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Si tuviéramos que nombrar a una pionera de la enfermería moderna española, esa sería María del Carmen Angoloti y Mesa, Duquesa de la Victoria. Nacida en Madrid, en 1875, bien pudo nuestra heroína vivir sin complicaciones, preocupada solo de sí y los suyos, tranquilizando su conciencia con algún donativo ocasional y su asistencia a cuantas más rifas benéficas, mejor. Pero eligió desgastarse en el servicio a los demás. Y no de cualquier forma, sino de manera altamente cualificada.

Con los horrores de la Gran Guerra todavía recientes, era un clamor en Europa que el ejercicio de la enfermería, aparte de altruismo, requiriese de profesionalidad; también en España, que había permanecido neutral. Aquí, las dos grandes promotoras de escuelas y hospitales de la Cruz Roja fueron la reina Victoria Eugenia y la Duquesa de la Victoria, enviada esta por aquella a la guerra del Rif en comisión de servicio.

Allí, durante cuatro años, en retaguardia y en vanguardia, María del Carmen gestionó efectivos, organizó contingentes y, sobre todo, curó y confortó enfermos, primando siempre el estado y la gravedad por encima del grado, el empleo, la distinción y, por supuesto, la filiación política. Tanto se distinguió, que hasta Indalecio Prieto, socialista poco dado a contemporizar con la aristocracia, se reconoció dispuesto a hincar la rodilla ante el heroísmo de la duquesa de la Victoria; de hecho, si esta salvó la vida en el Madrid de la guerra fue por su fama, que la precedía.

Pero esta es otra historia. La que en realidad hemos venido a contar aquí es la de los profesionales de la sanidad española en estos tiempos de coronavirus, quienes se merecen, solo para empezar a hablar, un monumento como el de María del Carmen Angoloti y Mesa.