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Aquel primero de abril del año 1992 resultó fecha triunfal para un Madrid que recibía al Torino de Rafael Martín Vázquez. El canterano merengue fue elevado por las palabras de César Luis Menotti hasta la categoría de mejor jugador del planeta, pero no terminó de convencer al Bernabéu -los menos respetuosos le llamaban Mari Pili-, se hartó de tanta crítica despiadada, aceptó la oferta de una escuadra turinesa que no era la Juve, llenó la maleta de pases majestuosos y le recibieron como si fuera el más esperado y auténtico de los mesías; desde el balcón, cual Duce moderno, divisó la adoración de su nueva hinchada: «Martín Vázquez, Martín Vázquez, eres mejor que Pelé».

El Torino era catenaccio y el Madrid -aún no podía sospecharlo- estaba a punto de afrontar hecatombes inesperadas. Los italianos le vencerían en la vuelta, Tenerife comenzaría a convertirse en isla maldita, inhóspita, y dos golazos de Schuster y Futre iban a pintar con rayas rojas una copa que los merengues soñaban solo blanca. Aunque todavía faltaba: estábamos en abril, la primavera presagiaba éxitos conocidos y el Real ganó por dos a uno gracias a las asistencias de Míchel, al talentoso Gheorghe Hagi (Maradona de los Cárpatos le llamaban) y a la sorprendente capacidad goleadora de Fernando Hierro. Como entonces las noticias aparecían en papel, se entregaban en los quioscos y no había rastro de internet, la jornada siguiente amaneció con periódicos que hablaban de triunfo. Ni rastro de la tragedia.

Juanito se retiró del fútbol el día en que Curro Romero saltó al césped para cortarle la coleta. Poco después quiso ser entrenador y Pepe Fouto, presidente del Mérida, pensó en él o en José Antonio Camacho para enderezar el viaje de una nave insegura; se decidió por Juan Gómez y el Supersónico -apodo impuesto por Héctor de Mar- proyectó su desaforado carácter sobre el conjunto emeritense. Las tácticas eran osadas, algunos dirían irresponsables, pero el equipo comenzó a ganar partidos, a escalar peldaños, a situarse no tan lejos del ascenso a primera. Ese logro histórico llegaría bastante más tarde, sobre el verano del 95, y a Pepe se le saltaron las lágrimas cuando gritó con voz rota -con alma ronca- el «Juanito maravilla» de tantas tardes colmadas de vida.

Lancaster, Bernabéu y victoria del Madrid

La noche del Torino, el siete quiso recorrer unos cuantos kilómetros para visitar el templo merengue y ver cómo su Madrid se enfrentaba a un equipo experto en tragedias que van mucho más allá del fútbol. Aunque le iba a acompañar Fouto, ocupaciones laborales lo hicieron imposible y el puesto del dirigente fue ocupado por Miguel Ángel Jiménez, preparador físico del club extremeño. A Juan el cambio le vino de perlas porque aprovecharía para contar una confidencia y proponer cierta aventura a su imprevisto compañero de viaje: el máximo mandatario del Burgos (Martínez Laredo) quería al Supersónico como responsable técnico del equipo y Juanito deseaba llegar hasta allí con Miguel Ángel bajo el brazo. Lo debatirían sobre la autovía. En otro coche viajaban tres jugadores del Mérida: Santiago Cañizares, Julio Prieto (tantas veces rival capitalino) y el goleador Paquito.

Antes del partido, técnico y preparador visitaron el pub Lancaster para recordar viejos tiempos y reencontrarse con amigos de siempre. El local se ubicaba en el paseo de la Castellana, muy cerca del estadio, y durante años de vino, rosas y centros a la cabeza de Santillana lo regentó un defensa famoso por rebasar de largo los límites del reglamento; su nombre, Gregorio Benito. Las figuras del Madrid setentero y ochentero pasaron allí infinidad de tardes, de noches, de madrugadas. Juan nunca fue buen perdedor y a menudo protagonizaba escenas incómodas, con barajas voladoras y fichas arrojadas contra el suelo. En cierta ocasión, el entrenador Vujadin Boskov llamó al domicilio de sus pupilos a horas intempestivas por ver si los chicos guardaban disciplina, descubrió la cruda realidad y luego preguntó en qué momento regresaron a casa. Todos mintieron excepto Juanito -«a las cinco, míster»- y eso significó sanción económica no menor. Como la que le cayó cuando directivos y jugadores compartían autobús y se le ocurrió exhibir imágenes de una capea en la que salió a torear. Tal actividad estaba prohibidísima, pero es que Juan hubiera cambiado ligas, títulos de la UEFA y hasta Copas -las del Rey, las otras no parece tan claro- por una sola oreja en La Maestranza.

Lancaster, Bernabéu y victoria del Madrid: si no era la noche perfecta, lo parecía. Después de ver cómo los blancos derrotaban a esa escuadra ligada para siempre a la mala suerte, Juan agarró el volante, enfiló la carretera de Extremadura y pilotó el automóvil en mitad de una madrugada desapacible, cargada de niebla y lluvia. Pararon a repostar bien avanzada la ruta, intercambiaron posiciones (le tocaba conducir a Miguel Ángel) y entonces sucedió lo del kilómetro 161. Troncos que se desprenden de un camión e invaden la carretera, maniobra desesperada y golpe mortal contra otro vehículo. El preparador físico logró sobrevivir, pero Juan nunca despertó. A la mañana siguiente, no hallamos cosa en que poner los ojos que no fuese noticia de la muerte.

Juan Gómez es un grito de guerra en el Bernabéu

A Julio Prieto, Cañizares y Paquito les invadió un frío sobrecogedor que quizá puje por regresar cuando estalla el mes de abril y aprieta la niebla del recuerdo. Salieron de Madrid más tarde, cambiaron música por noticias de la radio y empezaron a escuchar sandeces, disparates intolerables que a quién se le podrían ocurrir: Juanito hizo, Juanito era, Juanito iba a ser.

El funeral emeritense y el entierro de Fuengirola, casi con honores de jefe de Estado, demuestran la importancia -sentimental sobre todo- del personaje. Las banderas lucieron a media asta en su localidad malagueña; antes, en tierras de Extremadura, los jugadores portaron el féretro a hombros.

Juan Gómez es ídolo indiscutible para una generación merengue que disfrutó de personajes inolvidables, de hombres adictos al triunfo, de tíos con algo raro en la mirada, de bigotudos llenos de carisma y masculinidad. Mucha testosterona saltaba a la cancha cuando aparecían Pirri, Camacho, Santillana, Miguel Ángel, Benito, Del Bosque o Stielike. Cabrones, cuánto hacían sufrir a los rivales. Pero Juanito sobresalía por algo especial y no era precisamente la altura; hay enormes futbolistas y se les puede etiquetar de muchas maneras: fiables, técnicos, trabajadores, líderes de vestuario, matadores, zagueros imposibles de rebasar…Y luego están los magos, los genios. El siete blanco era una jugada imposible, un escalofrío en la espalda del contrario, un carácter indomable, un enemigo de sí mismo, un botellazo por no callarse ni media y una celebración desaforada la noche del Borussia. Juan Gómez es un grito de guerra en el Bernabéu cuando llega su minuto.

Y antes de convertirse en mito merengue, el Supersónico fue hijo de albañil, futbolista del Atleti porque Ángel Castillo lo llevó al club rojiblanco con sólo 14 años, riguroso noctámbulo, asiduo a los casinos, empresario sin éxito, jugador descomunal del Real Burgos, extremo de la selección y tipo vehemente al que los enfados le duraban poco. Ese maldito pronto. Desapareció a mitad de camino entre el Bernabéu y la ciudad a la que pretendía regalar un sueño. Murió en primavera, pero aquel mes de abril comenzó con vocación de invierno.