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Desde que Dickens publicara Canción de Navidad en 1843, pocos escritores se han resistido a escribir una historia navideña. Hay cuentos de Navidad canónicos y heterodoxos, alegres y melancólicos, ligeros y densos. Dostoievski, Tolkien, Capote o Auster probaron suerte con el género. Pero lo mejor de los relatos navideños es que no es necesario ser un autor consagrado para escribir uno: basta con meterse en el ambiente y querer compartir una historia, como hizo Phillip Van Doren en 1943. Su cuento se llamaba El mayor regalo, se lo envió a trescientos amigos y acabó convertido en una película de Capra, Qué bello es vivir, quizás la mejor película navideña de todos los tiempos. Este año, el cuento de Navidad de uno de nuestros colaboradores se inspira, precisamente, en aquella película.

Que la chica era rarita lo supe a primera vista, pero yo qué sé. A lo mejor es que me gusta lo raro. Además de rarita, era muy guapa, eso sí. Castaña, ojos claros, gafas enormes, voz un poco grave. Lo de la voz lo supe más tarde, claro, porque cuando me la presentaron en el Saint Barth la música estaba demasiado alta.

—Oye, ¿podrías prestarme un diccionario?  -le dije, casi a gritos, como el tío del meme-. Es que al verte me he quedado sin palabras.

A Richi y a mí y al grupo nos gusta mucho el Saint Barth. Es un pub bonito, pequeño y no muy caro. No ponen garrafón, la música se deja oír y suelen ir pibas guapas, bastantes pijas que salen por esa zona. Aquella noche, como faltaba poco para la Navidad, había un árbol muy chulo al fondo, a la derecha de la barra, y se veía muy azul y muy claro sobre los ladrillos.

La frase a veces me funciona. Pero va la tía y después de reírse me trolea diciéndome que sí, que tiene muchos diccionarios en casa. Que estudia Filología. Cuarto. Y eso me gustó, porque estar con una chica un poco mayor da caché.

Y esa noche vestía como si fuera todavía mayor. O mejor dicho: como si fuera una chica joven, pero de otro tiempo. Más antiguo, creo, no sé.

Quise invitarla a un Jagger, pero no se dejó. Bebía whisky sin mezclar. Sonreía bonito.

—Yo Fisio. Tercero -me añadí un curso.

A eso de las tres, su amiga se acercó y le dijo que se iban. Ella intentó despedirse, pero yo soy pesado y me pegué a las dos y las agarré por los hombros.

—Pero si es prontísimo, tías.

—Vente con nosotras -me dijo, con una sonrisa-. No tengo sueño, pero estoy cansada de estar aquí. Veamos una peli.

Aquello pintaba bien. En el baño me peiné un poco y me puse colonia.

Me despedí de Richi.

—Hoy mojas, cabrón.

Le invité a una copa.

El piso de la chica, que se llamaba Clara, por cierto, estaba entre Argüelles y Chamberí. Lo compartían tres chicas: además de la amiga, había una tercera, canaria, que no estaba en Madrid esos días.

Tenían un pequeño árbol de Navidad junto a la ventana, con las luces encendidas. Todas amarillas, fijas, sin pestañeos. Y un belén que parecía de madera, muy sencillo. Y una balda con bastantes libros. Había un poster con una foto vieja en blanco y negro en la que un tío con gabardina y boina agarra por el brazo a una tía, como con viento de fondo, y se miran muy raro a los ojos.

—¿Y eso qué? ¿Tus abuelos?

Soltó una carcajada.

—Casi.

La amiga se fue rápido a dormir.

—Me toca elegir la peli, ¿no? La idea fue mía.

Empecé a pensar que lo de la peli iba en serio y no era una forma de hablar. Qué pereza. Estaba achispado, me gustaba la chica y no me apetecía tragarme dos horas de algún coñazo random. Prefería ir al grano.

—¿Te gusta el cine? – dijo, y se colocó las gafas.

—Bueno, ¿a quién no le gusta?

—Voy a poner una de Navidad.

Me esperé lo peor. Alguna cursilada de Netflix sobre tías que encuentran el amor verdadero y se besan debajo de un muérdago con su crush del trabajo. Esas son las que ve Marieta.

—Bueno, vale.

Pero no: fue peor todavía. Puso una en blanco y negro. Empezó con unas campanadas, y luego un trineo, y luego un letrero bajo la nieve. “YOU ARE NOW IN BEDFORD FALLS”, decía. Cringe.

—¿Pero de qué va esto? ¿Hemos viajado de golpe a los años cincuenta o qué?

—A los cuarenta -dijo, y sonó divertida-. Es del cuarenta y seis. Se titula Qué bello es vivir. Es de Capra.

—Ya.

Bajó un poco las luces y trajo un bol de palomitas.

—Llámame tonto si quieres, pero me aburre eso. Una peli del cuarenta y no sé qué en blanco y negro. ¿Qué tal si vemos otra cosa? ¿Tienes Netflix?

—Dale una oportunidad. Si te aburres, la quito.

La película trata de un tipo bastante pringado que se llama George Bailey. El actor, me dijo Clara, se llama James Stewart.

Al principio, como estaba cabreado y me apetecía de todo salvo aquello, me hice el pasota. Abrí el Instagram, bostecé, le soplé el pelo a Clara, volví a Instagram. Richi acaba de subir una historia con una rubia que habíamos conocido en la fiesta de un colegio mayor.

—Tienes que mirarla de otra forma.

—¿A la rubia? -dije, y se rio.

—No, la peli. A ver, dame el móvil, trae. Pongámoslos juntos, en la mesa. Este cine necesita un poco de atención. Métete en la historia. Te va a gustar.

Pensé que había algo anticuado en su forma de expresarse, y en su forma de mirar, y de hablar, y ni idea de dónde lo había aprendido, pero me gustaba. Era cariñosa, pero no demasiado. Me paraba las indirectas con una sonrisa y me dejaba cortado sin necesidad de soltar una bordería. Así que cuando el prota se fue a la Segunda Guerra Mundial, empecé a sospechar que no me la iba a comer esa noche. Pero me quedé, porque me empezaba a enganchar la historia, cosa rara.

Al tío le pasa de todo. Se queda medio sordo porque un farmacéutico le da un sopapo en la oreja. Se le joden los planes de viajar porque la palma su padre. Se enamora de una chica guapa y divertida, se casa y la pasta de la luna de miel se la tiene que gastar en arreglar un lío en el banco de su familia.

—Yo de cultureta tengo poco, ¿eh? -le dije en una pausa-. Las únicas pelis en blanco y negro que he visto eran las que ponía mi abuelo de fondo para la siesta. De vaqueros, sobre todo.

Eran casi las cinco y nos habíamos asomado a la ventana. Fuera hacía frío y había empezado a llover. Goterones grandes. Pero dentro estaba calentito.

—No hace falta ser cultureta, hombre. Yo veo de todo. Me encantan las de intriga, y las de acción. También veo pelis de ahora. Pero me gustan más las antiguas.

La ventana daba a una calle tranquila y solo quedaban dos o tres ventanas iluminadas. Una gota me rozó la punta de la nariz. Ella se había puesto un jersey azul acolchadito, de esos de ochos, como de abuela. Me sentía bien.

El caso es que el pobre panoli vuelve de la guerra y le preparan un recibimiento en el pueblo por todo lo alto. Parece que su vida empieza a arreglarse, pero no. Su tío la caga con un dinero y George está jodido. Hay un tío muy malo que se llama Potter y que lo tiene agarrado por las pelotas. Ahí vuelve al principio, cuando George está a punto de saltar de un puente.

Al llegar a ese momento reconocí que la peli me estaba gustando, y se lo dije.

Lo mejor es el final, cuando un ángel aparece (¡un ángel, ya, claro!, pensé) y le enseña cómo sería el mundo si no estuviera él. O su mundo. Y sería mucho peor, y su pueblo se llamaría Pottersville. Todo como una pesadilla. Tan pesadilla que el ángel no quiere enseñarle dónde estaría su piba.

Y acaba bien, claro. Casi se me escapó una lágrima y tuve que disimular.

Cuando terminó, nos quedamos unos minutos en silencio, al lado de la ventana. Yo pensaba en George Bailey, y en que no había estado mal la peli, y en lo que dicen sobre los amigos, y sobre las tías, y sobre la familia, y sobre ser un fracasado. Ella se quitó las gafas para limpiarlas.

Estaba un poco pedo, y al final abrí la boca y dije una cosa un poco cursi:

—Tía, creo que me gustaría ser un poco como George Bailey. O como… ¿Cómo se llama?

—James Stewart.

—Y que tú te pareces un poco a Mary.

—¿A Donna Reed? -y se rio bajito-. Ya me gustaría.

Y luego le dije:

—Oye, ¿puedo…?

Pero ella chistó y me plantó, ¡ella!, un beso en la mejilla.

A Richi le dije que sí, por vacilarle un poco, pero fue que no, claro. Yo dormí en el sofá, incómodo.

Por la mañana había dejado de llover, pero hacía frío. Clara me dijo que esa tarde se iba a su cuidad a pasar la Navidad con su familia. Estuve a punto de decirle que quería quedarme a pasar  con ella el resto día y a ver otra peli como aquella y luego acompañarla a la estación, pero no me atreví.

De camino a casa la stalkeé, pero en su Instagram no había mucho. Bastantes fotos de actores y actrices antiguos. Pocas suyas.

Clara todavía no ha vuelto a Madrid y ni siquiera hemos hablado mucho, pero aquí estoy, como un pardillo, viendo pelis viejas yo solo, y Richi flipando. Acabo de terminar El bazar de las sorpresas, que también trata de la Navidad, y también sale James Stewart.

Hay que tener cuidado con las pibas anticuadas. Que te meten el gusanillo de ser como James Stewart, y eso está difícil. Hasta en Navidad.