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En aquel pequeño cuarto a la luz de las candelas, la pequeña Catalina se decide a preguntar. “¿Madre, por qué si eres Reina, no reinas? Juana la mira con ternura, le acaricia la mejilla y le susurra al oído para que las palabras no lleguen a sus carceleras: “la culpa la tiene el poder hija, que enloquece a quienes lo creen poseer, y por el poder algunas personas son capaces de hacer pasar por loca a cualquiera que se anteponga en su camino”.

Esta conversación entre la Infanta Catalina y Juana I de España nunca tuvo lugar. Es fruto de la imaginación alocada de quien escribe estas líneas, como alocadas serán algunas reacciones de quienes acaben de leer ‘Juana I de España’ al referirme a Juana I de Castilla, a Juana la Loca como la recuerda la Historia. No estoy loca por decir que la tercera hija de los Reyes Católicos se convirtió por azar del destino en la primera Reina de España. ¿Qué si no es el conjunto geográfico de la Corona de Castilla y la Corona de Aragón en 1516?

En otra conversación imaginaria podríamos decirle a Isabel la Católica, quinientos años después de su Testamento, trascendental para la Historia de España, que su hija, tal y como vaticinó, ni quiso, ni pudo reinar. Ni la dejaron, sépalo su Alteza, por razón de Estado. Así lo entendió el padre, así se aprovechó el esposo y así lo acató el hijo. Una loca no podía reinar. Y además dispuso Vuestra Majestad que si “…no quisiere o no pudiere entender en la gobernación dellos…”  lo hiciera Don Fernando el Católico y después su nieto, Carlos. Y así ocurrió. Aunque no fue sencillo llevar a cabo sus últimas voluntades. Los problemas políticos que se plantearon por la inestabilidad emocional de su hija Juana, fueron un quebradero de cabeza, y es que la cabeza a veces nos juega malas pasadas. Sepa además S.A. que su hija acabó siendo la Reina propietaria de la Corona de Castilla y de la Corona de Aragón; que nunca fue desposeída de sus títulos pero que en vez de ser la Reina todopoderosa como lo fue Su Alteza, fue cautiva del poder, una reina de papel, un rostro sin voz, una figura hundida en el cautiverio, descripciones actuales de Manuel Fernández Álvarez (La Cautiva de Tordesillas) que ayudan a entender en qué posición quedó su hija: pudiendo tenerlo todo, no tuvo absolutamente nada.

La Reina más poderosa de la Cristiandad

Juana I fue Reina de Castilla a partir de 1504, Reina de Aragón y de Navarra desde 1516, Reina de las tierras conquistadas en América y de reinos y plazas en Europa y África. La Reina más poderosa de su tiempo. Madre de dos emperadores, Carlos y Fernando, y de cuatro reinas, Leonor, Isabel, María y Catalina. Su descendencia se extendió por toda Europa. Y sin embargo, el interés de quienes la gobernaron, hizo que su destino se redujera a las cuatro paredes de un palacio castellano. Aquella desdichada vida conmovió a las gentes sencillas de la España de principios del siglo XVI. Y sigue conmoviendo hoy en día. Porque no fue una reina de grandes hazañas, de grandes conquistas y gestas. Culta, bella, rebelde, inquieta, apasionada, poco religiosa, obediente, irascible, deprimida… loca. De todo lo que fue, esto último es lo que quedó. A pesar de que hace cinco siglos no se tenía la certeza de su locura y cinco siglos después, tampoco, Juana estuvo y está loca para la Historia. Depresión, esquizofrenia, bipolaridad… ¡Quién sabe! Cuarenta y seis años encerrada y maltratada deben enloquecer a cualquiera. Solo la dejaron aferrarse con desesperación a su pequeña Catalina, quien durante dieciséis años apaciguó su soledad.

Una patética historia

Hay quien dice que Juana es uno de los personajes más patéticos de la Historia. Patético como actitud que expresa padecimiento moral, angustia, pasión o sentimiento muy intenso. No hay mejor definición que resuma cómo era aquella mujer. Su fallecimiento a los 76 años se alió con el calendario un Viernes Santo de 1555. Pasión y muerte de Cristo. Pasión y muerte de Juana. Apenas trascendió la noticia. Nada que ver con lo acontecido casi cinco décadas atrás cuando se forjó su leyenda de loca al negarse a enterrar a su esposo, Felipe de Austria, el Hermoso. Junto al cadáver embalsamado de su difunto marido, Juana recorrió los caminos de aquella Castilla asolada de peste. No pudo llegar a Granada para enterrarle como era su deseo, el del Hermoso. Abre y cierra el féretro, se niega a pernoctar en conventos, obliga a su comitiva a viajar de noche, ninguna mujer puede acercarse a velarle, solo ella. Le atormentan los mismos celos que en vida del difunto. Loca. Las gentes de aquella España lo tenían claro. Demasiadas anomalías en su conducta. Lo de la depresión aguda será un diagnóstico de nuestro tiempo. La cura: el encierro de por vida. Receta prescrita por Fernando el Católico.

Juana no perdió el juicio. Siempre supo quién era, la Reina. No lo olvidó jamás, como jamás olvidó para qué fue educada. Estrechar lazos con otros reinos a través de matrimonios de conveniencia era el destino que por nacimiento le correspondía a ella y a sus tres hermanas, pero no ser la heredera al trono de las Coronas de España, eso era cosa de su hermano. Falleció el heredero y lo hizo también su hermana mayor. Así que allí estaba ella. La tercera. Pero para aquello no fue preparada y le sobrepasó.

No fue la preferida de su madre. Isabel nunca la entendió y no supo hacerse con ella. Juana era distinta. De entre todos sus hermanos ella fue siempre la más rebelde, la más traviesa, la más libre. ¡Qué ironía! Pero era obediente. De ahí que con resignación accediera a todo lo que le encomendaron: desposarse, amar, engendrar, recluirse, firmar, acatar. Desmedida pasión puso en algunas tareas, apatía en otras. La erótica del poder no la sedujo. La ardiente pasión por lo carnal, los celos y el deseo de afecto la destruyeron. La manera que tuvo Juana de rebelarse y de hacer frente a las continuas infidelidades de su marido fue a través de ataques de cólera incontrolables, agresividad en sus actos, aseo descuidado, gritos, encierros en su alcoba, noches en vela, huelgas de hambre, descuido de sus deberes religiosos, silencios… rebeldía. Actitudes poco acordes a lo que se espera de una dama, de una Infanta, que provocaron alarma en la Corte española. Pero no solo se sublevó así contra el Hermoso, también contra su madre, por despecho, por apartarse de ella, como confesó a fray Tomás de Matienzo, enviado de los Reyes Católicos a Flandes. Con 16 años te apartan de todo aquello con lo que has crecido. Te envían a un país extraño cuya lengua desconoces y cuyas gentes son más frías que el clima que envuelve aquellas tierras. Gris es el cielo y gris es tu vida. Te aferras a un hombre hermoso que desata en ti pasiones desconocidas. Crees que él suplirá el afecto que te ha sido arrebatado. Eres suya, pero él es de todas. Y recuerdas tu infancia, cuando tu madre sufría por saber que su lecho lo compartía con otras. Y te comportas igual, con ataques de ira. Pero no sabes cómo pararlos porque tú no eres ella.

Dame tu mano y ganaré confianza

Salir de aquel ‘mal de la cabeza’ como lo llamó Fernando el Católico, podría haber sido posible como se evidenció con una de las hijas de Juana, María, quien al enviudar se sumergió en una profunda melancolía que podía recordar a los peores momentos de su madre pero que fue capaz de superar con ayuda de su hermano Carlos V. Juana no tuvo tanta suerte, era más útil para el reino evidenciar su demencia y encerrarla que ocuparse de su curación. Su padre pudo haberla ayudado en las tareas de gobierno. Así lo deseaba Juana sabedora de la experiencia política de su progenitor. Juana tuvo la oportunidad de reinar en 1506 recién muerto Felipe de Austria. Ella no tenía fuerzas tras el duro golpe. Necesitaba consejo. No quiso hacerse cargo sola de sus deberes como Reina. “No hay manera de convencerla de que ponga una firma o redacte unas líneas para el gobierno del Estado” narraría en aquella época el humanista Pedro Mártir de Anglería. Aguardaba Juana a que El Católico volviera de su estancia en Nápoles y actuara. Y actuó.  Por razón de Estado y por controlar todo el poder político de Castilla, la encerró en Tordesillas.

Juana fue una mujer de Estado. Ejemplos sobre su lealtad a la Corona y al reino los ha recopilado la Historia, la revuelta de los comuneros de Castilla es uno de ellos. ¿Pudo reinar? Pudo. No lo hizo. En septiembre de 1520 ante la Junta comunera en Tordesillas, Juana pronuncia un discurso de lo más revelador. Acusa a su padre de su encierro sin comprender el porqué, y se siente culpable y angustiada por no haber podido cumplir con sus deberes como Reina desde la muerte de su padre, noticia que le ocultan con engaños.

Castilla no podía tener dos reyes. Carlos era ya rey. Ella también. Los rebeldes comuneros no podían tolerar tal afrenta a las leyes del reino. Había que convencer a Juana para que gobernara de manera efectiva el reino como heredera legítima y relegar a su hijo como Príncipe. Si Juana acataba lo que le proponía la Junta comunera, la Historia de España hubiese sido escrita por otra mujer. Pero Juana nunca firmó nada, “… que no la revolviese nadie con su hijo…” llegó a decir.

El dolor de una madre

Siempre estuvo pendiente de sus hijos. Le reconfortaba tener noticias de ellos. Su desequilibrio mental no la hacía inmune al dolor de verse alejada de sus vástagos.  Pero si hubo un desgarro emocional como madre ese fue provocado por la marcha de Catalina en 1525 para casarse con el rey de Portugal. Fue el trance más doloroso que sufrió Juana desde la muerte de su marido. Su nexo de unión con la vida afectiva se rompió y la soledad más absoluta la envolvió, ahora ya si, hasta su muerte.

Sus últimos años de vida los pasó Juana inmovilizada de cintura para abajo debido a una caída. Inmóvil. Francisco de Borja, una de las figuras más relevantes del clero, estuvo con ella. Fue el encargado de confirmar si estaba endemoniada por decir, entre otras cosas, que las carceleras vestidas de damas que se encargaban de ella eran unas brujas, arrojar al suelo velas benditas o creer ver a un gato maligno en sus aposentos. Para Francisco de Borja el demonio no se había metido dentro del alma de la Reina. No existía fundamento para tales conjeturas. Pero sí había sostén para pensar, y así lo manifestó el jesuita, que no se había tratado a la Reina de manera adecuada para paliar su enfermedad. Su comprensión hacia ella, su afecto e incluso, por qué no, el cariño hacia aquella anciana, logró un cambio espectacular en el comportamiento de Juana. Pero aquel remedio llegó ya tarde.

“Madre, los niños que se asoman a la ventana de nuestro cuarto dicen que estás loca, ¿por qué?”. Juana con lágrimas en los ojos le susurra: “amé con locura a mis padres, a mi esposo, a mis hijos, a Castilla. De todos me separaron y ya no tuve razón para vivir como se espera de una Reina”.