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En este mes de julio, el día 11 para más señas, se celebra la fiesta de San Benito de Nursia, fundador del monacato occidental y patrono de Europa, y es una magnífica ocasión para hacer memoria. Ya saben que, en la tradición bíblica, la memoria no es un lastre que nos ata al pasado, sino un trampolín que nos proyecta hacia el futuro.

Fueron hombres como San Benito los que construyeron nuestra civilización y no debieron de hacerlo tan mal porque después de tantos intentos de acabar con ella ahí sigue a pesar de todo. No debe sorprendernos, pues, que el Papa Benedicto XVI escogiese a nuestro Benito como patrono de su pontificado.

Es bueno tener patronos porque nos permiten, como la memoria, regresar a los orígenes para recordar de dónde venimos, es decir, quiénes somos. Sólo por eso, ahora que es verano, deberíamos visitar todas las ciudades y pueblos que celebran, en estos días, sus fiestas patronales. A mí me gustan tanto los patronos y tantísimo las fiestas que dejo puesto el belén en casa hasta San Blas. Si se trata de celebrar, que no decaiga.

También es bueno viajar para visitar las obras que esos santos, esos patronos, esos fundadores erigieron y que son hoy prueba elocuente de que podemos aspirar a algo mejor que la tristeza que nos rodea. Basta una visita a un monasterio, una catedral o un castillo para desintoxicarse de la fealdad circundante. Un ratito de canto gregoriano puede curarnos de horas de ruido. No hay confusión que se resista a una biblioteca monástica ni pesar que no cure una capilla.

De todos los lugares que se deben a la obra de San Benito, yo hoy les recomiendo la archiabadía de Pannonhalma, en la región de Transdanubia, en el occidente de Hungría. Debes ustedes imaginarse una comarca fértil salpicada de arboledas y campos de labranza. Antes de divisar el altozano donde se encuentra este monasterio fundado en el siglo X, ya se nota la cercanía por el olor azul de la lavanda. Los visitantes la compran en bolsitas para llevar consigo la fragancia de este lugar silencioso y colorido. Cuando llegue, recorra con la vista la llanura panónica, vea sus lomas onduladas hasta donde llega el horizonte. Imagine esa Alta Edad Media en que el tiempo lo marcaban las campanas y la noche era, de verdad, la oscuridad y el cielo estrellado.

Más de mil años de historia

Geza I

En este lugar, en el siglo X, allá por el año 996, Géza (945-997), Gran Príncipe de los Magiares y padre de San Esteban, pidió a los monjes benedictinos que fundasen un monasterio aquí, donde cuenta la tradición que había nacido nada menos que San Martín de Tours, uno de los santos más populares de Europa. Es lo que tiene partir la capa con el pobre que la necesita: no sólo gana uno el cielo, sino que ponen bajo su advocación parroquias por todas partes. Aquí levantaron, pues, los hermanos de San Benito este monasterio que llamaron del Sagrado Monte de Panonia (Sacer Mons Pannoniae) o, en húngaro, Pannonia Szent Halma.

El hijo de Géza, el rey Esteban I de Hungría (975-1038) enriqueció al monasterio mediante beneficios fiscales. Le dio privilegios propios de un obispado. Pannonhalma se convirtió en un foco de cultura para toda Europa Central. Es aquí, en este lugar de oración y recogimiento, donde se custodia la Carta de la Abadía de Tihany (1055), que contiene el texto húngaro más antiguo, cuyas palabras se incorporaron a un texto latino. Si saber húngaro es como estar iniciado en la fuerza, están ustedes en el santuario Jedi. Un español puede sentir, al ver estas pocas líneas, la emoción de las jarchas o de las glosas silenses y emilianenses. Por cierto, ya ven que con las glosas seguimos a la sombra de San Benito.

Esta archiabadía, cuyos muros reciben al visitante y lo confortan en medio del calor estival, resistió el ataque de los mongoles en 1242 con el abad Uros a la cabeza, que había participado en la Quinta Cruzada junto al rey Andrés II de Hungría (1177-1235). Incluso el rey Matías Corvino (1443-1490), cuya biblioteca competía con la de Lorenzo el Magnífico, dejó aquí su huella en la reconstrucción que ordenó en 1486. Con la invasión otomana de Europa, que los húngaros combatieron durante más de un siglo, y la posterior ocupación, los monjes tuvieron que abandonar alguna vez la abadía, pero siempre regresaban.

Durante la Edad Media, en esta abadía floreció la cultura. Desde el saber de Grecia y Roma, hasta la medicina, la farmacopea y la agricultura, los monjes contribuyeron al desarrollo del saber y la ciencia en toda Europa Central. Aquí venían polacos, checos, eslovacos, moravos, bohemios, germanos, croatas y, por supuesto, húngaros.

Un reducto de libertad y verdad

En 1996, San Juan Pablo II el Grande dedicó a esta abadía palabras muy sentidas: «La abadía de Pannonhalma, al igual que muchas otras de la orden de san Benito que se hallan esparcidas por todo el continente europeo, a lo largo de los siglos fue un destacado faro de cultura y ha desempeñado un papel importante en la defensa de la libertad y de la verdad, sobre todo frente a las invasiones turcas y recientemente, durante la dictadura comunista».

Durante más de diez siglos, este lugar ha sido un símbolo del espíritu europeo. Sigue siéndolo y como él, tantas obras que San Benito y su orden dejaron por Europa. Por eso, si alguna vez necesita usted volver a casa, si se encuentra usted perdido en medio del marasmo de nuestro tiempo, tome el camino de alguna abadía benedictina o venga directamente aquí, a Pannonhalma, al mar de lavanda y al silencio arbolado que rodea la abadía. Dirija sus pasos a Transdanubia. Deténgase en Győr, la bellísima ciudad desde la que puede tomar el autobús que lo conducirá hasta aquí, pero siga camino. Esté atento. Divisará la abadía en un otero, ahí en lo alto, como una atalaya de fe y razón que sigue en pie imbatible.

Quizás nos encontremos allí.

Que el camino a Pannonhalma les sea propicio.