Como no había oído hablar del Oratorio de Londres antes, fue la belleza del edificio la que me invitó entrar por primera vez. Cerca de Harrods, la iglesia imponente llama inevitablemente la atención. Ya dentro, las columnas, estatuas y bóvedas neobarrocas, el órgano, las linternas (crean un hermoso juego de luces) y el sagrario en la nave central custodiado por una menorá a cada lado tampoco pasan desapercibidos.
Una misa bien cuidada
Sorprende el cuidado que ponen en la misa. Las vestiduras son de notable calidad, como todos los ornamentos. El celebrante actúa con pausa y seriedad, sin menospreciar ningún gesto del misal, sin pretender amenizar al público. No hay movimientos caóticos —no hay gente que sube a leer ni lleva las especies, ni nadie que dirija los cantos desde el atril. El sermón se distancia de cualquier discurso mrwonderfuliano de los que suelen oírse últimamente. Es ad orientem: el sacerdote y el pueblo no dialogan, sino que ofrecen juntos sus oraciones y el sacrificio de Cristo a Dios Padre. Hay comulgatorios, no hay ministros eucarísticos, un monaguillo acompaña a los sacerdotes con una patena. El orden y la armonía favorecen que disminuyan las distracciones: la atención se centra en el sacramento.
Si la conviertes en tu parroquia, pronto te das cuenta de que la profesionalidad del clero es intachable. Siguiendo las enseñanzas de san Felipe Neri —fundador de la congregación oratoriana—, destacan por su celo apostólico (homilías doctrinantes, clases de catecismo y de sagradas escrituras, charlas formativas, etc.), el buen humor, el amor a la Virgen, la humildad como virtud dominante y una plena dedicación a los sacramentos y a la promoción de la belleza en la liturgia y en la música sacra.
Un domingo fui, porque me encajaba ese día el horario, a misa de nueve. Era en latín —no me sorprendió: la de la tarde de diario también lo es. Esta vez nadie fuera del acólito respondía. El confiteor era un poco diferente. Había más ratos arrodillados que de costumbre y se persignaba en varias ocasiones. Se inclinaban al mencionar la Trinidad. Algo confundida, le pregunté más tarde a uno de los sacerdotes por qué se había celebrado así, si era una peculiaridad del cura en cuestión. Me explicó que se trataba de una misa tridentina, la que se había celebrado durante tantos siglos hasta el segundo concilio vaticano. Me resumió —y yo lo comprobaría a partir de entonces acudiendo en varias otras ocasiones— que el foco no está en el aire de celebración comunitaria, sino en el sacrificio de la Cruz, que el clima de recogimiento provocado por el silencio, acompasado a veces por el canto gregoriano solemne, recalca el misterio y empuja a la adoración. Misterio que parecen abstraer también los niños pequeños que acuden con sus familias: se suelen portar sorprendentemente bien.
El Concilio Vaticano II: aportaciones y ambigüedades
Al leer los documentos del Concilio, asombra cómo se ha convertido en norma aquello que se sugiere como aceptable: el uso de lengua vernácula en algunos momentos, la comunión de pie, con la mano y bajo las dos especies, ministros eucarísticos, la introducción de otros instrumentos además del órgano, el celebrante mirando a la congregación…
El novus ordo celebrado con devoción y siguiendo todas las normas litúrgicas es, no hay duda, lícito y de acuerdo con la magnificencia del sacramento. El problema, tal vez, es que difuminar las reglas ha conllevado la extensión de abusos y a toparse a menudo con misas que parecen más un grupo de meditación-yoga que una celebración católica.
Se cumplen cincuenta y ocho años del Concilio Vaticano II. Concilio que aportó valiosos apuntes, concilio también lleno de ambigüedades que han dado pie a malos usos; parece que la intención de acercar la Iglesia al pueblo se ha traducido en hacer una iglesia más mundana. Resuenan, todavía actuales, las palabras de Pablo VI en 1972: «Se creía que, después del Concilio, el sol habría brillado sobre la historia de la Iglesia. Pero en lugar del sol, han aparecido las nubes, la tempestad, las tinieblas, la incertidumbre. Predicamos el ecumenismo y nos distanciamos cada vez más de los otros. Buscamos cavar abismos en vez de colmarlos». (Homilía del 29 de junio de 1972).
Pendiente de que se publiquen las conclusiones del cuestionario enviado por el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe a todas las conferencias episcopales acerca de la celebración del rito extraordinario y confirmen si es generalizado o no, observo que cada vez hay más misas tradicionales y que cada vez están más llenas. En los vaivenes de la historia, quizá nos toque disfrutar de la reacción al catolicismo sentimentalista y a la liturgia de andar por casa. Y, quién sabe, veamos incluso cómo se marchan de las iglesias los vaqueros, las guitarras y la música pop.