Si hay un autor al que se debe leer en otoño, ese es sin duda J.R.R. Tolkien. Quien dice leer, dice ver, y quien dice otoño dice finales de verano, de modo que el dos de septiembre, la fecha que ha escogido Amazon Prime para estrenar por fin su serie de El señor de los anillos, no podía ser más acertada.
Han pasado ya veinte años desde que La comunidad del anillo de Peter Jackson viese la luz, los mismos que han pasado desde que Álex de la Iglesia publicase en El País la reseña más entusiasta y emocionante de todas las que se escribieron a raíz de aquel estreno. No fue la única, por descontado, pero de entre toda la avalancha de críticas que nos inundaron hablando sobre el acontecimiento del año la suya fue, sin duda, la mejor. Se veía claramente que era obra de una persona que no había tenido más remedio que escribirla, que no había podido evitar compartir lo muchísimo que había disfrutado la película. Además, alguien que confesaba sin pudor que leía la trilogía de Tolkien una vez al año y que, cuando no la estaba leyendo, se frotaba sus “carnes tolendas” con los lomos de sus tres volúmenes, tenía que ser de fiar. Guardé aquel recorte de periódico durante mucho tiempo. Entre tanto crítico serio, la mirada del director español relucía limpia como la de un niño y transmitía un entusiasmo real. “Sólo quiero hablaros de la emoción de la aventura”, decía “de la épica, de la fuerza brutal de la historia, de un grupo de amigos imposibles dispuestos a luchar contra sí mismos, contra la sed de poder que nos abruma y nos corrompe.”
La amistad y la Gran Guerra
Cuando los caminos de Tolkien y C.S. Lewis se cruzaron en 1926, lo que los unió no fueron únicamente unos gustos y un punto de vista compartidos. Ciertamente, ambos encontraron en el otro verdadero afecto, buena conversación y una inclinación natural a la alegría, además de un gran entusiasmo por la mitología nórdica. Pero es probable que todas estas afinidades, comunes a cualquier amistad, se vieran intensificadas por el ambiente de los años que les tocó vivir.
Una de las consecuencias directas de la Primera Guerra Mundial, en la que tantísimos murieron (y en la que los supervivientes vieron morir a tantos de sus amigos), fue que los que la superaron sintieron a lo largo de sus vidas una necesidad muy marcada de estar juntos. Este espíritu de la época fomentó un tipo de amistad masculina unida por unos lazos muy intensos del que, generalmente, quedaban excluidas las mujeres. Sobre este tema y sobre las claves literarias y existenciales que desembocaron en la obra de los dos escritores hay un libro muy recomendable, Un hobbit, un armario y una gran guerra (Larrad Ediciones, 2018), de Joseph Loconte. En cualquier caso, que Tolkien y Lewis se hicieran amigos fue una suerte para ellos y, si hacemos caso a las palabras del primero, también para sus lectores: “La deuda –imposible de pagar– que tengo con él no es la influencia, tal como se suele entender, sino el aliento. Fue durante largo tiempo mi único auditorio. Solo de él recibí por fin la idea de que mis cosas podían ser algo más que un entretenimiento personal”.
Los Inklings
En 1930, poco después de conocerse, se gesta el origen de los Inklings, ampliando así el círculo de amistad e intereses literarios de ambos. Este grupo informal de amigos, todos varones y cristianos, giraba alrededor de Lewis, que siempre fue la pieza principal y sin el cual los Inklings nunca habría existido. Se reunían un par de veces a la semana: los martes por la mañana tocaba verse en un pub de Oxford, el Eagle and Child, y los jueves el punto de encuentro eran las habitaciones de Lewis en el Magdalen College, a partir de las 9 de la noche. Allí se preparaban el té, encendían las pipas y el anfitrión preguntaba “Bueno, ¿nadie tiene nada que leer?”. Entonces, invariablemente, alguien leía el borrador de algo en lo que estuviera trabajando en ese momento –un poema, un cuento, un capítulo– y comenzaban las críticas, los ánimos, los consejos o los elogios, según. Luego podían continuar leyendo, pero lo habitual era que este primer intercambio fuese dando paso a una conversación o a un debate que solía acabar a eso de las dos o las tres de la mañana.
La intensidad de la comunión de este conjunto entre sí, el efecto catalizador de unos sobre la obra de los otros, así como su impacto en la posteridad, es enorme, y la deuda de Tolkien y Lewis con este grupo es incalculable. Así lo reconocía el propio Lewis en su libro Los cuatro amores (Rialp, 2017), cuyas palabras describiendo cómo el mayor placer que podían compartir unos amigos era llegar a una hostería después de una fatigosa caminata parecen sacadas de un pasaje cualquiera de El señor de los anillos: “Son estas las horas doradas en que tenemos las pantuflas puestas, los pies extendidos hacia el fuego y la copa junto al brazo; en que el mundo entero, y algo que está más allá del mundo, se abre a nuestras mentes mientras hablamos; y ninguno tiene exigencias o responsabilidades respecto a ningún otro, sino que todos somos libres e iguales como si nos hubiéramos encontrado una hora antes, al tiempo que el afecto madurado por los años nos rodea. La vida, la vida natural, no puede dar otro don más valioso”.
Tolkien, que indudablemente era de la misma opinión que su amigo, supo trasladar con gran habilidad este sentimiento de camaradería y gratitud a su trilogía. En El señor de los anillos encontramos uno de los mejores ejemplos de la importancia de la amistad, y de cómo una guerra puede hacernos superar lo que nos separa y obligarnos a centrarnos en lo que nos une. Como bien señalaba Enrique García-Máiquez en su artículo Cinco lecciones de J. R. R. Tolkien, “Los distintos pueblos de la Tierra Media se ignoran o desconfían entre sí o incluso se odian, como los enanos y los elfos. Sin embargo, ante la amenaza de Sauron no les queda más remedio que aparcar u olvidar sus diferencias para defenderse hombro con hombro”. La guerra no solamente selló de un modo más profundo y para siempre las relaciones de Tolkien en la vida real, sino que hizo lo mismo con las de los personajes de sus libros.