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Jean Lartéguy: la guerra como estilo de vida

Jean Lartéguy fuma y juega a las cartas en Saigón. | JEAN-CLAUDE SAUER

«Tú peleas guerras, Jamie. No las tuyas y no las mías. Tú peleas las guerras de cualquiera. Y te pagan por eso».

Esa es la verdad que le echa en cara la hermosa Jessie (JoBeth Williams) a Jamie Shannon (el siempre inquietante Christopher Walken), un mercenario duro y curtido en las guerras post-coloniales de África. Así concluye una de las secuencias más potentes de ‘Los perros de la guerra’, dirigida por John Irvin en 1980 y adaptación de la gran novela homónima de Frederick Forsyth. La obra, como toda la literatura de Forsyth (entre cuyos títulos vale la pena destacar Chacal, Odessa, o El cuarto protocolo, por nombrar solamente algunos), se apoya en datos certeros y una ingente investigación para novelar hechos históricos ciertos: en este caso, la vida de los mercenarios que combatieron en el continente africano y participaron en conflictos como la Crisis de Katanga (1960-1965), la Guerra de Biafra (1967-1970) o la Independencia de Zimbabwe (1964-1979), entre otras.

Como dijo alguna vez el ex Teniente Coronel Aldo Rico, veterano de la Guerra de las Malvinas, «los ingleses son los mejores soldados, porque son mercenarios… Y los mercenarios combaten por dinero y combaten porque les gusta». Forsyth no fue el primero ni sería el último en escribir sobre los ‘soldados de fortuna’. Hubo un tiempo (los años 60 y 70) y un país (Francia) en los que Jean Pierre Lucien Osty -más conocido por su pseudónimo Jean Lartéguy– se encontraba entre los autores más vendidos del momento, auténtico fenómeno editorial en una Francia en la que -afirma el académico Jean Prasteau en un artículo de Le Figaro fechado en junio de 1970- el 38% de los adultos nunca había leído un libro.

Hijo y sobrino de combatientes de la Primera Guerra Mundial y futuro militar él mismo, Lartéguy había nacido en 1920 en la pequeña localidad de Maisons-Alfort, ubicada en los suburbios de París. La tradición castrense de su familia estaba arraigada en el más puro valor y amor por Francia. En sus propias palabras, se trataba de «pobres campesinos montañeses cuyos nombres se inscriben en los memoriales de guerra, pero no en los libros de Historia». Luego de la ocupación alemana de Francia, Lartéguy escapó a España -donde estuvo preso- y años después se sumó a las fuerzas de la Francia Libre comandas por el legendario general Charles de Gaulle, a las órdenes de quien combatió en Italia, Alemania y su propio país. Retirado con el grado de Capitán, recibió las más importantes condecoraciones civiles y militares francesas: la Legión de Honor, la Cruz de Guerra en Teatros de Operaciones Extranjeros y la Cruz de Guerra 1939-1945.

Un hombre de su época

Las obras más conocidas de Lartéguy. | ROBERTO PLA

Finalizada la Segunda Guerra Mundial, se convirtió en corresponsal de guerra para ‘Paris-Match’, publicación para la que cubrió conflictos armados en todo el mundo, aunque -luego de un tiempo como periodista- no pudo con su genio y se alistó en el Batallón Francés que participó de la Guerra de Corea (1950-1953), durante la cual fue herido en la mano. Interesado por el surgimiento de diversos movimientos guerrilleros en todo el mundo, Lartéguy entrevistó al ya mítico Ernesto ‘Che’ Guevara poco antes de su ejecución en 1967, a manos de un comando mixto de rangers del ejército boliviano y agentes de la CIA. De esa entrevista surgió un artículo para Paris-Match, en el cual afirmó que «en el momento en que los revolucionarios cubanos quieren crear Vietnams en todo el planeta, los estadounidenses corren el riesgo de sufrir su propia Argelia en América Latina». Sabía de lo que hablaba, porque lo había vivido.

La obra de Jean Lartéguy -compuesta principalmente por novelas vertiginosas, entretenidas y honestamente divulgativas– es actualmente desconocida por el público en general. Tachada de imperialista y militarista, hoy en día no superaría la censura establecida por los mandarines de la corrección política y el progresismo, al igual que -probablemente- el Solomon Kane de Robert E. Howard, los relatos de Jim Thompson, los cómics protagonizados por El guerrero del antifaz o los policiales negros de Chester Himes.

Los ejes principales de su narrativa no escapan a su experiencia vital. Lartéguy fue un hombre de su época: Un tiempo marcado por la expansión del comunismo, el desgarramiento de la Francia post-colonial y la naturaleza amarga de la guerra. En una tercera posición, equidistante entre la apología de lo bélico que hace Ernst Jünger en Tempestades de acero y el pacifismo de Erich Maria Remarque en Sin novedad en el frente, Lartéguy describe la guerra como lo que es: un episodio cruel, sucio, inevitable a veces, que obliga a los hombres a -en palabras de John Wayne«hacer lo que tienen que hacer», en nombre de la Patria o -más intensamente- del atávico sentimiento guerrero que todos los humanos llevamos dentro.

Aquellos que daban la cara por una sociedad que les olvidaba

El General David Petraeus, en Camp Dwyer (Afganistán).

Las dos novelas de Lartéguy que pasaron a la posteridad fueron ‘Los centuriones’ y ‘Los pretorianos’, explícitas semblanzas del conflicto armado entre Francia y el Frente Nacional de Liberación que desembocó en la independencia de Argelia (1954-1962); la primera fue llevada al cine por Mark Robson en 1966 (con el título de Mando perdido) y está protagonizada por Anthony Quinn, Alain Delon y Claudia Cardinale; funciona como una contracara cinematográfica de La batalla de Argel, de Gillo Pontecorvo. En ambas, Lartéguy describe a los militares franceses que combatían en Argelia e Indochina como hombres valientes, duros y despiadados que daban la vida por una sociedad que los desdeñaba u olvidaba, pero por la cual no podían dejar de luchar.

Como los miembros de la Legión Extranjera quienes, a punto de ver independizada a Argelia y frustrado el golpe de Estado contra Charles de Gaulle -a quien creían un traidor- volvieron a Francia cantando a viva voz aquella hermosa canción popularizada por Edith Piaf: ‘Non, je ne regrette rien’ [No, no me arrepiento de nada]. No es casualidad que entre los principales admiradores de Lartéguy se encuentren los oficiales paracaidistas de las Fuerzas de Defensa de Israel.

Quizá la parte más espinosa y polémica de la bibliografía lartéguyana se sitúe en la defensa que hace de militares como los generales Jacques Massu y Marcel Bigeard, pioneros en el combate contra la guerrilla urbana cuyas enseñanzas se trasladarían a Estados Unidos, primero, y a América Latina, después. Lartéguy fue un gran admirador del coronel Roger Trinquier, a quien homenajeó en Las quimeras negras, novela que describe la experiencia de un oficial francés durante la Crisis de Katanga. Innovador en el campo de las técnicas de contrainsurgencia, sus obras se harían populares entre los jerarcas de las dictaduras militares latinoamericanas. Una de las últimas celebridades que elogió novelas como Los centuriones fue el general estadounidense David Petraeus, comandante del Comando Militar Central de los Estados Unidos (2008-2010) y director de la CIA (2011-2012). Petraeus hizo hincapié en las similitudes de las historias de Lartéguy con el actual escenario de guerra contra el Terror, al cual equiparó -en algún sentido- con la lucha antiterrorista de los 60.

Con la muerte de Jean Lartéguy, ocurrida en 2011, desapareció entonces una cierta manera de entender la literatura y -por extensión- la vida. Su literatura es, en definitiva, una obra necesaria en tiempos de frivolidades y glorias efímeras: relatos sumidos en la nostalgia y en los recuerdos de tiempos idos. En una Europa débil, revuelta en su fragilidad existencial y su nadería espiritual, ajena a principios rectores y sin una escala de valores coherente, las novelas de Lartéguy provocan, como diría el tango, «la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser».