Nunca, ni cuando era niño, soñó con ser agente del FBI. De pequeño, su única experiencia con el crimen fue cuando su familia abandonó las siempre bulliciosas y cada vez más peligrosas calles de Brooklyn para instalarse en una zona más segura. Él, John Douglas, podría embellecer su biografía diciendo que nunca perdonó a los hampones de los bajos fondos haberle obligado a dejar atrás a sus amiguitos del barrio y que, a partir de ese momento, se juramentó a combatir el crimen organizado, como El Hombre Enmascarado la piratería. Pero no lo hizo por dos razones.
La primera, porque no fue así. La segunda, porque en su vida adulta habría elementos de sobra, si no para embellecer nada, sí para inspirar una película o, como ha sido el caso, una serie de Netflix: ‘Mindhunter’.
La serie va de un joven agente del FBI, el mismo Douglas, especialista en realizar perfiles de criminales. Cómo Douglas llega a convertirse en un chico de J. Edgar Hoover no se cuenta en ninguno de los 10 capítulos de la serie, pero sí lo hace el agente en sus memorias. Allí Douglas reconoce que él estudió Psicología para trabajar en el departamento de Recursos Humanos de una gran empresa, pero que con su título universitario bajo el brazo solo fue capaz de encadenar un empleo basura con otro. Hasta que en el gimnasio se hizo amigo de un agente quien le convenció para que rellenara el cuestionario de admisión en el FBI. Viene a decir Douglas que, sin ser un loco de las armas, se sintió atraído por la Smith & Wesson -modelo 10, calibre 38- de su amigo. Aunque lo que de verdad le atrajo fue la seguridad de una nómina a fin de mes. Quién le iba a decir que desde el día de su ingreso hasta el de su jubilación no conocería un momento de paz.
Su primer destino fue Detroit. Era los años 60 y la ciudad ya era conocida como la capital del crimen. Con lo que Douglas, como cualquier otro agente de la ley, hacía bien en ir siempre con una mano libre, por si acaso tocaba desenfundar. Allí pronto brilló como hábil negociador en secuestros, lo que años después le valdría su traslado a Quantico (Virginia), donde tiene su sede la academia del FBI, en la que Douglas empezó enseñando técnicas de liberación de rehenes y terminó como responsable de la unidad encargada del análisis de crímenes violentos.
En busca de los más famosos y sanguinarios criminales
Douglas viajaba a lo largo y ancho del país, allá donde apareciera un cuerpo sin vida, con signos evidentes de violencia, en una zona precintada con cinta adhesiva de prohibido pasar, coches de policía y mensajes de radio entrecortados. Su misión era, a partir de la escena del crimen, trazar un perfil del posible asesino, combinando métodos inductivos y deductivos. Pero al principio lo más difícil no fue eso. Lo difícil fue ganarse el respeto de los veteranos policías locales, para quienes los jovencitos del FBI como Douglas eran todos un hatajo de cursis, no por sus trajes oscuros, sus camisas blancas o sus cogotes rasurados, sino porque eran la clase de hombres que salían de la ducha para mear.
En una cosa les daba la razón Douglas a esos viejos sheriffs y sus ayudantes (aparte de en el higiénico detalle de la ducha): para resolver crímenes no era suficiente un título universitario; se precisaba, además, experiencia de campo, algo que a él le faltaba. Por eso decidió aprovechar sus constantes viajes para visitar las cárceles de alta seguridad del país y entrevistarse con sus más famosos y sanguinarios criminales.
Lo que empezó como una investigación informal -Douglas y su compañero Bob Ressler se presentaban sin previo aviso en la cárcel X y solicitaban ver al asesino Y– terminó por convertirse en un estudio sistematizado, con el visto bueno del Instituto Nacional de Justicia, que aportó al proyecto 400.000 dólares, y la incorporación al equipo de la muy prestigiosa Ann Burguess, profesora de Psiquiatría de la Universidad de Pensilvania. Para 1983, Douglas y Ressler habían sometido a 36 asesinos a un detallado cuestionario de 57 páginas. ¿Los resultados? Espeluznantes.
Tantas horas de grabaciones, sin embargo, sirvieron para identificar una serie de pautas generales que, aplicadas a casos concretos, serían útiles para reducir listas de sospechosos, obtener órdenes de registro y, finalmente, atrapar a los malhechores. Por ejemplo, era común entre los asesinos en serie una infancia atormentada, con un padre ausente y una madre dominante, lo que les había inhabilitado para una relación normal con las mujeres, principal objeto de su rabia. Raro era el que de niño no cumplía con dos de tres condiciones de lo que Douglas llamaba la tríada homicida: torturar a los animales, provocar incendios y, pásmense, hacerse pis en la cama hasta edad avanzada. Ya mayores, solían ser solitarios, noctámbulos, inadaptados, fracasados.
Adictos a la pornografía y narcisistas
De vez en cuando, muy de vez en cuando, surgía un Ted Bundy que rompía todos los moldes, incluido el del número de víctimas, colocándose a la cabeza del ranking. Hijo de una familia estructurada, boy scout ejemplar, votante del Partido Republicano, aplicado alumno de Políticas y Derecho, alto, guapo, distinguido, era el marido que toda madre querría para su hija y toda hija para sí. De hecho, el tiempo que estuvo en el corredor de la muerte entretuvo la espera leyendo las cartas y más cartas de fans desequilibradas que le pedían un hijo, algunas de las cuales habían asistido como oyentes al juicio que le condenó a la silla eléctrica peinadas con la raya en medio, detalle que la práctica totalidad de sus víctimas tenían en común.
Compartía, sin embargo, Bundy con el resto de asesinos en serie un dato: su temprana adicción a la pornografía. Y otro más: su narcisismo. Rasgo este que facilitó sobremanera la labor indagatoria del agente especial Douglas. Los criminales a los que iba a visitar a prisión parecían encantados de hacer el relato de lo que ellos consideraban sus hazañas. Al fin y al cabo, pocas veces se habían sentido tan importantes como cuando, todavía en libertad, entraban en un lugar cualquiera -una cafetería, la consulta del dentista…- y escuchaban las conversaciones de los parroquianos preguntándose qué clase de persona podría haber sido capaz de las atrocidades que llevaban en portada esa mañana los periódicos.
Qué clase de persona. Esa, y no otra, era la pregunta a la que Douglas trataba de dar respuesta cada vez que le llamaban a la escena de un crimen. Para ello, analizaba hasta el último detalle -«si quieres entender a Picasso», solía decir a sus hombres, «tienes que estudiar su obra»-, diferenciando el modus operandi de lo que él llamaba la firma del autor, es decir, aquello, lo que fuera, que le individualizaba como criminal. Y lo hacía con la autoridad que le confería pasar tantas horas (y, a la larga, tantos años), en la mente del asesino y, casi tan importante, en la de las víctimas.
El asesino siempre vuelve a la escena del crimen
Según iba resolviendo crímenes, John Douglas era cada vez menos el bisoño agente del FBI para convertirse en uno de los expertos más disputados, no solo en los Estados Unidos, sino en todo el mundo. Le bastaba llegar al sitio que fuera donde se había encontrado el cuerpo para adivinar detalles como la edad del asesino, su raza, a qué se dedicaba, la relación con su madre, si practicaba alguna religión, el color de su coche, su forma de vestir, incluso si tenía un defecto en el habla. Como decían los hombres a los que ayudaba, a veces solo le faltaba facilitarles el número de teléfono.
Lo que sí hacía, en cambio, era recomendar a los agentes vigilar el lugar del crimen, incluso una vez levantado el cadáver, y también la tumba de la víctima, pues tarde o temprano el asesino se dejaría caer, más por morbo que por remordimiento, de la misma manera que si los familiares organizaban un funeral o la policía una reunión informativa con los vecinos, allí estaría él, merodeando.
Y, bueno, esta es, a grandes rasgos, muy a grandes rasgos, la historia de John Douglas, el agente especial del FBI que ha inspiró Mindhunter, una de las grandes series de Netflix. También inspiró al agente Jack Crawford, la contraparte de Hannibal Lecter en El silencio de los corderos. Hay, al respecto, una anécdota muy ilustrativa. Visitaba Scott Glenn, el actor que interpretaba a Crawford, la sede del FBI en Quantico. Allí, en conversación con Douglas en su despacho, le confesó que no era partidario de la pena de muerte, sino de la rehabilitación. Douglas se limitó a enseñarle algunas fotos, incluso vídeos con la agonía de las víctimas grabados por sus propios asesinos. Cuando terminó la sesión, Glenn ya no estaba tan seguro de qué estaba a favor y de qué en contra.
Una crueldad para los familiares de la víctima
El que sí lo está es Douglas: a favor de la pena de muerte. Hasta el punto de que cuando alguien le va con que si es una crueldad tener a los reos tantísimos años esperando en el corredor de la muerte, él asiente: es una crueldad… Para los familiares de las víctimas. En cuanto a la rehabilitación, no cree en ella. O sí, pero solo hasta el instante antes del primer asesinato, cuando la fantasía aún no se ha convertido en realidad. Una vez cometido, habrá otros, y sus autores ya no pararan hasta ser detenidos. En este punto, los años en que Douglas anduvo por el mundo con su placa del FBI y su arma corta reglamentaria, se las tuvo tiesas con los encargados de la libertad condicional, en demasiadas ocasiones trabajadores sociales desbordantes de juventud e idealismo, ansiosos en el fondo de ser ellos los que se colgaran la medalla de haber domado al monstruo.
Douglas se desgañitaba, casi siempre sin éxito, tratando de explicar a los de la condicional el concepto de peligrosidad situacional. Por poner un ejemplo, Jerry Brudos, en prisión, observaba una conducta correcta, pero quizás se debiera a que no abundaban por allí las señoras con zapatos de tacón. Porque tan pronto se cruzara con una de ellas en libertad, era casi seguro que perdería el sentido y, todavía peor, se lo haría perder a ella hasta la muerte. Para Douglas, por tanto, la pregunta no era si los Brudos, los Bundy, los Manson, los Berkowitz estaban locos. Era si sabían distinguir el bien del mal y si, sabiéndolo, elegían lo segundo.
¿Suena duro? Lo es. Como también lo son las más de 400 páginas de memorias del agente especial Douglas. De la primera a la última, el tipo no ahorra detalle. Uno termina sospechando que lo hace, no por contar la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, que también, sino para que no se le caiga al suelo la careta de tipo duro y reforzar así mejor el mensaje final, agazapado en las últimas líneas: ninguno de aquellos asesinos hubieran actuado como lo hizo si en su infancia hubieran conocido el amor. Con lo que va a tener razón Dionne Warwick cuando cantaba que lo que el mundo necesita es amor, dulce amor…