Si ustedes, queridos lectores, acuden a cualquiera de los manuales más comunes de Historia del Arte encontrarán que para la segunda década del siglo XX el movimiento romántico hace años ya que se da por desaparecido. Es la era de las vanguardias, de los «-ismos», de la entrada de lleno en el Arte Contemporáneo. Por ello, los pocos que han querido catalogar a Juan Belmonte dentro de la Historia del Arte lo han hecho adscribiéndose a esta cronología artificiosa. «Cubista», han llegado a llamarle. No, no es eso. Belmonte es el último gran representante, no solo a nivel español, sino incluso a nivel mundial, del Romanticismo.
El torero romántico
Lo que Bécquer fue a la poesía, lo que Chopin a la música, Belmonte lo fue al toreo. La lidia del toro puesta al servicio de la expresión de los sentimientos más íntimos y trágicos del torero. Nació en la hispalense calle Feria pero se hizo en Triana, al otro lado del Betis, donde se respira ese olor especial a fragua. No venía de familia de toreros ni tenía más contacto con el mundo del toro que el que podía tener cualquier vecino trianero. Juan amaba la aventura, el riesgo, el sueño. Fue torero como podía haber explorado la sabana africana o haber sido un héroe de guerra. Triana se le quedaba corto y más si su vida circulaba en torno a una vorágine de pobreza, huérfano de madre y con un padre sumamente autoritario.
En la adolescencia se hizo miembro de una pandilla anarquizante cuyo ídolo era el valiente pero malogrado torero y paisano Antonio Montes, hijo predilecto de la Calle Pureza y muerto por cornada de toros en Ciudad de México, en 1907. Querían llegar a ser algún día como Montes y salir de pobres a través de un mundo del toro del que sabían más bien poco. En las noches de luna se escapaban a las ganaderías que había en las marismas tartesias e intentaban con sus chaquetillas torear a los toros que se dejaban. Sin ningún tipo de técnica, siempre del lado de la heterodoxia y con el valor como compañero de viaje. Fue Juan el que más amistad hizo de todos con el valor y creía entrar en una suerte de trance en aquellas veladas nocturnas, solo a campo abierto con el toro.
Su padre era amigo de un banderillero algo venido a menos que había pertenecido a la cuadrilla Montes, Calderón. Quedó asombrado por la voluntad del Belmonte por ser matador y le enseñó no solo toda la técnica que conocía sino que le habló en profundidad de los alardes de valor de Antonio Montes. Pronto anda el camino natural de los toreros participando en distintas novilladas por la Piel de Toro hasta tomar la alternativa en Madrid el 16 de Septiembre de 1913 de manos de Machaquito y con Rafael El Gallo como testigo. Su técnica era muy precaria y su poder pobre pero cautivaba a la gente con sus intentos por quedarse quieto en el embroque y la capacidad, cuando el toro era propicio, que tenía de templar los toros, de reducir la embestida fiera del animal. Todo eso, sumado a unas cualidades físicas poco reseñables y unas formas tan particulares que daban al acontecimiento un tono de patetismo e inverosimilitud.
Belmonte y Joselito
En aquel entonces empieza a mandar ese joven dios mortal y altivo que era Joselito El Gallo. Hijo del señor Fernando el Gallo y hermano del brujo pero inconsistente Rafael, el «Divino Calvo», desde su precocidad se había convertido en un maestro de la Tauromaquia Antigua, con una síntesis de gran poder y gracia sevillana. Era un torero variado, dominador de todas las suertes y capaz de poderles prácticamente a todos los toros. Una tauromaquia antigua que consistía se fundamentaba en la velocidad, el movimiento y las piernas. En andar por toda la plaza ejecutando las distintas suertes –especialmente con la capa- de forma ágil y rápida. Y siempre siguiendo el consejo lagartijero de «o se quita usted, o le quita el toro». En cierto modo, lo contrario a lo que proponía Belmonte, pese a tener éste muchos resabios de torero antiguo.
Pero, ¿en qué consistió la Revolución Belmontina? ¿cómo era su tauromaquia? Si el propio Belmonte dice que «se torea como es», él mismo toreaba realmente como era. Su toreo, por romántico, era de impulso, de corazonadas, de intentar expresar en el ruedo y ante el toro sus sentimientos más hondos. Por ello, la técnica y los cánones carecían de importancia. Era un torero de arte que quería externalizar lo trágico de su forma de ser. Para empezar, cambió lo estética del toreo al citar al toro echando la pata hacia delante, dando el medio pecho, desfigurando su rostro y apoyando el mentón en el pecho. Desde entonces «cargar la suerte», se convertirá en sinónimo de echar la pata hacia delante en el cite, como él hacía.
En aquellas noches de luna en la marisma descubrió que los toros, como animales herbívoros, tienen un campo de visión difusa en el que puede ponerse el torero al cruzarse al pitón contrario. Este descubrimiento, quizás el más revolucionario de la Historia de la Tauromaquia, permitía a Belmonte ponerse entre ambos pitones citando enfrontilado, intuyendo la quietud absoluta que lograra Manolete con una tauromaquia radicalmente distinta, pasarse al toro muy cerca y templar su embestida. Esto volvía absolutamente locos a los públicos cuando El Pasmo de Triana, como comenzaron a llamarle, conseguía hacer coincidir el toro noble con sus arrebatos de éxtasis románticos, cuasi místico. De ahí que de José dijeran los aficionados «así se torea» y de Belmonte dijeran «así no se puede torear». Afloraban los enganchones, las volteretas, aunque raramente la cornada grave, y la gente se volvía loca con un tremendista que en verdad nunca quiso serlo.
Una anécdota muy graciosa plasma la diferencia a la perfección entre José y Juan. En una mañana de tentadero Joselito, que conocía a los toros, según decían, como si le hubiera parido una vaca, vio que por el pitón izquierdo la becerra tenía dificultades y le tocaba tentarla a Belmonte. Este pegó un natural de esos suyos, cruzado al pitón contrario y enfrontilado, pasándoselo muy cerca y buscando quedarse quieto en el embroque. José le avisó antes de la situación pero finalmente la becerra voltereó al trianero. Joselito le dijo: «Pero no ves que si toreas así te va a pillar» y Juan le contestó: «Ya, pero ahí está la gracia. En intentar quedarte quieto y que el toro te pase muy cerquita».
Siguiendo el lenguaje del filósofo alemán Oswald Spengler, podríamos decir que Joselito y su toreo eran lo faústico, lo expansivo, la seguridad que da el conocimiento de las condiciones del toro y de todas las suertes y partes que tiene la lidia. Belmonte era lo mágico, lo arcano, lo misterioso, el apoyo del toreo en un profundo sentimiento que le hacía parecer patético pero que enloquecía a cualquier que presenciara el suceso místico, el éxtasis. Toreaba con fatigas de muerte, como llevado por una fuerza divina que aparecía de forma arbitraria e imprevisible. Joselito se dio cuenta de que necesitaba a Juan para avivar el interés por los toros, en aquella llamada Edad de Oro, buscando promocionar en un mundo ganadero donde mandaba de forma absoluto, el toro que era propicio para el toreo de Belmonte.
Siguiendo la distinción, quizás algo simplista, hecha por el cronista e historiador, un tanto antibelmontista, Pepe Alameda, Belmonte fue un maestro del toreo de línea cambiada de los preceptos de Pedro Romero y la Tauromaquia del Paquiro mientras que adolecía del toreo en línea natural enseñado por Pepe Hillo, Lagartijo y Guerrita. Más que un revolucionario fue, en cierto modo, un restaurador de la forma rondeña originaria de torear, en aquel momento extinta. Con el capote era variado, pero menos que la mayoría de sus compañeros. Revolucionó el toreo a la verónica al dotar al lance de hondura y reunión, aún con las manos altas –pero a veces algo menos que lo que era normal- y siendo capaz muchas tardes de lograr la entonces hazañas de ligar varios lances. Con la muleta toreaba «en ochos», es decir, no buscaba ligar el toreo en redondo –aunque alguna que otra tarde lo hizo- como intentaba Joselito, sino que ligaba el natural o el derechazo con un pase de pecho u otra suerte propia del toreo cambiado como el molinete, el molinete invertido, la trinchera o el farolillo, todos ellos ejecutados con su peculiarísima personalidad. En su primera época eran comunes desplantes valerosísimos que hacían gala del descubrimiento de la existencia del pitón contrario. Su natural, al ser enfrontilado y cruzado al pitón contrario, era en línea si el toro tenía trayectoria pero muy reunido, corto, y detrás de la cadera, con mucha pureza. El Pasmo pudo haber experimentado con el toreo en redondo de línea natural pero nunca quiso. Incluso cuando este comenzaba a imponerse cuando reapareció en Nîmes en 1935, notándose que había ganado en naturalidad y técnica. Ya no necesitaba arrebatarse y entrar en trance para torear un toro de embestida propicia. Primero fue el sentimiento, fue la intuición de una revolución que devino en clasicismo, y luego fue el poder y la técnica.
Fuera de los ruedos, Belmonte fue también un auténtico revolucionario. Nunca gustó de lo que hoy llamaríamos el «taurinero» y dejó esas cosas a un Joselito con clara vocación empresarial. Juan prefería estar con unos artistas e intelectuales como Valle- Inclán, Pérez de Ayala, Gregorio Marañón, Ortega y Gasset o Gerardo Diego. Era un torero que venía pidiendo poetas en una España en la que los intelectuales se habían alejado de un acontecimiento que creía cruel y adormecedor de las conciencias nacionales. Valle- Inclán, fascinado por el aura trágico de Belmonte, le dijo un día: «Juanito, solo te queda morir en la plaza», a lo que Belmonte con cierta sorna contestó: «Se hará lo que pueda Don Ramón, se hará lo que se pueda». Mientras Joselito estaba siempre en el campo, cerca del mundo del toro, Belmonte frecuentaba las esferas de la alta cultura y de la diversión dionisiaca de la noche. Se cuenta que tan romántico era con las mujeres como lo era con el toro, mientras que José solo se enamoró una vez, de la hija de un ganadero que al principio no aprobaba su relación y que resultó, junto con la muerte de su madre la Señá Gabriela, la causa de sus últimas tristezas. Mientras Joselito vestía de corto o con capa española, Belmonte vestía con voluptuosos trajes que le hacían parecer más un gentleman inglés que un torero.
Joselito terminaría por morir en Talavera de la Reina un 16 de Mayo de 1920 de forma inesperada. Diría Gregorio Corrochano que él creía que Joselito sabía lo qué era torear pero le vio morir en la plaza. Belmonte perdió a su rival en los ruedos, a su antítesis taurómaca, por lo que se retiró de los ruedos para reaparecer, casi siempre junto a Rafael El Gallo, de forma esporádica. Casi como si se fuera a adorar a una sagrada reliquia. Mientras, muchos toreros intentaban copiar su estética, aún bajando las manos al torear, mientras una columna de tratadistas exaltaban, quizás en demasía, su figura, sin que el propio Belmonte participara jamás de eso. Fue siempre un hombre humilde, aún consciente de que su toreo revolucionario se había convertido en clasicismo. En los últimos años, desde el conocimiento en España de la obra de Pepe Alameda, una corriente neogallista ha hecho justicia a Joselito El Gallo, aún exagerando su supuesto descubrimiento –que no es sino redescrubrimiento- del toreo en redondo mientras vilipendian a Juan Belmonte como un molesto bohemio que, si acaso, tiene mérito por haber descubierto el cruzarse al pitón contrario. Hoy en día estas rivalidades de tertulia de casino carecen de sentido alguno pues, como dice Jesús Soto Moreno, hay que ser tanto gallistas como belmontistas.
El Legado de Belmonte
Como romántico prototípico, Juan Belmonte se quitó la vida al alba de un 8 de Abril de 1962. Estoy convencido que, en esa milésima de segundo que pasó entre que apretó el gatillo y se quitó la vida, se arrepintió y está en los Cielos toreando con los más grandes, perdonado por Dios. Mucha y variada fue la rumorología sobre su suicidio: que si una bella rejoneadora le rechazó, que si se vio abatido por el deterioro físico propio de la edad, que si nunca asimiló la muerte heroica de Joselito en la plaza, corroído por la envidia, etc. Habladurías. Más bien, todo apunta a que quedó impactado por la agonía de muerte bajo delirios de su querido amigo Rafael El Gallo. Incapaz de aceptar que él pudiera acabar así, decidió quitarse la vida, aunque en su juventud rodeado de poetas vanguardistas ya rondó la idea del suicidio su peculiar cabeza.
¿Dónde podemos ver mejor el legado de Belmonte? En el toreo jondo gitano de su púpilo tardío Rafael de Paula; en el toreo de línea cambiada, de inmenso poder y sequedad castellana, de Domingo Ortega; en la pureza de su paisano Emilio Muñoz; En la verónica de Antonio Ordóñez; En cómo ese otro héroe tartesio, Paco Ojeda, lleva a al paroxismo la invasión de los terrenos del toro; en un José Tomás toreando por naturales, uno a uno, en el coso venteño; en cómo anda a los toros el también trianero Juan Ortega; en un Morante de la Puebla que, entre todas las tauromaquias que domina, la de Belmonte la domina a la perfección, especialmente, cuando se arrebata y se olvida de que tiene cuerpo. Conviene recordar a Juan Belmonte en una época en la que parece que debe ser vilipendiado para ser buen aficionado. Ojalá surjan más toreros que nos provoquen un nudo en la garganta.