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Entre los poetas españoles vivos uno de los casos más singulares de poeta secreto es el de Julio Martínez Mesanza (1955). Expliquémonos. Si sobre el poeta maldito jamás ha recaído el juicio de sus actos, del poeta secreto no se pueden olvidar jamás las consecuencias de sus decisiones. El primero es moderno; el otro es antimoderno. No debe ser necesariamente secreta su fama, de igual modo que resulta indiferente que la suya sea una poesía críptica o luminosa. De la de Martínez Mesanza, por ejemplo, Luis Alberto de Cuenca ha resaltado su exigente claridad. Más bien es una poesía que guarda una reserva, que mantiene un sigilo, que retiene con su sello una conciencia caída, velada u oculta, que no oscura, de la poesía y de su historia.

El secreto de Martínez Mesanza, como la de sus admirados troubadors, consiste en que la decisión moral de su vida radica en la poesía. En ella – y en sus traducciones- se dibujan acaso las líneas poéticas de su ¿rostro?, más allá de la genealogía literaria que la crítica le ha atribuido, entre cuyos nombres se ha destacado los de Saint-John Perse, Jorge Luis Borges o Paul Claudel. Él ha preferido remontarla, entre otros, a Jorge Manrique y a los stilnovistas, a Ugo Foscolo o a Rainer M. Rilke, o incluso – atención- a Juan Eduardo Cirlot.

Europa o el secreto épico de los fragmentos

Sobre la poesía del autor de Europa, libro del que se cuentan cuatro versiones entre 1983 y 1990, han recaído algunas etiquetas gruesas, como si sus poemas pudieran ser tachados de patrioteros, fascistoides o retrógrados. Mientras Juan Cano Ballesta los absolvía aludiendo a «sutileza y refinamiento postmoderno», José Luis García Martín, considerándolos primero «próximos a un concepto tradicional de épica», juzgó después que tal material se trataba «de manera inequívocamente subjetiva».

Las propias reflexiones de Martínez Mesanza desde finales de los años 80 apuntaban a esos meandros sigilosos, entre desolados y deslumbrantes, narrativos y líricos, a los que algunos de sus críticos se han referido con reticente fascinación. A ese fondo que aquí llamamos secreto le cuadra perfectamente el rótulo de «poesía de la historia» que Enrique Andrés Ruiz ha descrito con precisión en el prólogo a su amplia antología mesanciana titulada Soy en mayo (2ª ed. 2017): «La conciencia individual moderna y la obediencia del alma antigua libran agónicamente su batalla en el campo que son sus versos, y ésa es toda su guerra».

En esta antología se ofrece una amplia lectura cronológica de las obras mesancianas. Mientras que esta opción no ofrece ninguna duda en el caso de Las trincheras, Entre el muro y el foso y Gloria, con la que su autor ganó el Premio Nacional de Poesía en 2017, sin embargo, en Europa, la primera de todas ellas, la entrecruzada formación temporal y estructural de sus poemas la vuelve problemática, aunque fuera sólo por el hecho de que sus sucesivas ediciones (1983, 1986, 1988, 1990 y la coda fragmentaria de 1998) no son meras ampliaciones.

Europa es una obra «de culto», porque cualquier lectura que se pueda hacer de ella es necesariamente incompleta. En primer lugar, resulta problemática la posibilidad de confeccionar una «edición crítica». El mismo Martínez Mesanza ha declarado que ni tan siquiera su proyecto inicial de «una obra gobernada por la diacronía y marcadamente épica» había llegado a cuajar en la primera versión, pues se había abierto paso rápidamente la idea de «una obra siempre abierta que constase de varios libros independientes». Además, en camino hacia una poesía moral, más épica que lírica, el elemento cristiano empezaba a colorear más intensamente su investigación a partir de sus entregas de 1988 y, sobre todo, de 1990 en la que incluía dos nuevas secciones, situadas estratégicamente al final, que llevaban títulos tan significativos como «Trento» y «Laudes Virgini».

En segundo lugar, la propia evolución de la obra remarcaba la tensión (anti)moderna entre los conceptos de obediencia y de individualidad destacados por Enrique Andrés. Martínez Mesanza no se ha privado de llamar la atención sobre el carácter fragmentario, potencialmente lírico, que la reminiscencia épica se ve obligada a adoptar para tener forma hoy. Las torres y las trincheras, los caballos, las lanzas y las espadas, los reyes y los soldados que reaparecen constantemente en los poemas de este ciclo son prueba de que la épica, como él mismo decía, «cuando reaparece bajo ese aspecto fragmentario, lo hace utilizando la arqueología simbólica».

En este sentido Europa se integra en un cauce decisivo de la poesía contemporánea que ha justificado su asociación con el mencionado Saint-John Perse o incluso con Cavafis. Convierte en su fuente de inspiración un mundo que, desolado y fragmentario, va sepultándose en un olvido mientras la luz de su crepúsculo ilumina con extrañas reverberaciones sus ecos y sus perfiles. De tan claros, se vuelven enigmáticos. ¿Sería excesivo apuntar, como también se ha hecho, que la suya es heredera de exploraciones como la de Ezra Pound – acaso más próxima, creo, a Personae que propiamente a los Cantos– o incluso con la de Cirlot en su ciclo de Browning, cuyo uso del endecasílabo blanco, rasgo caracterizador de la poesía de Martínez Mesanza, él mismo ha elogiado? Tal vez, pero no arbitrario.

La desolación resplandeciente de los jinetes de luz en la hora oscura

Aun a riesgo de incurrir en un juicio precipitado, la épica de Europa se encuentra sustraída entre sus versos; más aún, sus versos pretenden testimoniar el irreversible hundimiento de la épica. Como pecios aislados, sus temas y sus motivos no son salvados para exponerlos en vitrinas culturalistas. Son conmemorados. Este esfuerzo supone interrogar la poesía sobre si aún conserva algún resto de la energía ritual de sus orígenes. El rigor de la sintaxis métrica de Martínez Mesanza y la obsesiva reiteración de sus símbolos básicos son los medios con que ha llevado a cabo sistemáticamente, aunque sin prisa, esta indagación.

En la ética de la renuncia que practicaría, por utilizar la caracterización que ha hecho de ella Juan José Lanz, el lector debe tener muy presente la advertencia de la «Poética» que abría la entrega de Europa en 1983: «Por lo demás, quiero recordar aquí que las obras de Ennio y de otros muchos no se han perdido por culpa de los soldados, sino por el arbitrario gusto de los filólogos». Como en un juego de espejos, poco borgeano contra toda apariencia, estos poemas asumen compartir ese destino. No lo hacen por un gusto simplemente retro o metapoético. Surgen de una identificación moral, sin concesiones y sin ilusiones, con el trasfondo histórico y cultural de su sentimiento artístico.

Los motivos del héroe y el desertor, de los asedios y las más diversas batallas (Leuctra, Hattin o Cajamarca), de las legiones de Aureliano, la eterna caballería o los jinetes de luz de san Luis, no deberían hacer olvidar el objetivo último que se esconde en una poesía tan ambiciosa como derrotada, tan polémica por barroca como deslumbrante por clásica. Moviéndose entre antítesis y paradojas, se empeña en adentrarse a la búsqueda del secreto que alimenta, provocador y combatido, el concepto que hoy en día suscita con una fuerza inusitada y estupefacta el mayor rencor: el de la cultura europea y, por extensión, occidental.

Como un resplandor leve e indeciso, el poeta se encuentra con unas voces que, sin pertenecerle y en un nombre desconocido, se apoderan de él y le exigen hablar de poetas griegos, latinos o españoles, de batallas americanas o luchadas en los confines tártaros, de los turcos o de los inquisidores, de la Madre de Dios o de los soldados muertos en las trincheras de la Gran Guerra.

Tal tarea sobrepasa a quien sólo puede glosarlas desoladas y fragmentarias. Las registra como si fueran los índices de la crónica de una época oscura. Si etimológicamente éxodo es un camino en salida y exilio un destierro que saca del propio suelo, desolación no se reduce simplemente a la pesadumbre, la angustia o la tristeza. Desolar es también devastar, dejar desierto. Desolado, el yo poético de Europa testimonia, sin exactamente rescatar ni reivindicar, el compromiso moral con un mundo arrasado y amado, cuyo sinsentido sólo la lírica sería capaz todavía de iluminar.

Me parece que un poema de Entre el muro y el foso (2007) sintetiza a la perfección toda esta trayectoria, como si la poesía de Martínez Mesanza se proyectase, en un camino de ida y vuelta, en una poética – repitámoslo por enésima vez- tan singular como secreta.

Del 83

Yo era lo menos: un soldado enfermo

que pensaba en Egisto, en cosas raras,

como la enfermedad del rey de Francia,

los jinetes de luz en la hora oscura

y la amistad hermosa y derrotada.

Nunca supe qué hacía en esa iglesia,

que por dentro y por fuera es humillante,

que es corona de espinas absoluta

ni por qué me invitaron al banquete

tan triste de las risas de los otros.

Los días y los meses y los años

que estabas en la vida y yo en el limes

son un muro, un abismo, un laberinto.

Tu tristeza pasada es mi tristeza

y tu alegría mi mayor tristeza.