿Podría hacer lo propio con el conservadurismo? Más que nada para sacar un titular.

El conservadurismo es algo en continuo movimiento, nunca un corpus ideológico cerrado; es la manera más práctica de sustanciar nuestros instintos; es defender la plata de la casa, aunque para eso tengas que vender el Tintoretto; es la gestión del pecado original; es, en definitiva, hacer reformas sin hacerse ilusiones.

Ahora cuénteme una cosa: ¿qué aportes al discurso liberal-conservador español ha hecho desde su papel de ‘speechwriter’ de diversos políticos?

Mi aproximación al hecho del discurso es modesta.

¿Y eso?

Porque la experiencia nos hace desconfiar de algunos superdotados de la retórica.

¿Lejos de usted, por tanto, la funesta manía de engrosar los registros de la Historia, siquiera con una frase dicha por otro?

Admiro a quienes han pasado a la Historia por su discreción, es decir, a los que no han pasado a la Historia.

Mire que con respuestas así no se va a convertir nunca en uno de esos gurús del marketing político.

Me gusta más la dicción clásica que el marketing. Pero vamos, en todo lo que tiene que ver con la escritura es más fácil aprender que enseñar. En este mercado de la comunicación hay genios y sabios y luego personajes de novela picaresca.

Sí podría, en cambio, por capacidad y por experiencia, escribir una novela con trama política. A propósito, ¿por qué ya no se escriben historias así?

Por la misma razón por la que, en general, no se escriben novelas de calidad sobre grandes despachos de abogados o sobre consultoras: porque el problema de la literatura actual, sobre todo la de ficción, es la endogamia.

¿La endogamia?

Sí, se publican muchas novelas de escritores sobre escritores, que quizás interesen a los escritores, pero que a la gente corriente le dicen muy poco.

Luego…

A muchos de nuestros autores les falta experiencia, pero experiencia de lo real, de fichar a las nueve de la mañana en una oficina.

¿Quiere decir que han abdicado de la realidad?

Sí, y para instalarse en el resistencialismo de la escritura y en el creerse ungidos y elegidos por los dioses, actitud muy habitual cuando uno se ve diezmado.

Esa experiencia de lo real de la que habla, supongo, no se adquiere en los talleres de escritura creativa.

A un chico de 17 años que se apunte a un taller de esos, lo primero que tendrían que decirle -y no le dicen- es que la mayor parte de los escritores se estrella horriblemente.

¿Qué consejos le daría usted a ese chico?

Que lleve una vida normal y no vaya de maldito, como si el mundo le debiera algo por un talento que todavía no ha demostrado. Que trabaje y lo demuestre y huya del halago porque no hay nada que destruya más. Que escriba los fines de semana, vamos.

Los que, sin embargo, sí parecen tener talento, y talento para armar historias que interesan a la gente, son los guionistas de las series de televisión.

Es verdad que las series, además de ser un fenómeno sociológicamente interesante, muchas veces cumplen con esa función de contar de la que, como decíamos antes, parece haberse olvidado la literatura de ficción.

Dicho esto…

El problema que yo veo es un problema de hondura y de riqueza de matices.

¿Qué quiere decir?

Que todavía no he visto ninguna película ni ninguna serie que me haya llegado tan hondo como una gran novela, que me haya parecido tan milagrosa, que me haya parecido arte en igual medida. Creo que la imagen es, con perdón, menos profunda que la palabra.

Lo que no quita, digo yo, para que pueda disfrutar con una película o con una serie.

O con una cerveza fresca. Pero una cerveza no es lo mismo que un borgoña. Cuestión de profundidad, de matices. Hay tiempo para todo, claro. Sin embargo, el conocimiento aumenta nuestro cúmulo de placer, y a la vez nos hace más exigentes.

Entonces, ¿podemos atribuir la reconversión de los lectores de novelas en adictos a las series al ensimismamiento de los escritores y al buen oficio de los guionistas?

No solo. Leer, no nos engañemos, siempre ha sido un acto de la voluntad, un esfuerzo del espíritu, mientras que el cine, la televisión, las series, exigen menos. Por otra parte, hoy todo desincentiva la lectura en soledad.

 ¿Qué, por ejemplo?

La educación recibida, que es incompleta y, en buena parte, absurda, por mucho que hayas estudiado en un buen colegio. Es milagroso que en algunas gentes sobreviva la curiosidad intelectual: la pedagogía contemporánea trata de todo menos de transmitir conocimiento y amor al conocimiento.

Y eso, claro, no siempre fue así.

Evelyn Waugh solía decir que la educación que recibieron los de su generación parecía pensada para convertirlos a todos en escritores.

Absurda, decía antes; la educación.

En el momento en el que se abandona el latín por la pretecnología algo se rompe, irremediablemente, en el alma de la gente y en sus potencialidades. Al final, todo tiene que ver con el abandono de la pedagogía clásica.

Siempre les quedará, a las nuevas generaciones, el autodidactismo.

El autodidactismo, que es muy meritorio, es, sin embargo, negativo para el alma. Porque es bueno tener maestros, gente que te guíe y que te oriente, tanto por una cuestión de complicidad intelectual y de alejamiento de la soledad, como afectiva y de formación del propio criterio. La compañía intelectual es siempre un consuelo para el alma y una necesidad. Al haber maestros y discípulos, la sabiduría se adentraba en los ritmos de la vida de modo natural.

A falta de maestros, ¿a quién o a qué recurrir?

A la voracidad desatada del libro que te lleva a otro, y este, a su vez, a otro, y así sucesivamente. Los libros también son maestros. Es la conversación con los difuntos de Quevedo, ya que de conversar hablábamos.

¿Y qué resultados da esa voracidad libresca?

La lectura te da una familiaridad con las cosas buenas y excelsas. Y también forma el alma la propia disciplina o esfuerzo de leer y sacar sentido a las cosas. Es una especie de doma del espíritu.

¿Sería capaz de establecer una divisoria…

… Entre la gente que lee y la que no lee? Sí, y de manera rotunda. Lo que, por cierto, hace de la lectura algo todavía más gremial, con peor fama. Antes se leía menos, claro, pero había más respeto al libro, lo he visto con mis propios ojos. Y en ese respeto ya había un saber.

 ¿Y quién le pone la mala fama a los lectores?

Un gremio cada vez más frecuente en ciertas elites económicas y políticas: los que no solo no leen, sino que no ven ninguna necesidad de hacerlo. Los que lo consideran prescindible del todo, corral de frikis.

Tranquilo, que no le preguntaré qué es peor, si no leer o leer cosas malas.

Respecto a lo segundo, somos un receptáculo que asume todo lo que le echan. Si nos echan caviar, somos caviar. Pero si nos echan otra cosa, pues somos otra cosa. 

La entusiasta recomendación de las lecturas para usar y tirar, ¿no es, de alguna manera, una forma de relativismo?

Cuando ponemos en tela de juicio que es lo mismo saber que no saber, o que da igual ser bueno o ser malo; cuando, en definitiva, hay una cierta complacencia filistea contra aquello que parezca pretencioso solo porque es intelectual, entonces es que nada ha servido de nada.

¿Es esto de lo que habla aplicable al arte? O se lo pregunto de otro modo: ¿arte ya es todo lo que no es arte?

El solo hecho de preguntarse si algo es arte o no supone un cierto retroceso. Porque, ¿acaso alguien se formula esa duda cuando visita la Capilla Sixtina? El problema hoy es que toda voluntad de belleza se prejuzga o, directamente, se juzga como kitsch, cuando no como reaccionaria. La transgresión como norma de corrección y el feísmo como tendencia son, en el fondo, una complacencia nihilista. Y sin embargo…

Diga.

Todavía hay quien se esfuerza en honrar el noble y viejo oficio de pintar y empieza a notarse un cierto cansancio contra aquellos -cada vez menos- que determinan qué es arte según los precios de los cuadros que cuelgan en sus galerías. Hay quien compra un Picasso como si fuese un über-Louis Vuitton.

Le inquietará, supongo, cuando esas complacencias de las que habla (filistea en la lectura, nihilista en el arte) se cuecen en círculos supuestamente formadores de la opinión pública.

El periodismo, por ejemplo.

Y ahí, al periodismo, es adonde quería yo llegar. Debe de ser el único periodista que no ha formulado su particular teoría sobre la crisis del sector. Adelante.

El periodismo lleva muriendo -entre comillas- bastantes años.

O sea, que tiene una mala salud de hierro. Reconocerá, sin embargo, que ya no es lo que era.

Quienes alcanzamos todavía a conocer el antiguo régimen del periodismo, sabemos qué era aquella dulzura de vivir; demasiado dulce quizás. Cuando era niño, no había mejor oficio en el mundo; ahora, en cambio, uno tiene que ocultarlo con vergüenza.

¿Vergüenza de la propia profesión o de sus profesionales?

A mí hay cosas que nadie me tiene que contar, porque las he visto con mis propios ojos.

Por ejemplo.

Periodistas, incluido periodistas culturales, que no han leído dos o tres libros gordos en su vida; entonces así es muy difícil.

¿Dónde está la raíz del problema?

En las facultades. 

¿Las de Periodismo? ¿Tan malas son o qué?

No me refiero a si son buenas o malas, me refiero al hecho de que existan.

¿No deberían acaso?

No. Y con esto no niego la utilidad de los postgrados de especialización. Pero las facultades, tal como están planteadas hoy, son fábricas de mediocridad de donde no salen gentes cultas, con lo que la sal del oficio se pierde.

Habrá excepciones, ¿no?

Sigue habiendo talento y calidad, aquello por lo que los editores deberían ser valientes y apostar; quizás así el periodismo dejaría de ser un producto destinado al solo consumo y crítica entre los propios periodistas.

Y quizás también así se ensayarían formatos distintos a los de las tertulias.

Para orientarse en la actualidad no digo que no haya que ver La Sexta y ‘Al rojo vivo’, pero sin dejar que cojan polvo Burke y Tocqueville.

¿Para adentrarse en el futuro, qué propone? O se lo formulo de otra manera: ¿cómo ve el porvenir?

Quizá le sorprenda, pero con los valores de la democracia liberal cada vez más extendidos por el mundo. No soy pesimista.

Esa, la de los valores, es para usted, entiendo, la parte buena del asunto. ¿Y la mala?

La demografía, con una o dos generaciones, incluida la mía, laminadas.

¿Laminadas?

Laminadas, sí. Porque es la posteridad la que da un sentido completo de la existencia y nosotros nos hemos negado a reproducirnos, a mirar al futuro más allá de nuestras narices, con el resultado de unas vidas necesariamente más chiquititas y solitarias, más limitadas.

En Francia, sin embargo, son los hijos de los hijos del 68 los que parecen estar liderando la reacción a todo eso.

Es muy posible. No en vano, el proyectarnos en el futuro para que algo de nosotros quede está inscrito en nuestros corazones. Por eso la familia, la herencia, los vínculos de preocupación y afecto… La voluntad de durar es lo que hace civilización.

 ¿Razones, por tanto, para el optimismo?

Cómo no las va a haber, si sigue habiendo sitios donde se come estupendamente y cada día se abren otros.

La buena mesa, lo olvidaba, una cuestión en absoluto menor para usted.

Churchill decía que el gobierno del mundo estaba en los estómagos de la gente.

No me diga que también va a relacionar la cocina con la política.

Venderse por el mundo como un lugar donde se come bien es la mejor diplomacia para vender la imagen del país. Francia lleva tres siglos con eso. España debería hacer lo mismo.

¿Culinariamente, por cierto, como se define?

Tradicionalista curioso.

 ¿Y cómo vive alguien así la desaparición de las abuelas de la cocina?

Como lo que es: un drama de consecuencias irreversibles.

¿Por?

-Porque cocinar en las casas de modo habitual era lo que sustentaba las tradiciones culinarias y, por tanto, la memoria. Y no digo con esto que todos tengamos que sentir añoranza de un Château d’Yquem en la cena de Navidad, sino de cualquier plato casero cuyo solo recuerdo, en un momento dado, pueda servirnos como refugio.

Comida aquella, la de las abuelas, pensada para comer.

Pero también para festejar, y no pocas veces en tiempos de escasez, lo que obligaba al ingenio.

Ya podrían aprender ciertos restaurantes, ¿no?

Restaurantes donde se ha perdido ese punto de hedonismo grato de la buena mesa, por otro lado inhabitual, pues no nos lo podemos permitir todos los días; restaurantes con sillas de metacrilato, ruido, camareros que te llaman “chico” y en los que no te puedes encender un puro al terminar ni pedirte una copa porque tienen que levantar la mesa para dar otro servicio; restaurantes, en fin, en los que ni siquiera te recogen el mantel, entre otras cosas, porque no hay mantel.

¿Cuántas generaciones, por cierto, se precisan para que un país pase de Carpanta a ‘Masterchef’ sin que sufra una indigestión?

Hay ahora una mezcla de esnobismo y de cosa pequeñoburguesa, con los cocineros no solo como nuevos filósofos, sino como árbitros del gusto también y de la salud, pero una salud colindante cada vez más con la moral.

¿Y el resto? O sea, nosotros.

Con la obligación de ser todos una especie de gourmets.

O más grave aún que gourmets: cocinillas.

-De todo lo que hemos hablado en la entrevista, eso, lo de los cocinillas, es, sin duda, lo peor.