De la gripe del 18 se sabe mucho. Es con diferencia la pandemia histórica mejor estudiada por los virólogos porque sucedió hace relativamente poco tiempo, hay innumerables fuentes y los médicos de la época se encargaron de tomar infinidad de notas y de elaborar detallados informes sobre la sintomatología y la evolución de la enfermedad en decenas de miles de pacientes.
Para otras grandes epidemias como la peste de Justiniano del siglo VI, la peste negra del siglo XIV o las grandes pandemias de cólera del siglo XIX no tenemos ni tanta ni tan buena información.
A principios del siglo XX la virología andaba aún en pañales, pero la microbiología ya estaba muy consolidada. En Francia Louis Pasteur ya había enunciado sus teorías sobre los gérmenes. En Alemania Robert Koch había publicado sus postulados en los que aseguraba que las enfermedades estaban causadas por agentes patógenos específicos y Ferdinand Cohn había clasificado por vez primera las bacterias de un modo taxonómico. Pero una bacteria no es un virus y la gripe que estallaría en el invierno de 1918 estaba provocada por un virus. Pasteur en su teoría de las enfermedades afirmaba que todas estaban provocadas por organismo minúsculos que sólo podían verse a través de un microscopio. Lo que Pasteur no podía imaginar es que algo tan retorcido como un virus podía llegar a existir. Cuando se puso a estudiar la rabia, una enfermedad de origen vírico, estuvo buscando las bacterias que la provocaban, pero no dio con ellas, de modo que supuso que se trataba de unas bacterias muy pequeñas que no podía ver porque su microscopio no daba más de sí. Ese misterio espoleó la curiosidad de otros científicos de finales del siglo XIX que se pusieron a investigar una serie de enfermedades en las que, como con la rabia, las bacterias no comparecían ante la lente del microscopio. Así fue como entre varios científicos de varios países, gente muy porfiada como el holandés Martinus Beijerinck, el inglés Frederick Twort y el ruso Dimitri Ivanovski, se descubrieron los virus.
Beijerinck observó que ese agente tan enigmático sólo se multiplicaba dentro de las células vivas. Tras descubrir aquello le puso nombre: “contagium vivum fluidum” (germen viviente soluble) e introdujo el nombre genérico de virus, que en griego significa veneno. Todos estos descubrimientos tuvieron lugar en la última década del siglo XIX y la primera del XX. Eran investigaciones de laboratorio todavía sin aplicación práctica, de manera que cuando brotó la gripe del 18 ni los científicos ni los médicos sabían muy bien a lo que se enfrentaban. Y no tanto porque no conociesen la gripe, algo que ha acompañado a la humanidad desde siempre, como que no estaban preparados para un desafío similar, una gripe tan virulenta, contagiosa y mortífera como aquella.
En español a esta enfermedad la llamamos gripe, un término que tomamos del francés “grippe” que, a su vez, se había tomado de un dialecto del alemán antiguo. Al parecer en ese dialecto “grippen” significa acurrucarse, que es exactamente lo que nos pide el cuerpo cuando agarramos una gripe. En inglés se denomina “influenza” o simplemente “flu”. Este término procede del italiano y significa eso mismo, influencia porque en la Edad Media se pensaba que la enfermedad se debía a que el enfermo había recibido malas influencias astrales. La gripe se curaba guardando cama y confiando en que el organismo resistiese el envite y neutralizase la amenaza. En buena medida seguimos haciendo lo mismo, nos metemos en la cama pasamos las fiebres lo mejor que podemos y dejamos que nuestro cuerpo haga el resto.
El flagelo de las trincheras
Pero la gripe del 18 era especialmente severa. Se contagiaba a gran velocidad y hacía auténticos estragos, especialmente entre la gente joven. Los médicos de la época no habían visto nada igual. Eran, además, médicos muy confiados. Gracias a los progresos científicos de las décadas precedentes el mundo entró en la Primera Guerra Mundial con la medicina más avanzada de la historia. Avances en la vacunación, la alimentación y, sobre todo, la higiene, habían reducido drásticamente la tasa de mortalidad y elevado la esperanza de vida. Los humanos de 1914, al menos los de Occidente, vivían más y mejor que sus antepasados y eso les generaba mucha confianza. No contaban con el desarreglo general que iba a ocasionar la guerra, que puso a prueba todos sus conocimientos médicos y colocó al límite el saber científico de la época.
A finales de 1917, cuando la guerra duraba ya tres años y medio y no se veía el fin de aquella carnicería, médicos franceses y británicos informaron a sus superiores que habían detectado en los hospitales militares una variante de gripe especialmente letal. Ese invierno la guerra marchaba bien para los aliados, pero a costa de miles de vidas y de tener los hospitales llenos de heridos. Durante las grandes ofensivas como la de Verdún o la del Somme pasaban por los hospitales militares cientos de miles de heridos cada día. Muchos terminaban de morir allí, otros se curaban tras largos tratamientos de los que salían tullidos con miembros amputados, ciegos, sordos o directamente locos. Las trincheras eran una picadora de carne humana. Cuando se producía una ofensiva todo sucedía muy rápido. En cuestión de horas los cadáveres se amontonaban en pilas y los servicios sanitarios no daban abasto. Los largos periodos en los que no pasaba nada no eran menos peligrosos para la salud. Las trincheras eran un lugar húmedo y plagado de ratas en el que los soldados pasaban frío, se alimentaban mal y, por lo tanto, enfermaban con frecuencia. Los generales lo sabían, pero no se podía hacer otra cosa. Ese era el modo de hacer la guerra en el mundo moderno. O la enfermedad en la trinchera o una muerte segura al salir de ella. No había mucha más elección.
Desde el canal de la Mancha hasta la frontera con Suiza había unos mil kilómetros de trincheras atendidas por cientos de miles de soldados de primera línea las 24 horas del día los 365 días del año, incluyendo los más fríos y húmedos del invierno en un lugar del mundo caracterizado por tener inviernos especialmente largos. Esto obligaba a mantener un suministro constante de víveres hacia el frente. Se enviaba pan y mucha carne: cerdos, pollos y terneras vivos que los cocineros de los regimientos sacrificaban para preparar el rancho diario. No se sabe a ciencia cierta, pero es muy probable que el virus de la gripe del 18, el H1N1, se originase en alguna especie animal como los cerdos o los pollos y de ahí saltase a los humanos en las trincheras, un lugar por lo demás perfecto para facilitar el contagio. Las trincheras del frente occidental fueron la coctelera, el virus y las pésimas condiciones físicas de la soldadesca el cóctel.
De cualquier sitio menos de España
Digo que eso es lo más probable porque no se sabe dónde surgió el H1N1. En aquel momento no dieron con su origen por lo que multitud de virólogos desde entonces han estudiado este tema para tratar de señalar con precisión dónde apareció por primera vez. Algunos están convencidos que se mostró por primera vez en un hospital militar de Étaples, una localidad francesa junto al paso de Calais. Otros, como el historiador Alfred Crosby, creen que se originó muy lejos de allí, en la gran llanura de Norteamérica, en el Estado de Kansas, y desde ahí saltó al continente europeo acompañando a las tropas del general Pershing que se trasladaron a Europa en la primera mitad de 1918. Otros llevan el origen más lejos aún, a China, de ahí pasó a EEUU y luego al frente occidental donde fue detectado por primera vez. También los hay que creen que surgió en el otro bando, en Austria-Hungría concretamente, país beligerante que poseía tres líneas de trincheras, una en el este contra los rusos, otra en los Balcanes y otra más en los Alpes, donde libraban una guerra encarnizada contra los italianos.
Resumiendo, que la mal llamada gripe española proviene de casi cualquier sitio menos de España. La llaman española porque fue en España donde primero se informó de ella de un modo completamente libre. Eso llevó a pensar a franceses, británicos, estadounidenses y alemanes que el origen del mal estaba en España. Aquí se contagió incluso el monarca, Alfonso XIII, algo que concitó gran cobertura en la prensa de la época. Alfonso XIII era en aquel entonces un hombre joven de 34 años que, por ser rey, se benefició del mejor tratamiento posible. Eso le permitió salir bien librado de la gripe. No tuvo la misma suerte Humberto de Saboya, hijo de Amadeo I de España, que murió con sólo 29 años a finales de 1918.
La gripe que mataba a los jóvenes
Morir de una gripe con 29 años no es algo habitual. A esa edad el cuerpo goza de excelentes defensas y, si no hay problemas de salud previos, las gripes suelen superarse sin demasiados contratiempos más allá de tres o cuatro días hecho un guiñapo en la cama. Pero la gripe del 18 fue letal con los jóvenes. Los que estaban en las trincheras es razonable que enfermasen porque estaban ya muy debilitados, pero cuando la epidemia se extendió por el mundo siguió liquidando a personas jóvenes que no habían pisado una trinchera en su vida. En su momento no se supo por qué afectaba de esa manera a los jóvenes. Décadas más tarde los científicos dieron con la clave al descubrir que el virus desataba la llamada “tormenta de citocinas”, una reacción inmunitaria que satura el sistema inmune. Esta investigación ayuda a entender por qué tuvo una mortalidad tan alta y por qué se cebó en grupos de edad que suelen capear todas las gripes.
Si a la tormenta de citocinas le sumamos la tormenta de obuses entendemos porque se extendió a tanta velocidad. El H1N1 se transmitía por el aire. Cada vez que un infectado tosía o estornudaba cientos de miles de partículas con sus virus incorporados quedaban en el aire. En otra época se hubiese tratado de una epidemia localizada, pero la guerra y los avances en los transportes hicieron que pronto alcanzase hasta el más remoto rincón del planeta. En 1918 se podía cruzar Europa de extremo a extremo en dos o tres días mediante el ferrocarril, la navegación a vapor permitió que los océanos se achicasen y no sólo por la velocidad, sino por la certidumbre. Los barcos a vapor no dependían del viento por lo que las travesías se podían programar con gran precisión. Si un vapor salía de Nueva York hoy a los diez días estaba entrando en Southampton, incluso menos si el tiempo era bueno y el buque era rápido.
La guerra trajo grandes movimientos de personas, básicamente soldados que acudían al frente o que regresaban de él. Con que un solo soldado infectado obtuviese un permiso de unas semanas para volver a su pueblo bastaba para que infectase a decenas de personas, tanto en el camino como una vez llegase a su destino. En otra época ese soldado nunca hubiese vuelto a su pueblo hasta el final de la guerra, pero en la Primera Guerra Mundial la primera línea de frente era tan exigente y dura que los soldados no pasaban en ella más de una semana, luego eran relevados y tras tres semanas en la retaguardia volvían a primera línea. Muchos se autolesionaban para que les dejasen en el hospital o les declarasen inútiles y les devolviesen a casa. Todo ello contribuyó a la expansión de la gripe y, sobre todo, a la velocidad con la que lo hizo.
Las tres olas de la gripe
Los médicos militares que la observaron a finales de 1917, en enero de 1918 ya la tenían bien descrita y, para su sorpresa, recorría el frente a una velocidad pasmosa. Estaba, de hecho, ocasionando más bajas que los alemanes, pero estaban en guerra y se temía por la moral de la tropa y de la retaguardia. A principios de 1918 los entusiasmos patrióticos de las primeras semanas ya se habían esfumado. Todos estaban hartos de la guerra, los soldados iban al frente contra su voluntad y la población civil padecía todo tipo de privaciones. Poco quedaba de la Europa feliz y confiada de antes de la guerra. Los países beligerantes tenían toda su economía adaptada para la producción bélica. Entre cañones y mantequilla los Gobiernos se habían decantado por fabricar cañones. Para nada además, porque la victoria se veía muy lejana por mucho que la propaganda insistiese en que estaba a la vuelta de la esquina.
En un estado de cosas semejante lo último que querían oír era que una epidemia estaba arrasando el frente, es decir, que ese hijo o esposo caído no lo había hecho gloriosamente frente a las balas enemigas defendiendo la patria, sino en un atestado hospital de campaña a cien kilómetros del frente agonizando como un perro durante días. Por esa razón durante la primera ola de la gripe, que tuvo lugar entre la primavera y el verano del 18, apenas se informó del tema. Los alemanes habían dado comienzo a la Kaiserschlacht (la ofensiva del káiser) y no se podía flaquear, tampoco en Alemania, donde la gripe estaba extendiéndose a la misma velocidad que en Francia.
Esta primera ola fue, curiosamente, la menos mortífera de las tres que tuvo esta epidemia. Por cada mil personas que se infectaban morían cinco o seis. La segunda ola, que llegó con el otoño y el armisticio, fue mucho más devastadora, la mortalidad de disparó hasta el 25 por mil y así se mantuvo hasta final de año. La tercera llegaría durante el verano de 1919, cuando ya se había globalizado totalmente y arrojó tasas de mortalidad de entre el 10 y el 12 por mil. La mortalidad se cebaba con los mayores de 70 años, entre quienes hizo una auténtica escabechina, especialmente la segunda ola cuando los soldados fueron desmovilizados y enviados a casa. Pero lo que hizo de esta gripe tan especial fue, como he dicho más arriba, su acusada mortalidad entre los jóvenes. Murió más gente de 30 años que de 60.
¿Cuánta gente mató esta gripe?
La tasa final de mortalidad se ha calculado después con los datos obtenidos entonces y rondó finalmente el 3% de los infectados. Pero en eso, como en el origen del virus, hay opiniones. Los más conservadores consideran que mató entre 18 y 20 millones de personas, otros creen que fueron 50 millones y algunos especialistas elevan la cifra hasta los cien millones. El debate continúa porque, aunque disponemos de mucha información, lo cierto es que al ser tan global hay áreas del mundo en las que apenas se estudió más allá de constatar algunos casos. Hay que sumar también el hecho de que durante el primer año imperó la más estricta censura en todo lo que tenía que ver con la gripe. En la segunda ola, que coincidió con el final de la guerra, ya se pudo informar libremente y los biólogos pudieron compartir información entre ellos con mucha más libertad. Quizá por eso mismo la primera ola fue oficialmente la menos mortífera en comparación con las otras dos. Simplemente en la primera no se consignaron todos los casos y, al estar aún en plena contienda, las prioridades de los médicos eran otras más acuciantes como evitar muertes por septicemia o atajar gangrenas amputando miembros.
A partir de 1919 es cuando el mundo entero se enfrentó de lleno con la pandemia. La gripe infectó a gente de todas las latitudes llegando incluso a los lugares más inaccesibles incluyendo regiones selváticas, islas perdidas del Pacífico y áreas polares. En todas partes se cobró miles de vidas, en algunos como la India británica fue algo parecido al caballo de Atila. Sólo allí se ha estimado que acabó con la vida de entre 12 y 13 millones de personas. En China fue mucho más benigna, aproximadamente un millón sobre unos 400 millones de habitantes. De ahí que algunos investigadores crean que el origen estaba en China. Les afectó poco porque ya estaban inmunizados. Aunque también es cierto que estos datos de China no son muy de fiar. El país no centralizó la información y en esa época China era aún muy desconocida e inaccesible para los occidentales. Sí sabemos, por ejemplo, que en Japón afectó a unas 23 millones de personas sobre unos 55 millones de habitantes de los que murieron 350.000. Son, como vemos, muy pocos, quizá muchos murieron víctimas del H1N1 pero se atribuyó su muerte a otras causas.
La gripe del 18 en España
En este punto tendríamos que volver al caso español, un país cercano al frente occidental pero que no luchaba en la guerra. Los primeros casos en España se detectaron en mayo de 1918. Se la denominó “fiebre de los tres días” porque en origen se pensó que era un catarro de carácter leve que duraba tres días. En el ABC de Madrid del 23 de mayo leemos lo siguiente en un breve: “Los médicos han comprobado en Madrid la existencia de una epidemia de índole gripal muy propagada pero, por fortuna, de carácter leve”. Poco después verían que de leve no tenía nada. Afectaba a todos los rangos de edad y se cebaba con los jóvenes que se sentían a salvo de la gripe o, al menos, de su cara más amarga.
España era un país neutral en el que no existía la censura de prensa por lo que se podía informar todo lo que los periódicos creyesen conveniente. El país contaba con un sistema sanitario digno de tal nombre con sus hospitales, sus consultorios y sus casas de socorro. Había médicos, no curanderos, y los biólogos estaban al tanto de todos los avances de la microbiología. Tanto a nivel nacional como local la prensa siguió puntualmente la evolución de la enfermedad, algo que despertaba mucha curiosidad entre los lectores. En esto no hemos cambiado, no hay cosa que más pánico nos provoque que una epidemia por razones fáciles de entender.
En ciudades como Madrid, donde se encontraban buena parte de los científicos del país, se la dio un seguimiento exhaustivo. En Madrid hizo estragos entre la población joven, la horquilla comprendida entre los 15 y los 35 años. Algo similar sucedió en otras ciudades como Valencia o Vigo. En esta última ciudad la gripe acabó con la vida de tres mil personas, el 10% de su población. El H1N1 afectó especialmente a Madrid y a las ciudades del norte, menos a las del sur y a Canarias, quizá por la temperatura o quizá porque el norte estaba más poblado y era económicamente más activo; en 1918 todos los emporios industriales de España se hallaban en la mitad norte del país.
Otra de las cosas que se observaron en España fue que en muchos casos había, aparte del virus, agravamiento bacteriano, es decir, el enfermo contraía el H1N1 y luego otros agentes patógenos que terminaban de darle la puntilla. Así, lo que en principio veían como una enfermedad de carácter leve que duraba sólo tres días, se convirtió en una guadaña que segó unas 200.000 vidas, el 1% de la población de la época, que rondaba los 21 millones de habitantes. La mortalidad en España rondó el 5 por mil, algo superior a la gripe normal, pero por debajo del promedio europeo, que estuvo en torno al 10 por mil. España era un país en paz, los hospitales no estaban llenos de heridos de guerra, no había escasez de comida y el Estado disponía de medios para la luchar contra la enfermedad.
El impacto global
Esto nos lleva a replantearnos cifras como las chinas, que son anormalmente bajas, pero allí parece que no inquietó especialmente a las autoridades. Algo parecido sucedió en Rusia, que tan pronto como salió de la guerra mundial se metió en la revolución de octubre y en una guerra civil. Los bolcheviques ignoraron la gripe porque tenían otros asuntos más importantes que atender. Algunos especialistas han indicado que en Rusia golpeó con menos fuerza porque parte de la población ya estaba inmunizada por haber padecido la gripe rusa de 1889-1890. El subtipo de virus era diferente, la rusa la provocó el H3N8, pero esa hipótesis sigue en el aire.
El impacto global fue muy grande, pero no tanto como si algo así ocurriese hoy. En 1918 todavía había brotes puntuales de plagas antiguas como la difteria, el cólera o las fiebres tifoideas. Se convivía con la enfermedad de una manera muy distinta a como lo hacemos hoy día. Una vez se acabó la guerra y los medios pudieron informar libremente lo hicieron, pero no tanto como podíamos pensar. A fin de cuentas, los aliados y los imperios centrales habían enterrado a millones de personas desde 1914, por lo que esta gripe era como el broche final, un chorrito de hiel en un océano de muerte. Aún así la gripe se llevó por delante a gente muy reconocida como el pintor austriaco Gustav Klimt o el dramaturgo francés Edmond Rostand. Otros quedaron tocados por la gripe y murieron después por otra enfermedad asociada. Ese fue el caso de Max Weber, que primero agarró la gripe y luego se le complicó con una neumonía que le envió al otro barrio a mediados de 1920.
Fue ese mismo año cuando la epidemia se dio por concluida y se pasó página. Todos querían olvidar el lustro anterior. Daban comienzo los felices años 20 y nadie quería recrearse en miserias. Para la comunidad científica se abrió un nuevo campo de estudio. Los primeros virólogos se interesaron por el H1N1, la virología estaba naciendo en aquella época y este era un punto de partida muy sugerente. En las dos décadas siguientes se avanzó mucho en este campo, pero no sería hasta los años 70 cuando se secuenció por primera vez el genoma completo de un organismo bacteriófago. Sería poco después, en 1981, cuando apareció el virus de la inmunodeficiencia humana, más conocido como VIH que da lugar al SIDA, un villano casi perfecto que hemos conseguido contener pero no derrotar del todo.
De cualquier modo, en los últimos cien años la humanidad ha dado un paso de gigante en esta disciplina, mucho más de lo que los asombrados biólogos de hace un siglo hubiesen nunca imaginado. La guerra entre los virus y nuestra especie nunca se detendrá, pero si podemos decir que la vamos ganando porque aquí seguimos.