
Javier González Larrea, durante la entrevista en Madrid. | Reportaje gráfico: Fernando Díaz Villanueva.
No suele suceder. Quedar con alguien para hacerle una entrevista y lo primero de todo preguntarle qué tal la Selectividad. De hecho, si no entrevistamos antes a Javier fue precisamente por eso, por encontrarse preparando la Selectividad, allá en Oviedo. Y es que andábamos detrás de él desde hacía unos meses, desde que nos llegó un youtube suyo dando una conferencia, ahí es nada, en la Fundación Gustavo Bueno.
La charla se titulaba ‘Hitos olvidados del imperio español’, entendiéndose por «hitos» no anécdotas más o menos interesantes, sino hechos históricos de esos que marcan un antes y un después. El vídeo no tiene desperdicio, tanto por el fondo como por la forma con que González Larrea, hasta hace nada estudiante de 2º de Bachillerato, se desenvuelve en un foro en el que a cualquier otro le temblarían las piernas, más por respeto que por miedo. Será lo que tiene ser un apasionado de un tema, en este caso, nuestra historia, en concreto, los siglos en que en España no se ponía el sol. Tanto nos convenció, en fin, que la estructura de está entrevista es la misma que la de la conferencia aquella, es decir, un hito tras otro, y así hasta 10.
Primer hito: el descubrimiento, en 1515, de la corriente del Golfo.
Se trata de uno de los descubrimientos científicos más importantes de la Historia, y se lo debemos al capitán Antón de Alaminos, que lo llevó a cabo con muy rudimentarios instrumentos, pero con buena capacidad de observación.
Enseguida le pregunto por la importancia del descubrimiento, pero hablemos primero de quién fue Antón de Alaminos.
Un veterano capitán que, con solo 12 años, había formado parte del cuarto viaje de Colón. Es precisamente Colón quien, en su primer viaje, anota en su cuaderno de bitácora que se tarda más en ir de Palos de la Frontera a América, que regresar de Cuba a España. Por su parte, los portugueses ya habían intuido algo cuando de Senegal, adonde iban a capturar esclavos, volvían a Portugal, haciendo escala en las Azores (es lo que llamaban las voltas). Pero es Antón de Alaminos quien descubre que dentro del Atlántico hay una corriente.
Con todo lo que eso significa.
Hasta entonces se pensaba que los mares y océanos eran solo cantidades ingentes de agua, pero no que dentro de los mismos existían ríos, por llamarlos de alguna forma, de aguas calientes y frías: las corrientes.
Hoy todos lo saben, sin embargo, son pocos los que atribuyen el descubrimiento a Alaminos, un perfecto desconocido, más en nuestros días.
El descubrimiento fue metido durante un tiempo en un cajón y Alaminos, ignorado por la Historia.
Puede entenderse el olvido referido a Alaminos, al fin y al cabo un capitán de barco más, pero no a la corriente del Golfo.
Hay que tener en cuenta que en 1515, cuando tiene lugar el descubrimiento, España apenas contaba con territorios en América. Distinto es cuando empieza a desarrollarse la flota de Indias y el comercio con ultramar, los cuales no hubieran sido posibles sin la corriente del Golfo.
Segundo hito: el descubrimiento de Australia.
Unos españoles, la tripulación de la San Lesmes, capitaneados por Francisco de Hoces, llegaron al continente hacia 1528, 250 años antes que James Cook. Todo esto lo sabemos a pesar de perderse el rastro de la nave, de Hoces y de sus hombres.
Luego le pido que resuelva el misterio, pero vamos primero con Francisco de Hoces.

Juan Sebastián Elcano.
Al igual que Antón de Alaminos, no sabemos dónde nació ni, como le digo, dónde murió. Solo sabemos que era andaluz, que era marino y que se enroló en la segunda expedición de Juan Sebastián Elcano, el primer hombre que dio la vuelta al mundo.
Se ve que la hazaña no le sació a Elcano su hambre de gloria.
Elcano volvió a casa con la idea de conquistar las islas Molucas, en una Indonesia entonces dominada por los portugueses. Quien dominaba las Molucas, dominaba el mercado de las especias, una pieza muy jugosa para España. Es así que, al término de su primer viaje, Elcano escribe a Carlos V proponiéndole una expedición de conquista.
El César Carlos dijo que sí…
… y en 1525 parten de Cádiz siete naves, entre ellas la San Lesmes, que es la que nos ocupa.
Por curiosidad, ¿qué pasó con las otras?
El resto de la expedición si a eso podía llamársele expedición volvió a España 11 años después, en 1533. Elcano, lo mismo que su segundo, Francisco García Jofre de Loaisa, murieron durante el viaje.
¿Y con la San Lesmes? ¿Qué pasó con la San Lesmes?
Cuando la expedición estaba cerca del estrecho de Magallanes, hubo una tormenta y Francisco de Hoces se perdió con su nave, la más pequeña de todas, un patache; en vez de cruzar el estrecho de Magallanes, bordeó el cabo de Hornos, descubriéndolo, y descubriendo también el estrecho que hay entre América y la Antártida.
La gloria del descubrimiento, como tantas veces, se la llevaría otro.
El pirata inglés sir Francis Drake. Y aunque es verdad que en muchos mapas se conoce el accidente como el pasaje de Drake, en algunos sigue siendo el mar de Hoces. El caso es que allí es donde se le perdió la pista a Hoces, sus hombres y la San Lesmes.
Y si es así, ¿cómo sabemos que llegaron hasta Australia?
Ya en el siglo XX, unos arqueólogos encontraron en una bahía australiana los restos de un patache que coincidían con la descripción de la San Lesmes. Se encontraron también, entre otras piezas, unas piedras que llevaban grabadas la fecha de 1528. ¿Quiénes, aparte de Hoces y sus hombres, podían estar allí en ese año?
Uno que desde luego no fue Álvaro de Saavedra, protagonista de nuestro tercer hito: el descubrimiento de las islas Hawaii.
Las descubrió, todo hay que decirlo, accidentalmente.
¿Accidentalmente?
Saavedra, hombre de mar, había llegado a México con Hernán Cortés, de quien era primo. Es precisamente Cortés quien, en 1528, ordena a Saavedra reunir una flotilla de tres barcos y partir a Indonesia para socorrer a unos españoles en graves apuros.
¿De quién se trataba?
Del resto de la expedición de Elcano y Loaisa. Después de atravesar a duras penas el estrecho de Magallanes, llegaron a las Molucas, en el Pacífico, para descubrir que no contaban con medios suficientes para enfrentarse con los portugueses, que disponían de fortines, tropas y galeones.
El caso es que, descartada la conquista de las Molucas, se activa la operación rescate.
Saavedra cumple con lo ordenado, reúne la flota y atraviesa el Pacífico en auxilio de los españoles aquellos. Y es yendo hacia allá que Saavedra divisa un archipiélago no cartografiado ni por Elcano en su primer viaje, ni por los portugueses, ni por nadie: las islas Hawaii. Esa misma noche, hubo una tormenta, y de las tres naves, dos se perdieron, siendo la de Saavedra la única que se conservó; después de tres días buscando las otras dos, logró llegar hasta Indonesia.
¿Viviría Saavedra para contarlo?
Moriría de una enfermedad tropical, como la mayoría de los miembros de la expedición para conquistar las Molucas, entre ellos, Elcano y Loaisa.
¿Y las otras dos naves que acompañaron a Saavedra en su expedición? ¿Qué pasó con ellas?
En 2013, se descubrieron sus restos en el archipiélago de las Hawaii.
O sea, que los españoles también aquí llegaron antes, 250 años antes, que el capitán Cook.
De hecho, en 1544, otro capitán español, Juan de Galeano, no solo avista las costas de las Hawaii, sino que llega hasta ellas. Es más, en varios mapas de la época de Felipe II aparece cartografiado el archipiélago.
¿Entonces?
Amén de que las dos llegadas fueron accidentales, no hubo en tiempos de Felipe II, ni antes con Carlos V, deseo alguno de tomar las islas y plantar en ellas la cruz. Por eso, no es de extrañar que Cook se atribuyese el descubrimiento.
Lo de Álvaro de Saavedra es un caso de serendipia, exactamente igual que el del almirante Juan Fernández, el héroe de nuestro cuarto hito.
Juan Fernández fue uno de nuestros marinos más brillantes y, sin embargo, más olvidados. Descubrió frente a las costas de Chile un archipiélago, que lleva su nombre; descubrió también una ruta como la corriente del Golfo, solo que en miniatura, pero que permitió acortar el trayecto del Callao a Valparaíso de seis meses a uno; y descubrió, es verdad que fortuitamente, Nueva Zelanda, la cual exploró y cartografió.
Porque, ¿qué salió a buscar el almirante Fernández?
La manera de cruzar todo el Pacífico hasta llegar a las Indias; esa era su ambición. Para ello, convenció al virrey de Perú de que le financiase la expedición, cosa que hizo con un barco cargado de armas y provisiones, lo necesario para atravesar el peligrosísimo Pacífico sur.
¿Peligrosísimo por qué?
Porque, al contrario que en el norte, donde soplan los alisios, en el sur apenas hay vientos. Eso podía suponer semanas a la deriva y, por tanto, la muerte de toda la expedición por hambre y sed. Sin embargo, Juan Fernández logró, de manera milagrosa, atravesar el Pacífico sur y llegar hasta un archipiélago formado por dos islas: la del norte, pequeña y achatada, y la del sur, alargada y estrecha.
Esa y no otra es la descripción de Nueva Zelanda.
De nuevo, arqueólogos han hallado restos españoles allí, como cañones y algún morrión. O sea, que es bastante probable que Juan Fernández, un español, descubriese Nueva Zelanda, en 1576.
¿Sin embargo?
Al regresar al Perú, Juan Fernández hizo el relato de su viaje, pero ni el virrey ni nadie le tomaron en serio, a pesar de haber cartografiado el archipiélago. El almirante no solo estuvo a punto de ser expulsado de la Marina (nunca más ostentaría cargo significativo), sino que el honor de descubrir Nueva Zelanda se lo llevaría otro, el holandés Abel Tasman.
El quinto hito no es tal, sino un intento, pero qué intento.
El de invadir China, ni más ni menos.
¿A quién se le ocurrió la idea?
A un personaje tan curioso como arrogante, Francisco de Sande, veterano de las guerras de Europa y nombrado por Felipe II gobernador de las Filipinas con el encargo de expulsar de allí a los musulmanes. Y fue así, cumpliendo órdenes, que Sande desembarcó en Borneo, y en solo dos días arrasó el sultanato del norte, haciéndose con la mitad de la isla. No solo eso, sino que también conquistó la isla sur de Filipinas, Mindanao.
Geopolíticamente, ¿qué supuso?
Un efectivo control administrativo de Filipinas desde Manila.
¿Y anímicamente?
El convencimiento por parte de Sande de que con 7.000 soldados y tres flotas era capaz de desembarcar en China, seguir hasta Pekín, bautizar al emperador y conquistar un país de 65 millones de habitantes entonces, frente a los cinco que tenía España. En definitiva, un disparate.
¿Alguien le tomó en serio?
Hernando de Riquer, su escriba personal, y más disparatado aún que Sande, pues llegó a decir que solo 60 españoles bastarían para la empresa. Pero no solo Riquer, sino no pocos dominicos, franciscanos y jesuitas repartidos por toda China, cuyos informes sobre cómo se organizaba el imperio chino sirvieron a Sande para presentarle a Felipe II un detallado plan con todas las necesidades para el ataque.
Pero eso por sí no es suficiente casus belli.
Para justificar su plan, Sande recurrió a argumentos como el de que los chinos eran sodomitas, caníbales, capaces de vender a sus propios hijos; recurrió también al argumento de que disponían de armas y ejércitos capaces de destruir ciudades enteras en un instante, lo cual, aparte de ser mentira, recuerda a aquello de George Bush y las armas de destrucción masiva cuando la segunda guerra de Irak.
La Historia, sin embargo, nos dice que ni se hallaron tales armas ni España conquistó nunca China.
Al poco de enviar Sande su plan a Felipe II, España entró en guerra con Inglaterra y, poco después, con Francia. Y no solo eso, sino que los japoneses enviaron una flota al norte de las Filipinas, desde donde invadir Luzón. Todo esto hizo de la invasión de China algo todavía más imposible de lo que ya era.
Otro imposible pareció ser la búsqueda de Antíctona, lo que nos lleva hasta Álvaro de Mendaña, protagonista de nuestro hito número seis.

Álvaro de Mendaña.
Al igual que Juan Fernández, Álvaro de Mendaña fue uno de nuestros mejores y –hoy más olvidados– almirantes. Emprendió dos expediciones, una entre 1567 y 1569 y la otra de 1595 a 1596, la primera de ellas para encontrar Antíctona, el continente teorizado por los griegos.
¿En qué sentido teorizado?
En el de que, según ellos, en el hemisferio norte había demasiada masa terrestre, de tal manera que en el sur tenía que haber un supercontinente para equilibrar la esfera, de lo contrario, volcaría. Eratóstenes de Cirene, de la Escuela de Alejandría, llamó a ese continente Antíctona. Álvaro de Mendaña recupera esa vieja idea y, en plena fiebre de los descubrimientos, se lanza a su búsqueda.
Sin éxito aparente.
Aparente, es verdad, porque no descubrió la Antíctona, pero sí una serie de archipiélagos. Así, en su primer viaje, y con solo 25 años, descubrió las islas Salomón. Y no solo eso.
¿Qué más?
Uno de sus capitanes, Pedro de Ortega, natural de la provincia de Sevilla, se desvió de la expedición, por orden del almirante, y llegó hasta una isla que bautizó con el nombre de su pueblo, Guadalcanal, donde siglos después tendría lugar una de las más cruentas batallas de la Segunda Guerra Mundial.
Mendaña descubre las Salomón…
… y se olvida de la búsqueda de la Antíctona. En 1569, regresa a México y no será hasta 1595 que organiza una segunda expedición, esta con permiso de un Felipe II ya anciano. En este segundo viaje, Mendaña pretendió un control efectivo del archipiélago, pero no pudo ser. De los cuatro barcos, tres se perdieron, y Mendaña, como tantos otros marinos, murió de malaria. Fue su mujer, Isabel de Barreto, quien tomó el mando de la única nave que quedaba y regresó a Filipinas.
Allí, supongo, haría el relato de lo acontecido.
Hubo importantes descubrimientos, pero la muerte de Mendaña y el poco interés de Madrid por controlar esas islas y archipiélagos, hizo que la expedición quedara en el olvido.
Por cierto, de los tres barcos perdidos, ¿alguna vez se supo?
Cuando tuvo noticia, el virrey de Nueva España ordenó la búsqueda de la Santa Isabel, una de las naves. En lugar de militares, la Santa Isabel iba cargada de civiles, y no se hundió, sino que se desvió de su ruta. Fue así que se envió un barco, la Santa Bárbara, un galeón de 30 cañones que también terminaría por no dejar rastro.
¿Por completo?
No exactamente. En el siglo XX, un equipo de arqueólogos descubrió en una bahía australiana un cañón en el que ponía Santa Bárbara, con el escudo de Felipe II; siguiendo la pista, hallaron otros restos, lo que indica que la Santa Bárbara pudo llegar hasta Australia desde México, tras la pista de la Santa Isabel.
¿Algo más que reseñar del segundo viaje de Mendaña?
Sí, que en él participó un portugués de Coimbra, Pedro Fernández de Quirós, que jugaría un papel importante en la segunda llegada a Australia, en 1607.
Ese es el octavo hito, pero aún no hemos hablado del séptimo: el descubrimiento de la Antártida, en 1603, por Gabriel de Castilla.
Un curioso personaje, marino bien formado que llegó a almirante, y por aquellas fechas destinado en el sur de Chile, con la misión de patrullar sus aguas persiguiendo piratas holandeses, los cuales amenazaban con apoyar a los combativos indios mapuches en su rebelión contra Felipe III, entonces titular de la corona española.
¿Capturó muchos piratas?
No encontró uno solo, pero interesado como estaba en la exploración, con los tres barcos con los que partió de Valparaíso puso rumbo sur, descubriendo las islas Shetland y la Antártida.
Él sí vivió para contarlo.
Al regresar a Valparaíso, anunció el descubrimiento de una pared inexorable de hielo (en su relato, describe los icebergs como islas heladas, grandes como barcos). El hallazgo pasaría a llamarse Antártida, como derivación de Antíctona, el continente teorizado por Eratóstenes y buscado, sin éxito, por Mendaña. Sin embargo, las bajas temperaturas, que hacían inhabitable el continente, hacían también imposible su colonización, con lo que España no tuvo ningún interés en enviar otra expedición, pasando el hallazgo desapercibido.
Vamos, ahora ya sí, con el octavo hito: la segunda llegada Australia, en 1607.
Expedición en la que participan Pedro Fernández de Quirós, del que ya hemos hablado, y Luis Váez de Torres, el auténtico héroe de esta historia.
¿Cómo empezó todo?

Pedro Fernández de Quirós.
Tras sobrevivir al segundo viaje de Mendaña, Fernández de Quirós quiso su propio momento de gloria, así que solicitó a Felipe III una flota de tres barcos y un vicealmirante, Luis Váez de Torres; el rey le concedió lo que le pedía y Fernández de Quirós partió en busca de la Terra Australis Incognita, un continente que todos imaginaban lleno de riquezas y de oportunidades.
¿Lo descubrió?
Fernández de Quirós, no. Lo que sí descubrió, a mitad de camino, fue una isla que llamó Australia de Nueva Jerusalén; este dato es importante, por lo que se verá.
¿Exactamente, qué?
Antes de llegar a Australia, la expedición se separó y Fernández de Quirós tuvo que regresar a Manila, con las manos vacías y su prestigio por los suelos; tanto, que perdió su rango de almirante.
¿Y Váez de Torres?
Váez de Torres, lejos de abandonar a su almirante, le buscó durante semanas, descubriendo en el intento que Nueva Guinea, contra lo que se creía, no formaba parte de ningún continente, sino que era una isla, desde la que, girando al sur, avistó Australia, desembarcando allí e informando luego a las autoridades españolas de su descubrimiento.
Entonces, esta vez no hay duda: España descubrió Australia. Y sin embargo…
Sin embargo, esas mismas autoridades creyeron que se trataba de Australia de Nueva Jerusalén, la isla que un desprestigiado Fernández de Quirós decía haber descubierto; y así, por un error burocrático, el inmenso hallazgo pasó al olvido.
Lo mismo que el descubrimiento, en 1618, de las fuentes del Nilo, nuestro noveno y penúltimo hito.
Este hito se lo debemos a Pedro Páez Jaramillo, jesuita español muy bien formado, durante años destinado en Goa, la India, y posteriormente predicador del Evangelio en Etiopía. Páez Jaramillo logró bautizar, en 1603, al mismísimo Negus, el emperador de Etiopía, lo que provocó una sublevación que le depuso y aniquiló a la guarnición de 200 soldados españoles que había en la capital del país; fueron los propios rebeldes los que pusieron precio a la cabeza de Páez Jaramillo.
¿Logra escapar?
Sí, y pasa 15 años entre indígenas, aprendiendo su lengua, sus costumbres y su geografía. Y fue remontando el curso del Nilo azul que descubrió sus fuentes, algo con lo que soñaron Ciro El Grande, Alejandro Magno y Julio César, como escribió con gran emoción el propio Páez Jaramillo. Corría 1618, con lo que este año se ha cumplido el cuatrocientos aniversario.
Aniversario que ha pasado tan inadvertido como el propio descubrimiento.
Lo último fue debido a la escasísima presencia española en África y al no retorno de Páez Jaramillo a España.
Vamos ya con el último de los hitos: Alaska. ¿También la descubrimos los españoles?
En este caso no puede hablarse de un descubrimiento, pero sí de una etapa; etapa que va de 1760 a 1790 y en la que participan diversos exploradores, navegantes y misioneros españoles.
¿Por qué Alaska?
Porque los rusos presentes allí, comenzaron a descender hacia la costa oeste de Canadá, buscando zonas cálidas y, al mismo tiempo, amenazando las posesiones españoles en Norteamérica. Frenar su avance requirió, como digo, de personajes de muy distinta labor, todos ellos súbditos de Carlos III.
Por ejemplo, fray Junípero Serra.
Misionero franciscano al que se atribuye el bautizo de 7.000 indígenas y la fundación de 54 misiones. Junípero fue canonizado por el Papa Francisco en 2015 y es un personaje clave en toda esta historia. Lo mismo que Gaspar de Portolá, con quien el franciscano fundó, en 1769, la ciudad de San Diego. Por esas mismas fechas, se fundaron también los presidios de Los Ángeles y de San Francisco.
No fueron aquellos los primeros españoles en pisar el oeste norteamericano.

Dragón de Cuera de la Nueva España. | Ferrer Dalmau.
Antes estuvieron los Dragones de Nueva España, muchos de ellos llegados del Guadalquivir, donde ya existía un estilo vaquero de vida. El caso es que su presencia allí y las fundaciones de después sirvieron como bases españolas en el oeste de que hoy son los Estados Unidos.
Como bases y, supongo, también como trampolín hacia Alaska para hombres de acción.
Uno de ellos, Francisco de Bodega, zarpó con dos expediciones, una en 1775 y otra en 1779, divisando algunos asentamientos rusos en la costa oeste de Alaska que le confirmaron que la presencia de los hombres del zar allí era una amenaza real, si bien no tan grande como se había imaginado. Otro explorador, Fidalgo, llegó todavía más lejos, logrando fundar, en 1790, dos ciudades en Alaska, Cordova y Valdez, que todavía existen, lo que demuestra que, en este caso, el olvido de la historia es relativo. Por otro lado…
Sí.
Los rusos terminarían replegándose, quedando a salvo las posesiones españolas en Norteamérica.
Por poco tiempo, ¿no?
En 1791, un año después de la fundación de Valdez y Cordova, comenzaron las disputas con los británicos por Norteamérica; en 1810 se produce el primer grito por la independencia, el Grito de Dolores; y en 1824 el imperio español se viene abajo.
Hasta aquí, el relato de un auge y una caída, pero ¿y la lección a extraer?
La demostración de que España en la historia, más que una nación, es un proyecto universal tendente a dominar el mundo, integrando a los demás pueblos por todos los métodos posibles: la conquista, la evangelización, el comercio… Porque España, al contrario que otros imperios, nunca se ha puesto muros, jamás ha dicho hasta aquí hemos llegado, siempre ha avanzado sin límites. Y esa idea, ese concepto, aún puede perdurar.
* * *
Nota de la redacción: por si quedaban dudas, Javier González Larrea aprobó la Selectividad, y con nota suficiente para, a la vuelta de verano, cursar la carrera de Historia en la Universidad de Oviedo. Quiérese decir que no ha batido ningún récord, sino que ha estudiado, pero también se lo ha pasado bien, como tantos chavales de su edad. De hecho, la última pregunta de la entrevista, que tuvo lugar en Madrid, la hizo él: «Oye, una cosa, la discoteca Kapital, ¿queda cerca de aquí? Es que estoy planeando un viaje con mis colegas y…».