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John Wayne: anatomía de un prócer estadounidense

Detalle de la estatua del actor en la entrada al John Wayne Birthplace & Museum, en Winterset (Iowa). | ANDRIA

A lo largo de la Historia, existen varios ejemplos de personas y personajes que, por su incidencia en la vida cultural de las sociedades que contribuyeron a forjar, alcanzan la dimensión de leyenda y símbolo de la nación que habitaron. España tiene a Rodrigo Díaz de Vivar, ‘El Cid’; Inglaterra reverencia a Robin Hood; Suiza a Guillermo Tell e Italia a Giuseppe Garibaldi. En el caso de los Estados Unidos, el ejemplo máximo y símbolo cultural por antonomasia es el cowboy, el vaquero hosco y rudo, que -sucesor de los pioneros y colonos como Daniel Boone o Davy Crockett- se abre paso a tiros y esfuerzo en el Lejano Oeste norteamericano. El epítome cinematográfico definitivo del hombre a caballo y revólver al cinto (o Winchester ’73 al hombro), defensor de su terruño y su familia es -qué duda cabe- John Wayne (1907-1979).

Nacido con el poco viril nombre de Marion Robert Robinson en la pequeña ciudad de Winterset (Iowa), el futuro héroe de varias generaciones de estadounidenses se crió en el hogar formado por el farmacéutico Clyde Leonard Morrison y su esposa, Mary Alberta Brown. Inseparable de su perro Duke [Duque], del simpático airedale terrier heredó un apodo para la posteridad. Mudado con su familia a Glendale (California), fue un correcto estudiante y buen deportista. Su malograda carrera como jugador de fútbol americano en el equipo de la Universidad de California del Sur significó la pérdida de su beca, entre otros contratiempos. Apenado por este detalle, el entrenador de su equipo universitario consiguió que Tom Mix (primera figura del western estadounidense, con más de 250 películas mudas en su haber) y John Ford -quizá uno de los más importantes directores de cine de la Historia de los Estados Unidos- contrataran al Duque como utilero en sus películas. Con este pequeño y humilde paso, nacía una estrella.

Luego de pequeños papeles anecdóticos en los que todavía no usaba el seudónimo que lo haría famoso, el joven californiano fue convocado por el gran director Raoul Walsh, quien le encargó el papel protagónico para La gran jornada (1930). El realizador neoyorquino sería el factótum de algo más importante. Disgustado por el nombre del novel actor, le propuso llamarse como un general de la Guerra de Independencia, Anthony ‘El Loco’ Wayne. Desechado el nombre por «demasiado italiano», se quedó en John Wayne e hizo Historia.

La leyenda del cine nunca valorada por la crítica

Aunque La gran jornada fue un fracaso de taquilla, el nombre de Wayne se convirtió en habitual para las películas estadounidenses de bajo presupuesto. Merced a una pirueta del destino, John Ford consiguió que el jinete californiano protagonizara ‘La diligencia ‘(1939). El lanzamiento al estrellato estaba asegurado. A partir de ese momento, empezaría una carrera cinematográfica que se extendería a lo largo de 50 años y convertiría a Wayne en la cara del ‘western’. Como él mismo afirmaría en 1971: «Siempre hice el mismo personaje, con algunas variaciones».

En esta última frase hay algo de forzada humildad. Aunque el western fue revalorizado como género clásico y con méritos propios a finales del siglo XX, sobran los ejemplos de películas protagonizadas por Wayne que han alcanzado la categoría de obras maestras. Una apretada síntesis de títulos indispensables debería incluir Fuerte Apache (1948), Río Rojo (1948), El hombre tranquilo (1952) y Río Bravo (1959).

Párrafo aparte merece un largometraje que condensa el espíritu de John Wayne y lo ubica en el parnaso de la historia cultural estadounidense: ‘Centauros del desierto’ (1956). Dirigida por el ya clásico John Ford, ha sido calificada como la mejor película jamás realizada por directores de la talla de Steven Spielberg. En ella, Wayne encarna a Ethan Edwards, un melancólico veterano de la Guerra de Secesión quien -al regresar de la contienda- se entera de que su sobrina fue secuestrada por los comanches y decide ir en su búsqueda. Todo en la cinta es Wayne en estado puro: las cabalgatas en la lejanía, la sobriedad parca, la búsqueda de una cierta justicia, la reivindicación de los valores familiares y el escape del gozo y la alegría.

John Wayne y la política

Dicho esto último, conviene recordar que John Wayne nunca fue un favorito de la crítica. Valor seguro para recaudaciones millonarias, el star system sólo se dignó a premiarlo con un Oscar al Mejor Actor en una de sus últimas encarnaciones: el viejo alguacil Reuben J. ‘Rooster’ Cogburn de la maravillosa Valor de ley (1969), donde fue dirigido por el insigne Henry Hathaway. Wayne, que despreciaba a los críticos y respetaba a su público, se emocionó con el galardón, que significó la aceptación final de la crítica a su trayectoria.

El ingreso de John Wayne en el escenario sociopolítico estadounidense fue progresivo y -podríamos decir- guiado por su pureza ideológica. La cumbre de su carrera artística tuvo lugar en el apogeo de la Guerra Fría y se desarrolló en los inicios de lo que Jean-François Revel llamó -en su genial ensayo Ni Marx ni Jesús- «la nueva revolución americana»; esto es, la creciente protesta de varios colectivos estadounidenses, como los negros, los aborígenes, las mujeres y otras minorías.

En primera instancia, Wayne realizó una apuesta decidida por el conservadurismo y los valores clásicos que alimentaron el espíritu estadounidense. Como una de las figuras más importantes de la Alianza para la Preservación de los Ideales Americanos en el Cine, apoyó fervientemente la actividad del Comité de Actividades Antiestadounidenses de la Cámara de Representantes. En sus propias palabras, la infiltración comunista -que hoy puede causar risa en el progresismo dominante, pero que quedó sobradamente demostrada gracias al trabajo del proyecto VENONA de inteligencia angloestadounidense que confirmó la culpabilidad de agentes soviéticos como los científicos Ethel y Julius Rosenberg, así como el funcionario gubernamental Alger Hiss- representaba un peligro real y la manipulación ideológica izquierdista podía minar las bases de la sociedad norteamericana.

Representaba a los militares estadounidenses mejor que ellos mismos

John Wayne durante una visita a las tropas en Vietnam en 1966. | JOHNWAYNE.COM

La más polémica y directa expresión de su credo vital se plasmó en la entrevista que concedió a ‘Playboy’ en 1971. Auténtica declaración de principios y más importante por tratarse de una publicación ubicada a la izquierda del espectro ideológico, a lo largo de varias páginas, Wayne afirmó estar en contra de la visión sobre las drogas imperante en los Estados Unidos, propugnó la vuelta de un cine más sano, menos crudo y más familiar y condenó abiertamente la influencia de la intelectualidad progresista en la vida política estadounidense. Ante la sorpresa del entrevistador, Wayne reafirmó su apoyo al ‘american way of life’ y a las tropas que habían combatido al comunismo en Corea y lo combatían en Vietnam. En ese sentido, vale la pena mencionar que el propio General Douglas MacArthur afirmó que Wayne representaba mejor a los militares estadounidenses que ellos mismos. Es necesario aclarar (en esta época de devaneos ideológicos variopintos) que John Wayne no fue un fascista ni un reaccionario. Fue, simplemente, un hombre respetuoso de las tradiciones y los valores de su país, así como admirador de los grandes líderes políticos. Siempre ensalzó la figura de Winston Churchill y fue amigo del presidente panameño Omar Torrijos a quien apoyó (enfrentándose, incluso, a su viejo amigo Ronald Reagan) en la disputa por el Canal de Panamá.

Coherente hasta el final, Wayne encarnó a un valiente oficial del Ejército en Arenas sangrientas (1949) y a un investigador de actividades comunistas en El gran Jim McClain (1952). Su mayor compromiso ideológico se reflejó cuando decidió dirigir y protagonizar la políticamente incorrecta Boinas verdes (1968). En ella, Wayne se tomó el atrevimiento (para la época) de reflejar lo más oscuro del Vietcong, considerado por gran parte de la izquierda occidental como un grupo de luchadores por la libertad.

Como poderosa metáfora, no olvidemos que John Wayne dio vida al arriba mencionado Davy Crockett en la épica El Álamo (1960), dirigida por él mismo. Visto hoy como un personaje grotesco y anacrónico, Wayne es un símbolo de lo más puro de la tradición histórica estadounidense: una combinación de pionero, hombre de bien, trabajador y ceñudo receloso del statu quo.

En Dios confiamos

La religiosidad de John Wayne es un hecho interesante aunque poco conocido de su vida. Al igual que la mayoría de sus personajes, que exhibían un cristianismo ascético, fatalista y áspero, propio de ese conjunto de creencias que el ensayista Harold Bloom denominó «la religión americana», Wayne siempre demostró poseer una espiritualidad más bien pedestre, de «a Dios rogando y con el mazo dando». Sobran los ejemplos de películas por él protagonizadas, en las cuales los personajes llevan una existencia abnegada y sufriente, coherente con la filosofía de vida de los «padres peregrinos» que arribaron a los futuros Estados Unidos en 1620, a bordo del Mayflower.

Pese a que la vida personal del legendario actor estuvo signada por tres matrimonios, el apego a la bebida y demás asuntos claramente distanciados de su puritano presbiterianismo original, Wayne decidió convertirse al catolicismo en medio del duro proceso que significó el cáncer que le provocaría la muerte. Según cuenta Karen Edmisten en su notable Deathbed conversions: finding the faith at the finish line, Michael Wayne le propuso a su padre recibir la visita del Monseñor Marcos McGrath, arzobispo emérito de Panamá. El viejo vaquero dio su consentimiento y pasó toda una tarde junto al religioso. Tiempo después, ya afirmaba -burlonamente- ser un «católico cardíaco». Días antes de morir, su hijo Patrick sugirió llamar a un sacerdote de confianza. Wayne padre aceptó y fue el padre Robert Curtis -capellán del centro médico de la Universidad de California- el encargado de bautizarlo y administrarle los últimos sacramentos. Wayne falleció, en palabras de su hijo, «en la Iglesia»; paradojas del destino, lo mismo pasó con su archirrival cinematográfico e ideológico, Gary Cooper.

John Wayne y James Stewart en ‘El último pistolero’ (The shootist), última película de ‘Duke’ rodada en 1976. | JOHNWAYNE.COM

A modo de conclusión

Este breve repaso a la vida de una de las máximas estrellas del firmamento cultural estadounidense deja en claro que John Wayne fue, por sobre todas las cosas, un personaje complejo. Eludiendo la crítica fácil de la izquierda y el progresismo norteamericanos, su figura sobrepasa cualquier tipo de encasillamiento arbitrario y es ya símbolo irremplazable de la esencia y la fibra que cimentaron los Estados Unidos tal como los conocemos. Fue, sin duda, una persona coherente con su estilo de vida y sus principios. A lo largo y a lo ancho del territorio estadounidense aparecen homenajes a quien fuera admirado durante décadas en las pantallas. Probablemente, el más curioso sea el haber bautizado -en 1979- con su nombre al aeropuerto del Condado de Orange, en California, donde una estatua del protagonista de La diligencia recibe a los viajeros.

Quizá un buen cierre sean las palabras del célebre director Robert Aldrich. Convocado en ocasión de la entrega a Wayne de la Medalla de Oro del Congreso (máxima condecoración civil otorgada por los Estados Unidos a quienes hayan contribuido decisivamente a la cultura estadounidense), Aldrich declaró:

«Es importante que ustedes sepan que soy (miembro del partido) demócrata (…) No comparto punto de vista político alguno con ‘El Duque’. Sin embargo (…), John Wayne excede con mucho los parámetros ideológicos de nuestra sociedad. Por su coraje, su integridad, su dignidad y por su talento como actor y su fortaleza como líder, su calidez como ser humano a lo largo de su ilustre carrera, ocupa un lugar único en nuestros corazones y en nuestras mentes. En esta industria solemos juzgar a la gente, a menudo, injustamente (…) Estoy orgulloso de considerarlo mi amigo y estoy totalmente de acuerdo con que mi Gobierno reconozca la contribución que el señor Wayne ha realizado a lo largo de su vida.»

En época de endebleces morales y tibiezas éticas, John Wayne es un ejemplo al que conviene acudir.