Hay dos clases de hombres, como hay dos clases de escritores: los que van a la guerra de Vietnam, vuelven y lo cuentan como si hubieran ido al estanco; y los que van al estanco, vuelven y lo cuentan como si hubieran ido a la guerra de Vietnam. Javier Aznar es de los segundos.
Y con esto no insinúo que sea un valentón incontinente de soneto con estrambote. Con esto lo que digo es que el tipo tiene un arte especial para contar historias, las más de las veces sin necesidad de salirse de sus zapatos. Lo que no significa que, de haber sido destacado en Vietnam como corresponsal, no hubiese sido capaz de unas muy espléndidas y descacharrantes crónicas, escritas desde la barra del bar del mejor hotel de Saigón, eso seguro, y con el mismo Javier y su despiste como protagonistas en mitad de todos los bombardeos. Pero antes de seguir folio abajo, conviene poner al lector en antecedentes.
Un triunfador en la feria
Javier Aznar (Santander, 1985) es el autor de ‘¿Dónde vamos a bailar esta noche?’, editado por Círculo de Tiza, y uno de los títulos revelación de la temporada, como se encargaron de acreditar los lectores y lectoras que acudieron en masa o casi hasta la pasada feria del libro de Madrid para que su ídolo les firmara un ejemplar; lectores y lectoras a los que solo faltó sacar a hombros a nuestro triunfador hasta su casa por una de las puertas del Retiro. Se trata, el libro, de una recopilación de textos cortos, escritos todos con una mezcla a partes iguales de humor y melancolía, frívolos solo en apariencia, con más de dos -y de tres- cargas de profundidad, crónicas muy de su tiempo (del tiempo de Javier), con multitud de escenarios y situaciones, y, como se ha avisado ya, con un protagonista indiscutible: el propio autor.
Chicas de Ipanema
Hablaba antes de lectores y lectoras, y quizás a alguien le pudo sonar al “jóvenes y jóvenas” de Carmen Romero o, más horripilante todavía, al “vascos y vascas” del humanoide aquel, Ibarretxe. Pero no. En este caso, el desglose de los “los” y las “las” está justificado, por más que sea en detrimento del género neutro, del pobre género neutro, víctima número uno del lobby LGBTI ese. Pero es que Aznar -Javier- tiene lectores y tiene lectoras, y estas andan todas locas por él, enamoradas como las tiene a golpe de tecla, como Vinicius de Moraes a las chicas de Ipanema con las letras de sus canciones.
Ha nacido una estrella
Así, son multitud las niñas monas que tienen como estado de ‘wasap’ una frase de Javier, y sin necesidad de atribución de fuente, pues todas saben quién es el autor. Eso, y no que te reseñen en Babelia, es alcanzar la gloria literaria. Con lo que el libro no supone el debut de un escritor ni cosa por el estilo. Supone, más bien, el nacimiento de una estrella. De hecho, muchos de los textos recopilados –La chica que lloraba ginebra, por ejemplo- son más la canción de un ‘crooner’ que la narración de un escritor o la pieza de un periodista.
¿Sigue editándose la revista Super-Pop?
Un éxito como este fue el que debió de conocer en su día don Ramón de Campoamor y Campoosorio, con la diferencia de que nuestro Javier Aznar está todavía en la alegría de la juventud, de su juventud, a muchos años luz de lamentar con el poeta de Navia aquello de “las hijas de las madres que amé tanto/ me besan ya como se besa a un santo”. Ahora bien, que nadie piense que estamos ante un escritor apto solo para quinceañeras, con una prometedora carrera como editorialista de la revista Super-Pop, si es que todavía sigue editándose la revista Super-Pop. Pero adonde quería yo llegar es a que Aznar conecta también -y tan bien- con un público masculino y joven; en concreto, con unos lectores que ven en él, o creen ver en él, a uno de los suyos.
Sushi, running y afterworks
Hablo de un público de ciudad, de gran ciudad, que conoce el metro de Londres o el de Nueva York mejor que el de Madrid (de hecho, el de Madrid no lo conoce), con una o dos carreras, master por supuesto, idiomas, envidiable proyección, solventes para cenas e hipotecas, adictos a las series, al sushi y a las redes, capaces de conjugar el fútbol con la sintaxis, asiduos a los afterworks, conocedores de las cien maneras mejores de preparar un gin-tonic, con una idea de expiación de los pecados consistente en levantarse pronto el sábado para salir a correr por el Retiro y unos planes de veraneo en el Adriático a bordo de un barco alquilado con sus amigos. O sea, la parte del muestreo demoscópico que, al menos en un primer golpe de vista, hace bueno lo de que son la generación mejor preparada de la Historia.
El bardo de Linkedin
Nada raro, por otro lado, que Javier Aznar sea el escritor más leído entre esos miembros de su generación, the best and the brightest. Al fin y al cabo, él es hijo de sus padres -dos señorazos, él y ella, estamos seguros-, pero también lo es de su tiempo y de su ambiente. Y, sin embargo, no parece conformarse el tío con ser el bardo de Linkedin; ni con haber principiado, y con qué éxito, en la revista Elle, primero con un blog y luego con una columna. Por si fuera poco, escribir acerca de unos asuntos, llamémosles generacionales, no impide que lectores llegados de otros ámbitos, de otras edades y de otros gustos, incluso de otras galaxias, se asomen a lo que escribe y les entusiasme lo que leen.
#manuscritosdelqumran
Es más, puede suceder -y, de hecho, sucede- que el único partido de fútbol que hayas visto en tu vida fuese el España-Malta aquel de tus 7 añitos, y porque te alertaron los gritos de tus vecinos en el patio y los de tus hermanos en el cuarto de estar; o que seas incapaz de trazar un solo paralelismo entre algún episodio de tu vida y un capítulo de los Simpson o de Friends; o que cada vez que conoces a un entusiasta de las ginebras y las tónicas te den ganas de ahogarlo en una copa de balón de esas, pero no por contarte tú entre los más fanáticos de los alcohólicos no practicantes, sino por pelmazos ellos; o que seas tan kitsch como para no estar en Netflix, solo porque Televisión Española aloja en su web a todo Ibáñez Serrador, todo Ana Diosdado y todo Antonio Mercero, y qué más puedes pedir; o que te lleve menos tiempo descifrar los manuscritos del Qumrán que seguir un hilo trenzado de hashtags; o que para ti un tenedor siga siendo un tenedor, y no una aplicación para reservar mesa, porque, total, llevas años cenando en el mismo restaurante, Camoati, y los que te quedan por delante. Y sin embargo…
Trabajos de amor desbaratados
Sin embargo, es leer la firma de Javier Aznar al comienzo o al final de un texto y detenerte a ver qué ha escrito, se trate de lo que se trate, como si es un informe financiero. La diferencia con otros juntaletras de su generación, sin duda alguna también brillantes, es que, a pesar de abordar los mismos temas, ellos tienen que someterse a las horcas caudinas de las tertulias de la televisión para redondear así la popularidad que no alcanzan con sus escritos. Aznar, a lo que parece, no. Quizás porque muchos de los otros se empeñan en una imagen canalla de sí mismos, que mueve a la risa cuando se descubre que sus recuerdos de adolescencia y primera juventud son merendolas y peliculones los sábados por la tarde. Nuestro autor, en cambio, parece recrearse en sus trabajos de amor desbaratados y una capacidad ilimitada para meter la pata, pero más en la línea elegante de un Peter Sellers que del siempre grimoso Mr. Bean. Y, claro, un tipo así a quién no va a caer simpático.
Tintín en La Habana
Ojo, que no estamos ante un personaje de chiste, en todo caso de historieta, pero de historieta de Tintín, solo que mientras que a este nunca nadie le vio escribir una línea, Aznar sí parece disfrutar aporreando el teclado de su portátil. Cosa distinta es qué tal le sentarán los pantalones bombacho, por más que lo que sí le pegue sea una de esas maletas de cartón forrada entera con pegatinas de los grandes hoteles del mundo. En una hipotética y futura serie de reportajes alrededor del planeta, me pido leer sus aventuras en La Habana, donde tiempo atrás anduvo un tío bisabuelo suyo, el periodista Manuel Aznar Zubigaray. De casta, cómo no, le viene al galgo.
Big Four
Toca ahora detenerse en la formación académica de nuestro reseñado. Según se lee en la solapa de su libro, anduvo un tiempo por la Universidad de Columbia, matriculado en unos cursos de escritura, al parecer. No hace falta conocerle, únicamente haberle leído lo suficiente, para barruntar que lo de Columbia fue un pretexto para mudarse una temporada a Nueva York, pues los conocimientos del oficio que precisa un contador de cosas los adquirió de niño con la lectura diaria de los periódicos que compraban en su casa, lo que enseguida devino en una asombrosa facilidad para rellenar con novelones de entreguerra los exámenes en blanco de Historia del bachillerato. Reviste, en cualquier caso, un interés mayor su paso por Icade y, ya licenciado, su trabajo como consultor en una de las firmas de las llamadas Big Four. No por nada, sino porque he aquí, quizás, la clave de que su periodismo no verse únicamente sobre periodismo ni su literatura sobre literatura, atrayendo así a montones de lectores que habitualmente no lo son.
Una máquina averiada de Coca-Cola
Que a Javier Aznar le lean cantidad de personas que no tienen la lectura entre sus aficiones y vocaciones, no significa que él se cuente entre las mismas. De hecho, un estilo tan ágil, tan fluido, es sencillamente imposible sin antes haber leído mucho y haber tachado mucho. Otra cosa es que no pretenda llamar la atención de los críticos o de los mandarines, ni epatar al honrado y sufrido lector con una cita por frase. Lo que tampoco quita para que, bajo una capa de espuma, se hallen de pronto ideas de lo más trabajadas. Así, la crónica sobre su visita a la Colección Frick, donde se exponía el cuadro Flaming June, y la reflexión de Aznar sobre los riesgos del ‘multitasking’, o sea, el estar a mil cosas y a ninguna, y todas a la vez. Y lo mismo otros textos inspirados frente a una máquina averiada de Coca-Cola; o en la sala de espera de los aeropuertos, leyendo los paneles con los vuelos; o, como escribe David Gistau en el prólogo, “encontrando la fascinación en el arcoiris de gasolina de un charco”; o al olor del sol de Londres (un sol que, según Javier, huele a moqueta vieja y a metro); o al calor del ruido de los aires acondicionados de las azoteas de Nueva York; o tras la pista de la colonia de su padre, escaleras abajo de la casa familiar en Santander.
El ruido de la calle
Quieran los dioses que este Javier Aznar de nuestros buenos ratos no vaya a caer bajo la lupa del director de un diario de tirada nacional, el cual los coloque a él y a su firma en lo más alto de una columna, lejos del ruido de la calle, caminito sin retorno por el que tantos talentos se han extraviado. Quieran, en cambio, esos mismos dioses que su sitio siga estando en los cafés, y en los bares, y en los restaurantes, y en los cines, y en las fiestas, y en las terrazas, y en los estrenos, y en los estadios, y en los taxis, y en las librerías, y en los ascensores, y en los escaparates, y en los aviones, y en las playas, y en los hipódromos, y en los casinos, y en la vida; al lado de sus lectores, en fin, y ojalá que para siempre.