Un tuitero me lanzó el siguiente reto: «Hola, @EGMaiquez. Tengo una pregunta desde hace varios días en la cabeza, y creo que me podrás ayudar a responderla: ¿Crees que una inteligencia artificial podría escribir poesía? A nivel técnico, seguro. Pero… ¿lo considerarías poesía? ¡Gracias!». Con mi pésima gestión del tiempo, qué bien me habría venido la inteligencia artificial para contestar a esta considerada pregunta, y todavía mejor para escribir algunos poemas al año que calmen mi mala conciencia de poeta ayer, hoy triste y pobre columnista trasnochado, que tiene en onzas de cobre el oro de ayer cambiado.
Como la inteligencia artificial podía caer en una comprensible autodefensa, no le he pedido que me escriba este artículo. Por eso ha pasado el tiempo. Pero no me convenía olvidarme de la cuestión. Su respuesta es fundamental para la poesía, sus escritores y sus lectores, y también para la resistencia social. O sea, que me incumbe triplemente.
¿Una inteligencia artificial podría escribir poesía? No.
¿Ya está? Tampoco.
Dos mitades
La inteligencia artificial no puede hacer poesía, pero nosotros podríamos leérsela. Quiero decir, que su producto podría confundirse con la poesía y despertar en el lector —no necesariamente inexperto— una emoción netamente poética. Sería una situación similar a la de quien confunde una fotografía desenfocada con un óleo luminoso. Paul Valéry avisa de que la mitad de un poema tiene que hacerlo el lector. Esa segunda mitad sería auténtica, basada tal vez en una perfección técnica que sí puede conseguirse hoy por hoy, y mañana, multiplicada. Aunque sería una emoción fugaz e incompleta.
Sobre la primera mitad, en Le gant de Crin explicó Pierre Reverdy: «La valeur d’une ouvre est en raison du contact pognant du poète avec sa destinée», esto es, «El valor de una obra se debe al contacto conmovedor del poeta con su destino». Quizá sea honesto reconocer que le he pedido la traducción a un motor de inteligencia artificial; pero lo importante aquí es la idea: sin un destino humano, la emoción no será estrictamente poética.
Nuestro Julio Martínez Mesanza lo remacha sin necesidad de traductor ni de glosa: «Una característica común a buena parte de la verdadera poesía es la de transparentar un destino, la de hacernos participar como lectores en el destino de un hombre y, a través de él, en el destino de todos los hombres. Entiendo aquí destino no como fatum, sino como un conjunto de tensiones biográficas que al ser sentidas, reconocidas y expresadas de manera coherente por el poeta otorgan a la obra una dimensión dramática. En esa dimensión dramática, que no es caprichosa ni artificial, podemos reconocernos».
Por eso, profético, Juan Ramón Jiménez, clama en el poema «Intelijencia» de Eternidades: «¡Intelijencia, dame/ el nombre exacto, y tuyo,/ y suyo, y mío, de las cosas!». La inteligencia artificial podrá dar el nombre exacto y suyo material de las cosas, pero jamás el nombre exacto del poeta ni tampoco el de sí misma. Esto es importante: la inteligencia artificial usufructuará las palabras, pero no tendrá el título de propiedad que sólo puede inscribirse en el alma. ¿La prueba? Lo mismo usará unas que otras. Jamás tendrá voz propia. De hecho, su virtualidad es escribir cualquier cosa e imitar a cualquiera.
Casos prácticos
A efectos pedagógicos, me servirán muy bien los modelos de los escritores de haikus, que parecen poemas, por un lado, muy independientes de la biografía del haijin y, por otro, fácilmente imitables por una inteligencia artificial. Ni lo uno ni, en consecuencia, lo otro.
Que muchos de los mejores haikus (véase Matsuo Bashō) nos hayan llegado insertos en el género del haibun, que son cuadernos de viaje en prosa o en diarios, debería convencernos de que ese contexto era esencial para ponernos en relación con el destino del poeta. Sin conocer la pobreza extrema de Issa y la pérdida temprana de su madre, el maltrato de su madrastra y los problemas de propiedad con sus hermanastros, no pueden estremecernos del todo estos haikus:
Déjala, déjala,
deja en paz a la pulga,
que tiene hijos.
*
Se acerca a mí
a jugar el gorrión
¡No tiene padres!
*
No quiero verla
ni pensar más en ella
pero es mi casa.
En la misma línea, el adagio de E. H. Gombrich: «En arte no hay progresos sino propósitos». Destinos y propósitos son instancias íntimamente relacionadas e indiscutiblemente humanas.
La poesía anónima
¿Qué pasa, sin embargo, con el poema anónimo o popular?, podría preguntar el inquisitivo y amable lector. Ya habíamos admitido que la pura belleza formal de un poema (hecho o no con inteligencia artificial) nos puede admirar y merecer nuestra atención y hasta nuestro estudio. Pero ese no es el caso del poema anónimo o popular. Este se escribe con un destino, más general, menos biográfico-anecdótico, pero humano de fondo.
El soneto anónimo «No me mueve, mi Dios, para quererte» se escribe sobre el telón de fondo de la espiritualidad del Siglo de Oro, además de la belleza añadida de que su anonimato se convierte en una preciosa realización del absoluto desinterés personal que cuenta. Las coplas flamencas populares reflejan un destino común: «madre, pena, suerte, pena, madre, muerte, ojos negros, negros, y negra la suerte…». Un destino común, pero un sufrimiento personal que lo comparte.
La seriedad final
Otro elemento esencial de lo auténtico es el error. Sin embargo, en la inteligencia artificial, cuando lo hay, es un fallo fastidioso, mientras que en un poema humano puede ser tan expresivo que se convierta en lo mejor del poema, o en un valor estético más o, al menos, en un testimonio de ese destino transparentado. Véase este dístico: «Mi casa es estupenda:/ más alegre que una fiesta». No vale mucho. Avergonzaría a cualquier inteligencia artificial. Pero, como lo escribió mi hijo Enrique con 10 años, hay que andarse con mucho ojo. Emoción paternal aparte, está el alegre manifiesto heteropatriarcal del niño y la voluntad de incluirse en una tradición literaria, porque su padre también ha cantado mucho el ámbito doméstico como lugar de la felicidad más perfecta.
De broma a broma: robots de limpieza, riegos automáticos, lavadoras y lavavajillas cumplen su función, pero nunca sustituirán al impagable Jeeves de P. G. Wodehouse. Y así, llegamos hasta la seriedad final. Decía Helena Hanff, despotricando de la literatura de ficción con palabras que encajan aún mejor contra la literatura de la inteligencia artificial: «¿Por qué habrían de interesarme cosas que no les han pasado a personajes que nunca han existido?».
Parece una opinión subjetiva y arbitraria, pero Ernst Jünger nos explica su importancia: «En un momento en que el técnico dirige el Estado y lo modela según su idea, no solamente están amenazadas de supresión las digresiones artísticas y metafísicas, sino también la simple alegría de vivir. Ya ha quedado sobrepasado el tiempo en que resonaba el grito «la propiedad es un robo». Ahora se considera como un lujo ese carácter propio del individuo que Heráclito llamaba el demonio del hombre. Nuestra lucha por defenderlo y nuestra voluntad de conservarlo es uno de los temas más grandes y más trágicos de nuestro tiempo».
Estas amenazas contra la personalidad y el alma humana ya llevan dos siglos creciendo exponencialmente. Que la inteligencia artificial, como quien no quiere la cosa, dé una nueva vuelta de tuerca sobre una de sus últimas resistencias eficaces contribuye a hacer aún más necesaria la poesía auténtica. Cada vez menos un adorno cultural. Cada vez más épica, la lírica.