Skip to main content

Al sol junto al mar. Se han puesto de moda todo tipo de deportes que se practican encaramado a cosas que flotan, y se deslizan a gran velocidad sobre la superficie, y bañarse te convierte tanto en candidato a la decapitación como entrar en Kabul al grito de «¡Viva Cristo rey!». A mi lado una mujer ha olvidado el bikini en su casa. O eso o lo ha comprado en Lilliput. Se masca la tensión en cada trozo de tela. La exposición cárnica de la orilla es contraria a toda norma de la estética y la seducción, pero ella no lo entenderá jamás. Más atrás un alemán enrojecido, y tal vez embarazado de tres raciones de calamares fritos, juega a las palas con una doble de Lady Di. El tipo, aunque corpulento, tiene una enorme flexibilidad y se contornea para llegar a todas las bolas imposibles que la envía la de Gales, que juega como Djokovic, pero Djokovic después de amputarle ambos brazos.

El resultado es que cada dos o tres minutos recibo un bolazo, y Lady Di viene a por la pelotita y se disculpa con sonrisa cautivadora en un idioma incomprensible. Creo que está diciendo «disculpe, apuesto caballero» pero también podría estar musitando «más que te daba, gilipollas». Nunca sabes. Al final con los idiomas extraños te sientes un poco como aquella viñeta de Rabá del niño y el padre, publicada en Buen humor:

  • Hoy he dado clase de francés y de álgebra.
  • ¡Qué mono! A ver, háblame un poquito en álgebra, que yo te oiga.

En la playa hay también un niño jugando con el móvil mientras mamá se broncea en topless y no le hace ni caso y, si he de elegir una imagen deprimente de nuestro tiempo es esa: cielo azul, sol, bandera verde, arena limpia, entorno paradisíaco, todo, en fin, todo lo que querría cualquier niño, y un pequeño desperdiciando ese tiempo de oro en un videojuego del móvil de mamá.

Unas adolescentes graban un TikTok presuntamente sensual para llamar la atención de los chavales que tienen al lado, pero en medio de esta jungla de contradicciones, los chicos, encaramados a la cima de la pubertad, ni se inmutan, en corro sobre una toalla, haciendo apuestas deportivas con sus móviles y hablando un idioma que solo tiene tres palabras: «bro», «bro», «bro»; me pregunto si será el reclamo de alguna clase de pato exótico de las marismas. Igual están de caza.

Hay un chaval corriendo por la playa sin rumbo, como si hubiera estado mordisqueando setas, y su pandilla le persigue y se ríe de él. Al parecer está cazando Pokémons y eso ya es más viejuno que jugar a la primera versión del Tetris, así que los demás niños, que supongo que están pidiéndole consejos para ligar a ChatGPT, se ríen de él porque está pasado de moda y es el rarito. Nunca lo sospeché, pero simpatizo con el chaval que caza Pokémons, aunque no sé en qué consiste tal cosa. Siempre me encontrarás en frente a los modernos.

En el chiringuito un tipo con claros síntomas de embriaguez habla por teléfono con su abogado, aunque sería más precisa decir que aúlla. Poseído por la rabia, canta a su interlocutor la ristra de demandas que quiere meterle a su exmujer, quien debe estar haciendo lo propio con su abogado en otra cala no muy lejana. La absurda dinámica de amargarse la vida por el mero placer de caer a dúo en el cenagal. La competición de los perdedores. Entonces el tipo marca su terreno: «si ella va de hijaputa, yo tres veces hijoputa». Magnífica elección. Buen camino a la infelicidad. Así se identifica a un idiota. El abogado, feliz, claro.

Detrás del barracón hay unos surferos fumando hierba, y es algo así como una concesión a la estética sesentera, con las caravanas con el símbolo pacifista pintado en la ventana, y toda la pesca. Lo asombroso es que el líder de este grupo de jóvenes es un tipo de unos setenta años, tatuado como la Capilla Sixtina, que lleva un cuerno de rinoceronte en miniatura colgando del cuello, y pesa unos veinte kilos. Si no hubiera visto las tablas de surf, pensaría que es el gurú de una de esas sectas que basan su éxito en la ayahuasca y el sexo colectivo intergeneracional. Antes lo surferos llevaban el pelo largo y enredado, pero ahora detecto una presencia abrumadora de calvos con neopreno. No son jóvenes, y seguramente ya no fuman porquerías, pero mantienen una afición que es realmente bonita, y que siempre despierta envidias entre quienes no la practicamos. Lo cierto es que veo a cuatro, cuarentones y rapados, en las duchas de la playa, y no puedo evitar pensar en aquello de Dave Barry: «La verdad es que los hombres afroamericanos calvos se ven estupendos cuando se afeitan la cabeza, mientras que los hombres blancos calvos parecen pulgares gigantes». Eso y que todos seremos pulgares gigantes.

En el chiringuito hay una abuelita leyendo un libro de papel y me ha emocionado tanto que he estado a punto de darle un beso en la frente. También hay una pareja de recién casados pidiendo un mojito, y un marido joven diciéndole a su mujer que se vaya a bañar tranquila, que él se encarga de los cuatro enanos; si la madre se larga al mar, es probable que los niños mueran, uno ahogado, otro extraviado, otro atragantado por un biberón, y la última, la mayor, que debe tener 12 años, quizá de sobredosis en el corro de marihuaneros. Pero la escena de la abuelita, los recién casados, y el marido voluntarioso me reconcilian un poco con la especie.

Al volver a la playa, un abuelo, finlandés quizá, cruza el arenal corriendo y ataviado con un tanga de leopardo como los que usaba José Manuel Beiras, y me devuelve al rincón del espanto, y mis ojos se van al cielo buscando la esperanza de unas cuantas nubes de azufre o, qué se yo, la silueta borrosa de la primera de las trompetas del Apocalipsis remontando el horizonte. Por desgracia, hay que seguir en la batalla de la resistencia. La belleza aún debe sufrir más injurias.

Tras la ducha de rigor, y una tapa marinera, me ha tentado la opción del cóctel en un pub de la bahía. El veraneo a veces es un corredor de la playa a la barra y vuelta. Lo último que debe parecer un pub es un camping, porque lo primero representa digamos la civilización, y lo segundo representa un reflejo ancestral del hombre de las cavernas. Pero todos los chicos parecen los protagonistas de 2 colgados muy fumaos, mientras que entre las mujeres la estética, y tal vez la ética, oscila entre el siempre elegante vestido largo marinero y la extraña idea de bailar con bikini y pareo a las tres de la madrugada en un lugar que tampoco se caracteriza por su proximidad con el Caribe. Da igual. Hace años que observo la fauna nocturna sin juzgar, solo como el cronista de su tiempo, tal vez un tenue homenaje a mi condición de sociólogo de formación. Sigue habiendo diferencias estivales entre el macho y la hembra, aunque esto ya no se pueda decir, porque a veces ni siquiera se trata de la vestimenta, sino del modo de estar en el mundo; siempre ha tenido razón Wodehouse al analizar el asunto de la guerra de sexos: «Alrededor de los once años, las mujeres adquieren un aplomo y una habilidad para manejar situaciones difíciles que un hombre, si tiene suerte, logra alcanzar a finales de los setenta».

La música, más concretamente el pinchadiscos, solo te recuerda lo injusto que es el hambre que pasan los tiburones allá al otro lado del arenal, pero todo el mundo se las sabe, lo que inevitablemente me hace pensar que el pulpo en el garaje soy yo. La alternativa es un bar de heavys -¡pensé que ya no quedaban- donde tres de ellos hacen guardia en la puerta vestidos como si estuviéramos en febrero, y solo el aroma que sale por el respirador de aire a la calle te recuerda que salir de copas en verano es elegir lo menos malo. Ante la duda, la higiene, supongo.

El invierno volverá a normalizarnos exteriormente, y lo que nos pongamos o no dejará de ser tan relevante. Es en verano cuando este asunto de la ropa se vuelve divertido porque, alejados de las obligaciones laborales y sociales, damos rienda suelta a todo aquello que llevamos dentro. Y en la jungla entre el chiringuito y el pub se entremezclan el del disfraz de Indiana Jones con el ibicenco modelo Años 2000, que aún se recoge todo el rato el flequillo con la mano, y el cabeza-rapada con accidentes geográficos e inscripciones –la última moda entre futbolistas y reggeatoneros, que son del mismo gremio- y el hombre que acaba de caer aquí catapultado cinco segundos antes de Hawaii. Desde la última vuelta de tuerca de la moda le he perdonado la vida a las camisas hawaianas; no solo porque vestí una para un reportaje promocional humorístico hace mil años y aún hoy siguen apareciendo esas alocadas fotos en cualquier búsqueda de Google. También les levanté el veto porque recordé que en los episodios playeros, incluso el elegante Fénix, de El Equipo A, se las ponía, con moderación y mesura, que no eran de las de granel en el mercadillo.

Sea como sea, me quejo cada año de los usos y costumbres playeros porque concentra muchas de las cosas que detesto de la decadencia occidental. Pero lo cierto es que no pocos de los dardos que envío podían volverse directamente contra mis propias pelotas, y eso lo hace todo más divertido. Para la elegancia, el invierno, con sus abrigos largos oscuros, sus gabardinas, sus pieles, y sus medias. Para la risa, el verano, con esos ombligos obesos al aire que nos recuerdan que tal vez sea hora de volver al gimnasio y mordisquear brócoli y raíz de apio en la noche. Tal vez. Pero después del verano.