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Una gracia entre otras que no quiso darme el Cielo fue la de la narración. No soy capaz de escribir aquello de lo que no estoy firmemente convencido de que sea verdad. En cambio, sí leo apasionadamente relatos y narraciones, porque sé que, tras el sacrificio de vivir a caballo entre dos mundos, el escritor ha conseguido hacer una transfusión de su fantasía a la vida. En esta tesitura, mi única contribución honesta a este proyecto literario de mis queridos amigos y contertulios, al que no me permitiría faltar por nada del mundo, es aportar mi veta ensayística, qué remedio, pero centrada, menos mal, en un gran relato sobre el jerez: la novela La bodega entrañable (1957) de los hermanos José (1918) y Jesús (1920) de las Cuevas Velázquez-Gaztelu, de Arcos de la Frontera

Quien eche de menos la narración en estas páginas, podrá ir o volver a la estupenda obra de los hermanos De las Cuevas. Quien no conozca la novela, y la descubra, se alegrará mucho de mis pocas dotes narrativas. Saldrá ganando. Quien la recuerde, también se alegrará.

La aristocracia industrial

Para empezar, La bodega entrañable es un ejemplo señero de que aquella transformación de la aristocracia que acarició Alexis de Tocqueville: el surgimiento de una nobleza industrial, donde las familias burguesas asumiesen el código de honor y de comportamiento de las viejas casas, pero aplicado al mundo comercial que nacía en el XIX. La aristocracia habría sobrevivido así a la Revolución (industrial), venciéndola. Jouvenel en Sobre el poder constatará, desilusionado, que «ninguna aristocracia ha desertado más rápidamente que la aristocracia capitalista», pero obsérvese que le reconoce el estatus, aunque se le afee la pronta deserción. En La bodega entrañable se muestra esa nobleza de espíritu que franqueó la puerta de la aristocracia a las familias que habían triunfado en el campo industrial.

En segundo lugar, la esperanza de Tocqueville no hay que darla por perdida. Quedan ejemplos de aristocracia de espíritu en el mundo de los negocios, y éstos también necesitan sus modelos literarios. La ejemplaridad ha de ejercer en este campo su acción benéfica, como en todos. Sin duda, Los Buddenbrook (Thomas Mann, 1901) habría sido una opción más prestigiosa, pero es más útil para ilustrar la idea de Jouvenel de la deserción, con su historia de decadencia, que para ilustrar nuestra idea de la capacidad de la nobleza de espíritu para adaptarse a los tiempos, y traer el viejo ideal aristocrático a nueva vida en todas las circunstancias de la historia, incluyendo los negocios.

Un excurso vinatero

Por otra parte, el negocio del vino tiene un poder evocativo insoslayable. La antigüedad que no tiene el liberalismo, la aporta el producto. Las raíces profundas de la viña y su vinculación con la tierra son capaces de asentar cualquier volatería del dinero. La nobilitas literaria no se le puede discutir al vino. En los libros fundantes de nuestra civilización occidental aparece sin cesar. En las Sagradas Escrituras se le menciona en 242 ocasiones; y más de 60 lo hace Homero. Los romanos no paran. Horacio canta al Falerno y Marcial dedica, en el libro XIII de sus Epigramas, 20 composiciones exclusivamente al vino, repasando todos los de su época con erudición de auténtico aficionado.

A la antigüedad une indisolublemente su relación con el espíritu. Lo dice el Talmud: «El vino nutre, refresca el alma» y lo refrenda Platón en Las leyes (672d., 5-9), donde lo describe como la medicina que produce el aidos en el alma, que es un aspecto capital de la nobleza de espíritu. Con un título extraordinario y cartesiano, un libro de Roger Scruton sostiene esta tesis. Se titula Bebo, luego existo. Allí se afirma que el vino «irradia el sentido del ser: está dirigido al alma, no al cuerpo». Carlos Barral anotó de los abstemios que «seguramente están mutilados de toda sensibilidad religiosa».

La etimología está de acuerdo. «Vino» deriva del latín «vinum», que significa «esfuerzo, vigor, ánimo». Otra vez el ánima, por tanto, manifestada a través del ánimo, como corresponde a la caballería. En Enrique IV, tras una larga y pormenorizada alabanza, Shakespeare concluye que «la destreza en las armas no es nada sin el vino de Jerez».

El papel central del vino en la iluminación del alma, en su vinculación con lo sagrado y en su desvelamiento del valor interior se recoge de forma arquetípica en Brideshead Revisited, la novela que en 1945 publicó Evelyn Waugh. Tiene un subtítulo que habla por sí mismo, mezclando el ejército, la religión y lo pagano: «the Sacred and Profane Memories of Capt. Charles Ryder».

Como se sabe, se nos cuenta el deslumbramiento del joven Charles Ryder al entrar en contacto con la aristocrática familia católica de los Flyte. Lo primero que aprende el joven burgués en su visita a Brideshead es a beber vino, que es afición que ya no le abandonará jamás y que, de diversas maneras, le acompaña en toda la peripecia vital. Esta peripecia no es otra que la del alumbramiento de su alma, que se aristocratiza a grandes sorbos.

No es extraño. Hay que tener muy en cuenta la capacidad del vino de transformar el alma. Scruton, ha llamado sabiamente la atención sobre el hecho de que el vino nos ofrece, dejando aparte la transubstanciación, una cadena de metamorfosis metafísicas. De la lluvia a la uva; desde la uva al mosto, pasando por el mosto al vino, y del vino al vino sublimado por el tiempo, para llegar, del hombre que lo bebe al hombre, diferente, que lo bebió. Bebiéndose en compañía, forja una comunidad, como se encargan de remarcar los ritos de descorcharlo, servirlo y brindar. En beberlo también hay un rito, como José de las Cuevas, con inmejorable prosa, establece: «Debe ser bebido, no con moderación, sino con mesura; no con continencia, sino con contención, remachando y arrastrando las erres en vez de tropezarlas».

Su producción encierra calladamente toda una pedagogía: una padeia. No en vano se habla de la crianza de un vino como de la crianza de un hijo. Todo lo cual resulta finamente expuesto en La bodega entrañable.

La propiedad y la sangre

El vino lo pone fácil, pero los hermanos De las Cuevas no dejan escapar la oportunidad. Los personajes de su novela recalcan su identidad con su propiedad. Encontrándose, por un revés económico, en la necesidad de vender, el protagonista de la novela, don Tomás, se empeña en mantener la casa principal, y confiesa a su mujer: «La casa es como el apellido. Es una lección que aprendí de tu padre. Quizá la única». Cuando ese padre, llamado don Lorenzo, había perdido su bodega: «Sentía casi físicamente cómo su casa se empequeñecía, se volvía hueca, como si la dejasen sin sangre». En la boda entre Carmen y don Tomás tiene un peso asombroso la fuerza de la sangre. Tanto que ella le acepta con estas palabras: «Tiene usted razón. No se puede traicionar la sangre». Siendo dos familias bodegueras, esa mezcla de sangre se termina simbolizando con la mezcla de mostos de ambas viñas, mitad a mitad.

Lo que refleja una anécdota real. Un Domecq, el vizconde de Almocadén, se casó con una González. Eso provocaba un problema doméstico protocolario. ¿Qué vino se bebería en esa casa, La Ina, de Domecq, o Tío Pepe, de González? Se solucionó volcando en una jarra a la vez una botella de cada vino, de modo que estos se fundían como la sangre de los hijos del matrimonio, exactamente? Más identificación con la propiedad es imposible. Al vino resultante se le conoce como un Almocadén. Nomen omen.

La novela insiste en esa identificación. Años después, don Tomás, hijo del matrimonio advierte a su hermano: «Bodeguero, en mayor o menor escala, fue tu bisabuelo, tu abuelo, tu padre […] y te advierto que para mí ser bodeguero de Jerez es una honra, la primera. […] La propiedad es como la paternidad». Obsérvese el peso de esta última frase que, a la vez, reafirma y desautomatiza la etimología de la palabra «patrimonio». Se la pone a la misma altura que matrimonio. Este paralelismo lo blandió Chesterton en el libro La cosa: «Cada familia es un reino. Todos los gobiernos modernos, prusianos o rusos, todas las ideologías modernas, capitalistas o socialistas, están destruyendo ese reino. Están contra la propiedad, porque no les gusta la independencia de ese reino. Están contra el matrimonio, porque no les gusta la lealtad de ese reino».

En La bodega entrañable la identificación de la propiedad con la sangre y con la paternidad es tan osada como la de Chesterton o más. Sabedores de la importancia del rito, éstos, prácticamente sagrados, abundan. Cuando Carmen Virués se hirió un brazo, «un arrumbador le volcó encima de la herida un vaso de oloroso abrasador». La herida abierta y el oloroso hacen un hermanamiento de sangre icónicamente poderoso. No es el único: el padre le obligó a besar la mejilla de la bota «y le pareció besar con los labios a alguien muy atrás de la familia recién resucitado de uno de los cuadros de la sala». Cuando padece una grave anemia, a la desesperada, la bañan en vino de jerez de su propiedad, y sale de ese bautismo que remeda a los baños de Cleopatra, renovada y fortalecida. La primera noche de la vendimia está ritualizada como un gran festejo solemne en el que participan señores y trabajadores.

A la siguiente generación, Lorenzo, el hijo menor de Carmen Virués y don Tomás, que ya no siente la bodega, se lo afea a su entregado hermano: «Los apellidos… la sangre… la bodega… Habláis de negocios como si fuesen un hermano, un hijo». Más tarde, ante los sacrificios que observa tanto en los propietarios como en los empleados exclama, llevándose las manos a la cabeza: «Qué locura., ¿Pero adónde llega este amor por la bodega, mon Dieu?». Ha detectado esa nota de quijotismo sin la cual ya no puede haber caballería, pero que puede y debe darse también en la defensa de la propiedad y el negocio.

¿Se sacraliza la propiedad?

En el afrancesado mon Dieu de Lorenzo (que vive en París), ¿hay una nota de escándalo por la importancia que otorgan a la propiedad? Sí, y está, en cierta manera, justificada. Sin embargo, la novela activa una serie de argumentos narrativos para bloquear ese riesgo de idolatría.

El primero es la función social que tiene esa propiedad, que no se agota en las caridades que permite, sobre las que la novela de los De las Cuevas pasa con mucha intención por alto. Seguramente para cumplir con el precepto evangélico de que la mano derecha ignore lo que hace la mano izquierda, pero intencionalmente para destacar que la verdadera función social es la calidad del producto. En este caso, el regalo del vino que se vende, que alegra el corazón del hombre.

En segundo lugar, está la entrega y el sacrificio. Los propietarios se consideran a sí mismos administradores de un patrimonio que heredaron de sus padres y que han de pasar a sus hijos. Eso evita todo riesgo de señoritismo o de disipación o de vanidad excesiva en el negocio. Una empresa cumple al pie de la letra la aspiración política del conservador Edmund Burke uniendo a los que fueron, a los que son y a los que vendrán.

El señoritismo existe, por supuesto y, en Jerez, fue caricaturizado con fiereza por el conde de Foxá en un soneto que, entre otras cosas, desdeña, con incisiva ironía, el falso aristocraticismo:

Tratantes de la baja Andalucía

que usáis de propaganda la tajada

y presumiendo de genealogías

es vuestro escudo una marca registrada.

Lo desdeña porque cree en el verdadero. Que es el de los protagonistas de la novela, que se enorgullecen de su trabajo constante y de la calidad de sus productos, sin excesivos esnobismos añadidos. «El amo de una viña no puede permanecer ni un día con los brazos cruzados», se constata. De hecho, de pasada, se cuenta en la novela la actitud del Marqués de Villacreces que desactiva cualquier desdén. El marqués saluda a un chico recién llegado de Santander. La Montaña era la fuente de mano de obra inmigrante de Jerez en el siglo XIX. Los montañeses eran especialmente industriosos, sacrificados y ahorrativos. «¿De qué lo conoces?», preguntan a Villacreces sus amigos. «De nada —contesta—, pero en veinte años será uno de los personajes más importantes de Jerez».

Por último, está la relación con los trabajadores del campo y de la bodega, en todos sus niveles, desde los más humildes hasta los más cualificados. En todos los casos, hay una relación estrecha, familiar, de orgullo mutuo, que los novelistas se complacen en subrayar. Con un matiz específico. Los trabajadores sienten el orgullo de su pertenencia al proyecto y se incluyen en una sucesión en el tiempo. Presumen de ser hijos de trabajadores de la casa y aspiran a que sus hijos continúen en la empresa. El vizconde de Tocqueville suspiraría satisfecho. No hay nobleza sin el reconocimiento de una fidelidad familiar, aunque sea tácita, de un feudalismo al menos laboral. Ni que decir tiene que esa actitud de noble servicio da páginas de una emoción muy pura en La bodega entrañable.

El lector es un fingidor

Como defensa de la posibilidad de una aristocracia industrial, La bodega entrañable funciona como un reloj (quizá uno de bolsillo, del diecinueve, con cadena de oro). Pero ¿tiene algo que decirnos a nosotros ahora. Sin duda, aunque mutatis mutandis, como funciona siempre la literatura. Lo avisó Ovidio: «Mutato nomine de te fabula narratur», esto es, cambiando el nombre de ti habla la historia.

Además del amor por el jerez que, en nosotros, como el valor de los soldados, se da por supuesto, La bodega entrañable se puede leer –probablemente, cambiando el nombre y las cuantías económicas– como un himno en defensa de la propiedad, del emprendimiento e incluso del valor básico del dinero. Lo que no deja de tener una enorme importancia porque nada menos que Aristóteles definió la aristocracia como «virtud y riquezas antiguas».

El filósofo griego era amigo de concretar y de ver la realidad de las cosas sin nebulosas idealistas. Desde luego, una mediana riqueza hace falta para la nobleza de espíritu por la sencilla aplicación de la pirámide de Abraham Maslow. Quien no tiene para satisfacer sus necesidades elementales no puede estar en dibujos caballeriles. Primum vivere, deinde «nobilizare», como decían, más o menos, los clásicos. También los medievales advirtieron del asunto: «No debe ser caballero quien no tenga la suficiente riqueza para mantener la caballería», explica Ramón Llull, porque «la pobreza hace que el hombre conciba engaños y traiciones».

Un mínimo desahogo económico permitirá también atender a los deberes sociales y prestar alguna atención a aspectos secundarios como la elegancia en el vestir o el ocio estudioso o cierto conocimiento del mundo. Por otro lado, en nuestro mundo actual la ayuda al desamparado ha de adquirir en la mayoría de los casos un contenido económico, que ha de poder atenderse.

La función social de la propiedad no se circunscribe al hecho de tener en nómina a técnicos, obreros o sirvientes. También cabe un señorío en el trato con los profesionales, comerciantes y asistentes con los que uno tiene una relación más o menos ocasional. Hay ocasiones más implícitas, pero igual de importantes. Valorar el trabajo bien hecho, agradecer el trato y mostrar un interés personal por quien trabaja para ti.

La función social de la propiedad tampoco se agota en ofrecer un producto exquisito al público en general. Cuidar bien de nuestro pequeño patrimonio supone un incremento del bien común. Precisamente Juan Ramón Jiménez en su conferencia «Aristocracia Inmanente» pone como ejemplo sublime el del caballero Winthuysen que cada año cruzaba la calle Larga del Puerto de Santa María y llamaba a los vecinos de enfrente para preguntarles de qué color querían que pintase su fachada. Ellos eran los que iban a verla principalmente y no quería tomar una decisión sin contar con su gusto. La delicadeza es extrema, desde luego, pero obsérvese cómo un señor pone su propiedad al servicio del prójimo (de enfrente) y de las más exquisitas volutas de la caballerosidad más imaginativa.

Otro aspecto de la propiedad que la relaciona directamente con la nobleza de espíritu es su vocación de hereditaria. Nada más vertical que la transmisión a las nuevas generaciones que la equipara con la tradición. La propiedad sería el cuerpo del alma de la tradición y la tradición es el espíritu de la herencia. No es sólo que sirva para poner en contacto a los que fueron, con los que están y con los que vendrán, al modo de Edmund Burke, como sabe cualquiera que haya heredado un secreter de sus abuelos y sueñe con dejarlo a sus nietos. En el libro Feria (2020) de Ana Iris Simón, esa herencia puede consistir en la sombra de un árbol que plantó el abuelo a la vera de un camino público. «Tuya es la sombra». Y tanto que Ana Iris Simón sueña con tener un hijo, entre otras cosas, para que pueda tenderse bajo esa sombra de su sangre. Ni para el compromiso ni para la vibración emotiva importa el valor patrimonial del bien en cuestión, que puede ser apenas una sombra. Es un valor espiritual que lo entronca directamente con la nobleza de espíritu.

Importa, sobre todo, la llamada al servicio, pues convierte al propietario en un servidor de las nuevas generaciones, para las que se actúa en la práctica como diligente administrador. En La bodega entrañable Tomás hijo, como no ha tenido descendencia, sueña en dejar su parte al hijo de su hermano Lorenzo. Es literalmente su máxima aspiración: «Cuanto tengo será para Tomasín. Y él —yo lo conozco bien, Lorenzo— no será como tú, ni como su madre, y será digno de recibir, llevar y dejar la bodega a sus hijos. Y ellos lo harán igual con sus nietos. Y así, mientras Dios quiera…»

Ese carácter transmisible de la propiedad, aunque muy castigado por los impuestos de sucesiones y por la demagogia igualitaria, implica una aceptación voluntaria del sacrificio de los presentes en honor de los pasados y en beneficio de los futuros que ennoblece, en su obligación voluntariamente asumida, unos títulos de propiedad.

Llegamos así un último a un aspecto más esforzado, más épico que lírico. La propiedad en nuestros tiempos está amenazada. Lo profetizó Chesterton en un artículo en The London Ilustrated News de 1921: «El mundo moderno está persiguiendo la noción de la mera negación de la propiedad, por medio o del comunismo o del capitalismo». Un siglo después desde las instancias más poderosas del mundo se aventura un mundo sin propiedad y hay toda una corriente de opinión, muy apoyada mediáticamente, que defiende las ventajas y el placer de la vida en préstamo o alquiler, sin las ataduras de los bienes raíces.

Hay que andarse con ojo, porque incluso el barón de Chateaubriand, que bien podía haberse puesto feudalista, sabía bien que «el dinero es la fuente de la libertad». Carlos Marín-Blázquez concuerda y, además, señala al principal enemigo: «El celo confiscatorio de los gobiernos frustra la única finalidad noble del dinero: salvaguardar la independencia de la persona».

Por eso se permite Chesterton escribir una frase tan dura: «La propiedad es una cuestión de honor. El auténtico antónimo de “propiedad” es la palabra “prostitución”», que es un clarín de enganche. José Ortega y Gasset explicó que lo caracterizaba al noble era la capacidad de defenderse de agresiones externas. En cuanto que hoy todos estamos atacados en nuestra propiedad, esto es, en nuestra libertad, o sea en nuestra misma condición de señores, emprender la defensa de nuestras propiedades, ya sean pequeñas, medianas o grandes, eso es lo de menos, es poner la nobleza de espíritu por obra en la labor más propiamente suya que es la defensa de la soberanía personal. Nuevamente Chesterton: «La propiedad se discute como cualquier cosa, excepto como lo que debería ser, una independencia».

Por eso La bodega entrañable es tan importante. La novela ha sido capaz de poner en acción toda la poesía y la épica de la propiedad. Y, como dice el filósofo Higinio Marín, «para tener por qué luchar, hay que tener qué cantar». Necesitamos que, gracias al vino, a la prosa de los hermanos De las Cuevas, al atractivo de Carmen Virués y al romanticismo de las viejas viñas del siglo XVI, sintamos el himno de la mística y la ascética, la lírica y la épica de la propiedad. Luego nosotros defenderemos las nuestras, menos glamurosas, más pequeñas, pero tan importantes, con el mismo ímpetu. Recordemos el sabio verso de Virgilio, nada menos en Las Georgicas y apliquémonos el cuento: «Laudato ingentia rura exiguum colito», esto es, «Alabo las fincas inmensas, pero escojo una pequeña». Lo que importa para la alabanza y para la elección es la propiedad.

Cuando están a punto de perderla, en La bodega entrañable, y don Tomás la salva con esfuerzo, talento y sacrificio, su mujer le dice con una admiración constitutiva: «Eres un hombre, Tomás, eres un hombre». A esa admiración, sin rebajas ni fingimientos, en el estado actual de cosas, tenemos que aspirar los hombres y mujeres del siglo XXI, dueños precarios de unas propiedades que nos quieren arrebatar, y que vamos a defender. No es poco mérito de los hermanos De las Cuevas que, cada vez que nos tomemos una copa de jerez, nos aprestemos para esta batalla.