José Antonio Primo de Rivera era mejor orador que poeta; pero el poeta que llevaba dentro imprimió a su Falange un aire lírico y vanguardista que atrajo, pese a ser tan minoritaria, a una sorprendente pléyade de artistas. Su Falange, más emoción que razón, cautivaba no tanto por su programa como por su mística de ángeles y luceros forjada por él y su corte de poetas. Él sabía que, más que grandes proyectos políticos que hiciesen pensar, debía ofrecer ideales y emociones que hiciesen sentir. Al marxismo le iba bien con esa estrategia: sus adhesiones no se debían a la lectura de El capital, sino al profundo deseo de justicia; y frente a una derecha legalista y sin emociones, muy ocupada en ser reacción frente a la revolución, la Falange era acción y aportaba heroísmo, caballerosidad y poesía.

Ese fue uno de sus logros. Pero ¿cuál era realmente su aspiración?

Poesía frente a ideología

En su pensamiento vibra implícita una distinción entre poesía e ideología: la primera expresa el alma del pueblo y la segunda la manipula. Cuando decía: “a los pueblos no los han movido más que los poetas”, estaba declarando que la única forma legítima y eficaz de conmover al pueblo para elevarlo o empeñarlo en empresas que estén a su altura, es la poesía, porque ella nace del pueblo, bebe de su tradición, le da el agua que lo sacia, apela a sus aspiraciones más íntimas, conoce sus talentos naturales, y, como híbrida de cielo y tierra que es, lo enaltece. La ideología, en cambio, se alza contra todo lo anterior a sí misma y, por tanto, contra los tres pilares del pueblo: la religión, la tradición y su manera propia de dar respuesta al despliegue de la naturaleza humana; lo que la ideología pretende es dividirlo, desnaturalizarlo, transformarlo en otra cosa, porque el pueblo no le gusta y, por ello, no es ni eficaz ni válida para el alto cometido de sacar de él lo mejor de sí mismo.

La Falange de José Antonio era el único movimiento que se definía por “la poesía que promete frente a la poesía que destruye”: esta es la del poeta ideologizado que disfraza de versos sus panfletos, y aquella la del poeta que canta no para que el pueblo deje de ser lo que es, sino para que sea más y mejor lo que es, lo que está llamado a ser cuando desparezcan la miseria y las ideologías que lo desgarran.

Lorca: el poeta de la Falange

Por eso, cuando José Antonio afirma misteriosamente que Federico García Lorca era “el poeta de la Falange”, no estaba diciendo que fuese su correligionario, sino que cantaba y amaba a la misma España que él: una abierta al mundo y a la Hispanidad, sin pobreza ni miseria, pero sin renunciar a sus raíces y a su historia. Frente a la derecha que veía en García Lorca un autor indecente; frente a la izquierda que veía en él un poeta burgués, José Antonio veía en él el poeta libre capaz de aunar a todos los compatriotas con esa poesía suya tan española como universal, tan audazmente moderna como orgullosamente tradicional. Si la derecha le pedía a García Lorca que cantase solo a las flores y la izquierda que diera el paso hasta una poesía obrerista, José Antonio no le pedía más que siguiese siendo quien era, pero no frente a él, sino con él.

Frente a Platón, que no quería poetas en su Estado ideal porque iban a su aire, José Antonio los quería precisamente porque iban a su aire, sin que los gobernantes filósofos les dictaran lo que tenían que decir; bien sabía él que lo que inspira al poeta son los temas de siempre, los eternos, los ajenos y anteriores a los intereses ideológicos: amor, muerte, patria, heroísmo, familia…

Idealismo inspirador

La derecha descuidaba la poesía y la izquierda la utilizaba; pero él, más idealista que ideólogo, la sabía por encima de las ideologías y la quería como cúspide, como estrella polar, y no como propaganda. A su lado, el poeta tenía que cantar, no corear unas consignas.

Esa era su aspiración. Si no lo consiguió fue porque, pese a su rechazo de las ideologías, él mismo, sobre todo en su primera etapa política, se había dejado contaminar de una de ellas: el fascismo (bien es verdad que más en las formas que en los contenidos), y por ello su Falange aparecía ante García Lorca y ante muchos otros como inapropiada para esa alta misión. Quizá hubiera logrado unir a más poetas aquel último José Antonio que acabó declarando que el fascismo había sido un error, un sucedáneo de Dios, una “religión vacía”; por desgracia ese José Antonio ya estaba en la cárcel, a las puertas de la muerte.

Pese a todo, ese fue uno de sus grandes aciertos: apelar a la poesía como legítima heredera de una tradición, eficaz inspiradora de la acción, salvadora de una civilización, alta estrella que, ajena e inaccesible a las ideologías, caldeaba los corazones particulares y guiaba a los pueblos en la noche. La poesía era un terreno en el que las ideologías no podían lidiar.

José Antonio llevó la iniciativa en eso que ahora se denomina la batalla cultural contra la izquierda. Esa airosa forma suya de convertir, mediante la poesía, la reacción en acción eficaz a favor de la tradición y en contra de las ideologías utópicas sigue ejerciendo un enorme atractivo para todos aquellos conservadores que tienen un revolucionario dentro con el que no saben qué hacer.