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Hacia el verano del año 1891, en la Plaza del Rey de Madrid, se colocó una escultura dedicada al Teniente de Infantería don Jacinto Ruiz. Su autor fue el gran escultor Mariano Benlliure; pero el recuerdo a este militar no fue solamente en piedra y metal, aquel mismo año se redactaron textos sobre su vida, se ensalzó su figura, se estudió su hoja de servicios y se destacó su participación en el famoso episodio del 2 de mayo de 1808, en el cuartel de Monteleón de Madrid.

Eran tiempos en que importaba la memoria, importaban nuestros héroes, empezando por aquellos que lucharon al lado de los famosos Daoiz y Velarde, esos que eligieron las penurias de enfrentarse al francés y, tal y como dijo Virgilio en la Eneida: “opta ardua pennis astra sequi” (eligieron las penurias los que decidieron seguir a las estrellas).

Estatua del teniente Jacinto Ruiz y Mendoza en la Plaza del Rey de Madrid. Fotografía: Alta Falisa

Hoy, Ruiz, es un hombre casi desconocido. Vivimos otros tiempos, unos en los que gran parte de nuestra Historia está pasando al ostracismo, ni siquiera se estudia en las aulas. Gestas, pensadores, héroes y exploradores están siendo víctimas de “La Nada”, ese elemento misterioso que en “La Historia interminable” de Michael Ende iba borrando y arrasando todo lo que existía en el imaginario popular.

De ahí la importancia de citar a estos personajes, y más si han muerto por los ideales de nuestra Patria, plantando cara al ejército más poderoso de su tiempo, sabiendo que iban a morir, pero no de forma inútil, pues con su sangre encenderían la mecha de la liberación de España de unas fuerzas, las de Napoleón, que dedicaron más tiempo al saqueo y destrucción de nuestro patrimonio que al control del propio país.

Pero vamos a hablar de Don Jacinto Ruiz, el teniente Ruiz, uno de esos hombres que decidieron seguir a “las estrellas”, sumarse a Daoiz y Velarde en el alzamiento del cuartel de Monteleón en Madrid.

De Ceuta a Madrid

Jacinto Ruiz era hijo de un subteniente de artillería afincado en Ceuta, ciudad en la que nació y se educó hasta que, en agosto de 1795, al cumplir 18 años ingresó como cadete en el regimiento fijo de la ciudad hispanoafricana, iniciando su carrera militar.

En 1801 alcanza el empleo de subteniente del regimiento de Voluntarios de Estado pasando destinado a Madrid. Este regimiento, de poca antigüedad, estaba formado por tres batallones y tenía su cuartel en la calle de San Bernardo, muy cerca del famoso parque de artillería. Aquí alcanza el empleo de teniente, el 12 de marzo de 1807.

Ruiz era alto, delgado de faz morena y ojos expresivos”, así lo describieron sus compañeros del regimiento madrileño, además de coincidir todos en que era un soñador de mente exaltada”. Es posible que sirviera en comisión de servicio en el regimiento de Reales Guardias Walonas, algo que no señala su hoja de servicios, pero sí consta en otra documentación. No obstante, no eran tiempos de guerra y, de haber sido movilizado, pudo haberlo hecho en la frustrada intentona de Godoy para recuperar Gibraltar en 1804. No se conocen hechos destacados en su biografía militar, enfatizando únicamente su valerosa participación en los sucesos del 2 de mayo.

El 2 de mayo de 1808

Es bien sabido que aquel 2 de mayo, una muchedumbre se había concentrado ante el Palacio Real de Oriente presenciando el “secuestro” del infante Francisco de Paula, que iba a ser trasladado a Francia. Las tropas de Joachim Murat, que habían ocupado Madrid pocos días atrás, no fueron bien recibidas y la tensión generada terminó por estallar.

El 2 de mayo fueron los propios ciudadanos los que atacaron a las patrullas francesas, las cuales, no dudaron en disparar, incluso con artillería, contra el pueblo de Madrid. Ya no había marcha atrás, la sangre había comenzado a derramarse.

El capitán de artillería Pedro Velarde, desobedeciendo órdenes superiores, decidió organizar por su cuenta una resistencia militar en apoyo a los rebeldes civiles. Para eso necesitaba sumar apoyos. Su intención era hacerse con el armamento y la munición del Parque de Artillería de Monteleón, controlado por una reducida fuerza francesa.

El propio Velarde, al llegar al cercano cuartel de los Voluntarios, y tras reunirse con su coronel jefe, el marqués de Palacio, pudo salir del mismo a la cabeza de la tercera compañía del segundo batallón, unos 40 hombres, a las órdenes del capitán Rafael de Goicoechea, siendo uno de sus subalternos el teniente Ruiz.

Mientras llegaban al Parque, el teniente de artillería Rafael de Arango ya se había encargado de desarmar a las secciones francesas, abierto los pañoles y repartido las pocas armas existentes entre las tropas y los ciudadanos que se acercaban al Parque. Como las armas eran escasas, se utilizaron las bayonetas de los mosquetones como armas insertándose estas en palos y cañas (algunas se conservan todavía en muchos de nuestros museos).

Monteleón estaba bajo control de los rebeldes españoles, pero los batallones franceses no tardaron en responder, y pronto se fueron acercando por las calles colindantes para reducir este conato de insurrección.

Según la mayoría de las crónicas, el capitán Daoiz era quién ostentaba el mando y quién organizó el plan de defensa del Parque. Los oficiales presentes, Ruiz entre ellos, juraron fidelidad a Fernando VII y, tras una breve reunión, prometieron seguir hasta el final las órdenes de los capitanes de artillería.

Nuestro soldado africano recibió la orden de defender, junto a trece de sus hombres, las tres piezas de artillería, el principal elemento bélico que tenía el Parque; era un lugar de vital importancia, de responsabilidad y, por supuesto, de gran riesgo. Una vez ocupados los puestos, sacó su espada y mirando a sus hombres, juró morir junto a ellos por la libertad de la Patria; y no es exageración, pues así consta en las “hojas del 2 de mayo” una serie de documentos donde se recogieron los testimonios del dramático evento.

Tres disparos de cañón

Durante varios minutos reinó un silencio total en el cuartel. Tan sólo se escuchaban los pasos del batallón francés de Westfalia. Cada vez más cerca.

El silencio se rompió cuando los gastadores franceses entraron al patio. El capitán Daoiz ordeno fuego y tres disparos de cañón, uno por batería, los destrozaron, llevándose la vida de decenas de soldados franceses que asomaban por la mítica puerta en una formación cerrada.

Tras los cañonazos, el capitán Velarde ordenaba fuego de fusilería rematando lo que quedaba del descuidado batallón napoleónico.

Se sacaron los tres cañones fuera del parque, situándose en la entrada de las calles adyacentes. Una mirando a Fuencarral, otra por la Ancha de San Bernardo y otra hacia San Pedro. Poco a poco, por todas esas vías, llegaban las tropas de Murat. Fuego de fusilería, artillería, espadazos y bayonetas… sangre a borbotones, civiles y militares luchaban codo con codo, hombres, mujeres y familias enteras combatieron al francés aquel día, en lo que hoy es el corazón del barrio de Malasaña.

Ruiz tiene la mala suerte de ser uno de los primeros oficiales heridos, recibiendo un balazo en el brazo que venda con su pañuelo para contener la hemorragia. Pero a los pocos minutos recibe una segunda bala por la espalda que le atravesó el pecho, dejándolo fulminado en el suelo junto a cinco artilleros y un cabo de su sección; habían recibido una descarga completa de las líneas francesas que trataban de neutralizar la artillería. Y, para desgracia de Ruiz, lo habían logrado.

Fotografía: Alta Falisa

Pero el ceutí no murió aquí, no. Desmayado, pudo ser trasladado hacia el interior del cuartel donde se había improvisado un hospital en los alojamientos de los oficiales. Él no pudo participar en el resto del desigual episodio, que todos sabemos cómo terminó. Los españoles vendieron muy cara su derrota aquel día, eso sí. Algunos sobrevivieron y pudieron escapar, otros fueron capturados para ser fusilados al día siguiente, el 3 de mayo; los heridos fueron respetados… pero por poco tiempo.

La fuga a Extremadura

Cuando los franceses tomaron de nuevo el Parque de Artillería, un médico pudo entrar en el improvisado hospital y, revisando a los heridos, realizó una cura al teniente. Desde allí se decretó que se le llevase de inmediato a su casa, pues había órdenes de desalojar por completo Monteleón.

Moribundo, pudo ser atendido por el doctor Rives, del colegio de San Carlos, pero se corrió la voz de que los heridos, una vez recuperados, serían pasados por las armas por insurrección, al igual que sus compañeros capturados. Es entonces cuando se decide sacarlo, a él y a otros, de Madrid a toda prisa hacia Extremadura, donde ya se había corrido la voz del levantamiento y se comenzaban a preparar grupos de resistencia.

Ruiz no estaba en condiciones de viajar, es muy seguro que sus heridas se agravasen en el trayecto desde Madrid. Se sabe con certeza que todavía tenía fiebres cuando salió de la ciudad el 30 de mayo de 1808.

A los pocos días fue recibido en Badajoz entre vítores y grandes ovaciones. El Teniente Coronel del Regimiento de la ciudad, Juan Cebollino, quiso prestarle las mejores atenciones, por eso fue trasladado a la ciudad de Trujillo; pero la herida de su espalda no mejoraba y sufrió graves dolores durante cerca 11 meses.

Así, el 13 de marzo de 1809, fallecía el héroe africano del 2 de mayo, siendo sepultado el 14 en la parroquia de San Martín de la insigne ciudad extremeña, dentro de la iglesia que preside la Plaza de la ciudad que fue cuna de Francisco Pizarro.

Cuando se inauguró el monumento a Ruiz se leyó un texto del que hemos extraído el siguiente fragmento:

El nombre inmortal del Teniente D. Jacinto Ruiz y Mendoza figurará siempre en el cuadro de Oficiales de la primera compañía del primer batallón del regimiento Infantería del Rey número uno, donde pasará revista y al ser llamado (..) responderá el Jefe del batallón:

Presente, y muerto gloriosamente por la libertad de la patria a consecuencia de las heridas que recibió en Madrid el Dos de Mayo de mil ochocientos ocho.

 

Foto de portada: Ricardo Ricote Rodríguez