Skip to main content
Ignacio Peyró, pompa y circunstancia

Ignacio Peyró, en Londres. | Reportaje gráfico: RITA ÁLVAREZ TUDELA

Se equivoca. Se equivoca y lo sabe. Se equivoca Ignacio Peyró cuando dice que él es hijo de la UCD. Así se definió en la entrega de los premios de periodismo de la Fundación Institucional Española, en una ceremonia presidida por el Rey. Es verdad que Peyró nació en 1980, cuando el partido de Suárez mandaba en España. Por otro lado, cabe imaginar que al confesar su filiación biológica-política el premiado pretendía un reconocimiento al muy denostado régimen del 78 y también a una manera determinada de hacer las cosas en política: la manera moderantista.

¿Entonces, en qué se equivoca Peyró? En que uno es hijo de sus padres y de sus tiempos, mas estos no son aquellos en los que se nace ni siquiera en los que se vive, sino los primeros que se recuerdan, que en su caso son, mal que le pese (si es que le pesa), los del felipismo, cuya correlato pedagógico son los años de la EGB, mucho más que un plan de estudios para los que la cursamos. Así, la nostalgia por la vieja guardia del PSOE, aquellos gerifaltes de antaño a los que hoy no imaginamos tras una pancarta del Orgullo Gay pero sí aplicando en toda su dureza el 155, la nostalgia, decimos, le asalta a Peyró, al menos un par de veces, es verdad que fugazmente, en su último libro, ‘Comimos y bebimos’.   

Si los libros se vendieran con una de esas etiquetas informativas nutricionales que acompañan a los productos de supermercado, el de Peyró haría huir a los veganos, a los hipsters y, por supuestísimo, a los ‘runners’. Nada que lamentar, por otro lado. Otro colectivo de damnificiados -el cuarto y último- sería el de los cocinillas. Qué decepción la suya al abrir el libro y no encontrar en sus páginas un desplegable de Samantha Vallejo-Nágera o al Alberto Chicote ese ni las 100 mejores recomendaciones de Trip Advisor. Comimos y bebimos son notas de cocina y también de vida. O sea, que para disfrutar con su lectura no hace falta entender de vinos ni siquiera apetito, únicamente acreditar un mínimo de curiosidad por la vida, la cosa esa tan manida de la vida.

Anversos y reversos de papeles dispersos

Además, de Peyró puede decirse lo que de muy pocos escritores, da igual si vivos o muertos: que escriba de lo que escriba -mociones de censura, vueltas ciclistas, cierres de la bolsa en Wall Street, incluso la crónica televisiva de la carta de ajuste- va a resultar interesante. En este sentido, y paralelamente a su irresistible ascensión a los parnasos y las academias, haría bien alguno de sus devotos lectores en ir recopilando todo lo que ha escrito desde que muy jovencito le dio por emborronar «los anversos y los reversos de los papeles sueltos y dispersos».

No nos referimos solo a su obra ya publicada. Como Comimos y bebimos, más arriba reseñada, si bien muy por encima. O como ‘Pompa y circunstancia’, diccionario sentimental de la cultura inglesa, con el que Peyró le devolvió cortésmente la visita a tantísimo hispanista interesado durante siglos por las cosas de España. O como ‘La vista desde aquí’, larga conversación de horas -quizás de años- con Valentí Puig, escritor de libros, de periódicos, de poemarios, de discursos, de dietarios, posiblemente el autor contemporáneo en el que más se haya mirado Ignacio.

Nos referimos también a su producción periodística, inaugurada con una temprana entrevista a Santiago Carrillo. Resulta que el viejo comunista vivía cerca de su cole, y a su puerta llamó una tarde un enano uniformado para dar cumplido trámite a una actividad extraescolar. Queda para la historia menuda del periodismo español si la osadía del pequeño Peyró se agotó allí o fue más allá, preguntando a Carrillo por Paracuellos del Jarama. De lo único que estamos seguros es de que a la hora de ejercer el voto de manera retrospectiva, Peyró optó por la UCD, como queda relatado, y no por el PCE. ¡Uf!

Cosas que pasaban

El caso es que a aquella pieza siguieron otras, sin que sus lectores hubiéramos de aguardar demasiado tiempo. Con veintipocos Ignacio firmaba una sábana dominical en uno de los primeros digitales de la prensa española. De no tener Alfonso Ussía registrado desde sus comienzos de columnista el cintillo Cosas que pasan, bien podría haberlo usado Peyró. Porque eran eso, cosas que pasaban, que le pasaban, crónicas de la cotidianeidad. Aunque no solo.

A veces se atrevía con una biografía urgente de Julio Iglesias -¡hey!- o una breve historia del Real Madrid u otra del diario ‘ABC’. De esa época, si nos tocara enmarcar un artículo, uno solo, solo uno, enmarcaríamos el que escribió sobre el VIPS de O’Donnell, cerrado un tiempo por reformas. Era leerlo y formársete en la boca y en la memoria un sabor como de tortitas con nata y batido de fresa. Ahí encontramos la primera pista de una constante en la carrera de Peyró: la del melancólico letrista de locales que echaban el cierre para no volverlo a abrir. Léase Currito en la Casa de Campo, léase Príncipe de Viana, léase el Embassy de Castellana con Ayala, «la tertulia más señora de Madrid».

Cuando cerró Embassy, Peyró no se encadenó a sus puertas (no fueran a confundirle con un airado tripulante del Rainbow Warrior, ya lo que nos faltaba), pero sí convocó, teletipo de EFE y Europa Press mediante, a un último cocktail. Era su manera educada de decirle adiós a un mundo mejor que se nos va, irremediablemente. Ahora bien, como a los nuevos bárbaros se les ocurra tocar el luminoso del Hotel Tirol, en Marqués de Urquijo, que no esperen tanta cortesía por parte de nuestro héroe. Ahí el tío sería capaz de todas las violencias. Pero andábamos con el Peyró periodista, al que solo falta que le den el Cavia y, frustrado cronista de sucesos como es, dar con el paradero del niño pintor de Málaga.

Y todo, antes de cumplir los 40

Vaya por delante que no todo han sido terceras de ABC, tribunas en ‘El Mundo’, ‘El País’ o ‘La Vanguardia’, reportajes en Esquire, reseñas en la revista de la British Spanish Society o conferencias en la Fundación March. Hubo un tiempo -tampoco tan lejano- en que Peyró pululaba los pasillos y despachos del poder, o por sus restaurantes, siempre a la caza de una exclusiva o scoop, que luego salía sin firma. Si en lugar del periodismo, le hubiese dado por el espionaje, qué buen agente secreto habría sido. Y aunque como partidario que es del orden permanente de las cosas nos lo imaginemos lo más lejos posible de cualquier conflicto, ataviado con su cardigan de escribir, lo cierto es que como reportero ha protagonizado alguna que otra aventura en escenarios tales como el Malabo de Obiang o La Habana de los Castro.

Párrafo aparte merece su paso por la política, no precisamente como cabeza de cartel alguno, sino como escritor de discursos de todo un señorón presidente del Gobierno. Lo reseñable no es el nombre del político, sino que Peyró sea con toda probabilidad el único speechwriter del mundo libre que en los últimos 15 o 20 últimos años ha llegado al oficio sin ver un solo episodio de El ala oeste de la Casa Blanca y habiéndose leído y anotado, en cambio, los diarios de Samuel Pepys. De Presidencia del Gobierno pasaría a dirigir por una elemental cuestión de mérito, talento y capacidad el Instituto Cervantes en Londres. Allí sigue, ampliando su ya de por sí extensa red de contactos y, más importante aún, manteniendo el pabellón español bien alto (sí, ya sabemos que suena a tópico, pero los tópicos, por el mero hecho de serlo, no son necesariamente falsos).

Todo lo que aquí se cuenta, más algunas cosas que no, lo ha conseguido Peyró antes de cumplir los 40. Y, sin embargo, nada parece resultarle suficiente. De seguir así, el afán de logro lo va a consumir. O, lo que es peor, lo va a echar a perder. Aunque si eso pasa, si se pierde, ya sabemos donde ir a buscarlo: a Cuenllas.