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Ninguno de los agentes de la Guardia Civil que en septiembre de 2015 echaron el guante a David Pla, Iratxe Sorzabal y Ramón Sagarzazu -la última cúpula de ETA que se desarticuló- nació antes del 7 de junio de 1968. Lo anterior no es un hecho contrastado, sino una suposición basada en que los guardias civiles en la vanguardia de la lucha antiterrorista solían pertenecer a las unidades de élite del Instituto Armado; unidades cuya sola pertenencia a las mismas exigía unas insuperables condiciones físicas, más fácil de darse entre los jóvenes agentes que entre los veteranos.

Con todo, es posible que alguno de los participantes en el operativo sí hubiera venido al mundo con anterioridad al 7 de junio de 1968. Lo que es seguro es que, de ser así, ninguno guardaría memoria directa, por ser demasiado pequeño, de lo que ocurrió aquel día, cuando ETA se cobró su primera víctima mortal: el guardia civil José Antonio Pardines.

Sea lo que sea, una cosa es cien por cien segura: que todos los agentes que tomaron parte en la desarticulación de la última cúpula de la banda tenían muy presente al compañero asesinado en una carretera de Guipúzcoa 50 años atrás. No en vano, la operación en curso llevaba su nombre: operación Pardines. Qué mejor homenaje al primero de los 215 hijos del Duque de Ahumada asesinados por ETA y qué mejor punto final para una historia en la que los de la capa y el tricornio habían terminado imponiéndose, con aplastante superioridad, a los del pasamontañas y el tiro en la nunca. Contra todo pronóstico, cabe decir.

El ‘síndrome del norte’

José Antonio Pardines, primera víctima de ETA.

Lejos, muy lejos, quedan los tiempos en los que el alto nivel de vida y las bajas tasas de criminalidad hacían de las provincias vascongadas un destino apetecido para muchos agentes con un pie en el retiro. El asesinato de Pardines, auténtica acta fundacional de ETA, fue el pistoletazo de salida en la carrera de muchos por convertir el País Vasco en un mordor para todo aquel que vistiese uniforme verde oliva, familiares incluidos.

No se trataba solo de jugar al pim-pam-pum con balas de verdad con los miembros de la Benemérita, por considerarlos la avanzadilla de una potencia invasora. Se trataba también de aislar socialmente con un cordón sanitario a sus mujeres y sus hijos, hasta que toda la familia se viera aquejada por el síndrome del norte, una mezcla de ansiedad y miedo que a veces no se quitaba ni solicitando un destino a años luz de allí.

Lo cierto es que empezó a ser corriente que las mujeres mintiesen sobre la profesión de sus maridos, teniendo que tender los uniformes en el interior de las viviendas, y lo mismo los hijos en los colegios, negándoseles algo que debiera estar recogido en la Carta de los Derechos del Niño, de cualquier niño: poder presumir de superpapá. Con lo que se daba la paradoja de que en el País Vasco los forajidos campaban a sus anchas, como héroes del pueblo que eran, mientras los legítimos representantes de la ley y el orden se veían obligados a la clandestinidad o casi.

De blanco de tiro de ETA a sombra que la acecha

Pero cualquier precaución era poca. Que se lo digan a los dos parvulitos que, con el resto de su clase, y en un ejercicio propuesto por la profesora, dibujaron a sus padres con tricornio y vestidos con el uniforme reglamentario. Qué iban a saber los pequeños que la profe era colaboradora de ETA y que el dibujo acabaría en manos de un comando de seguimiento, con otras informaciones como la hora a la que los agentes iban a buscar a sus hijos y los coches que manejaban.

Al final, la tentación de no exponer a los guardias más de lo estrictamente necesario fuera de los muros de la casa cuartel siempre estuvo ahí, sobrevolando. Sin embargo, nunca cayeron tantos agentes como en el trienio negro de 1978-1980, cuando la gran familia de la Guardia Civil en el País Vasco vivió replegada en sí misma, como los soldados de John Ford en la peli aquella, Fort Apache. Si de lo que se trataba era de salvar el pellejo, no quedaba sino arriesgarlo, recuperando el terreno perdido y tomando la iniciativa.

Y es así cómo la Guardia Civil deja de ser el blanco de tiro de ETA a convertirse en la sombra que la acecha, comenzándose a escribir en papel de atestado y de informe la larga crónica de una victoria, particular y patriótica, pues aparte de reducir el número de bajas en el cuerpo, garantizaron la permanencia de España en unas tierras, las vascas, tradicionalmente españolísimas.

‘Historia de un desafío’

Hacer acopio de todos esos atestados y de todos esos informes e hilar con ellos un relato coherente es labor hercúlea que han acometido Manuel Sánchez, coronel de la Guardia Civil con 25 años de experiencia en la lucha contra ETA, y la cabo primero Manuela Simón, de la primera promoción de mujeres de la Benemérita y gran acumuladora también de trienios en labores antiterroristas. Fruto de su trabajo es la monumental ‘Historia de un desafío’, de dos tomos y 1.344 páginas.

De todas las historias que allí se cuentan, quizás pocas condensen tan bien la alta efectividad que alcanzó el Instituto Armado en su lucha sin cuartel contra la banda a lo largo de cinco décadas como la caída, en 1992, en la localidad francesa de Bidart, del sanguinario colectivo ‘Artapalo’, formado por ‘Pakito’, ‘Txelis’ y ‘Fiti’, la cúpula más letal que tuvo nunca ETA.

Todo empezó con tres hojas de papel muy fino halladas por agentes de la Benemérita en el asa de una bolsa perteneciente a un etarra preso en Ocaña. Se trataba de un plan de fuga, solo que tan espectacular -incluía un helicóptero aterrizando en el patio de la prisión- que en los preparativos del mismo era más que previsible que participase algún pez gordo de la banda. Con lo que los agentes, tras fotografiar los papeles, volvieron a colocarlos donde los habían encontrado, el asa de la bolsa, e hicieron entrega de la misma a uno de sus confidentes dentro de ETA, para que no les perdiera la pista.

Un cerco muy lento y cuidadoso

Pista que condujo a los guardias civiles hasta los miembros del comando ‘Askatu’, encargados de ejecutar el plan de fuga, y pista que se pierde en Madrid cuando los etarras se suben a un tren de cercanías, imposibilitando el seguimiento desde coches camuflados del cuerpo. Es entonces cuando una de las agentes recuerda ese dicho tan castizo de que todos los catetos, cuando vienen a la capital, visitan la Plaza Mayor, con lo que propone al resto del dispositivo acudir esa noche allí, a lo que estos acceden, no porque participen de la fe de su compañera, sino porque en algún sitio hay que cenar, con la sorpresa de que, efectivamente, terminan topándose con los terroristas, a los que ya no pierden el rastro.

El siguiente escenario de seguimiento es una playa francesa, donde agentes de Intxaurrondo, sabedores de que los etarras iban a tener una cita allí, colocan sistemas de escucha en distintos puntos. ¿Cómo hacer para que los terroristas se dijeran lo que se tuviesen que decir en un aceptable radio de captación de onda, ancha y larga como era la playa? Situando estratégicamente a cuatro mujeres de guardias civiles, cada una con sus hijos, de tal manera que los etarras se vieran obligados a acercarse donde estaban los micrófonos, a menos que quisieran ser escuchados por alguna de aquellas buenas señoras y sus niños.

Una pareja de la Guardia Civil, pero no la típica pareja de la Guardia Civil, es decir, dos hombres muy hombres con su capa, su tricornio y su naranjero, sino un agente y una agente caracterizados como marido y mujer, se hospedaron sin levantar sospechas -bendita incorporación de la mujer al cuerpo- en el mismo hotel que los etarras.

Un ejemplo de manual

Todo marchaba sobre ruedas, cuando un bocadillo de tortilla de patatas a punto estuvo de mandarlo todo al traste. Debido a que los agentes siempre andaban cortos de dinero y a lo caro que resultaba comer en Francia, uno de los hombres de Intxaurrondo se había llevado la comida de casa, sin caer en la cuenta de que un suculento bocadillo de tortilla de patatas, además de hacerle la boca agua a cualquiera, le delataría a él como español, condición que negó, al ser preguntado por los lugareños, haciéndose pasar por sordomudo.

Pero las crónicas de la época nos dicen que, finalmente, todo salió según lo planeado, incluso mejor, pues, en lugar de uno solo de los miembros de la cúpula de ETA, se detuvo en un caserío a los tres, Fiti, Pakito y Txelis, los dos últimos mientras rompían en mil pedazos que tiraban por el desagüe información comprometida, lo que impidió un oficial de la Guardia Civil metiendo el brazo por el retrete hasta casi el hombro, sin importarle mancharse de porquería, y ante la mirada atónita de los policías franceses: «Esto puede salvar vidas en mi país».

Lo dicho, Bidart es un ejemplo de manual de la inteligencia y el valor de la Guardia Civil en el análisis y el seguimiento de la información. Pero no fue la única ocasión donde el instituto armado admiró a amigos y, mal que les pesase, a enemigos también.

«No hay sabuesos como vosotros»

Por ejemplo, Mario Onaindia, uno de los etarras encausados en el proceso de Burgos, luego políticamente enfrentado con los que habían sido sus compañeros: «La Guardia Civil ha hecho gala de una disciplina heroica, no pocas veces entre la incomprensión de aquellos a los que defendía». Por ejemplo, Pepe Barrionuevo, bisoño ministro de Interior de un partido, el PSOE, con una imagen de la Benemérita hacia 1982 todavía deudora en exceso del Romancero Gitano de Lorca: «La Guardia Civil es el gran descubrimiento del Gobierno socialista«. Por ejemplo, Txema Montero, dirigente de Herri Batasuna: «La Guardia Civil ha sido el elemento más efectivo en la lucha contra ETA».

Párrafo aparte merece lo que José Antonio López RuizKubati, le dijo al cabo del Instituto Armado que le custodiaba tras haber sido apresado -quédense con el día y la hora, sobre todo, la hora- a las 13:00 del mediodía del 26 de noviembre de 1987: «¿Sabes? He estado pensando y qué razón tenía quien os bautizó con el nombre de txakurras [perros, en vascuence], pues no hay sabuesos como vosotros, como la Guardia Civil; si encontráis la mejor pista no os dais por satisfechos hasta no haberla explotado al límite».

No hablaba a humo de pajas Kubati, pues la operación en la que cayó preso fue una de las más espectaculares de la Benemérita. Por un pinchazo telefónico a un laguntzaile o colaborador de ETA, sabían los agentes que a las 13:00 horas del 26 de noviembre de aquel año un tal Joseba (por las conversaciones grabadas, sin duda un capo de la banda) haría una llamada desde una cabina telefónica de Guipúzcoa. El problema era que había alrededor de 1.000 cabinas en toda la provincia, lo que suponía al menos dos guardias civiles de incógnito por cada una, con la orden de detener a quien quiera que hiciese uso de alguna de ellas a la hora y el día indicados. El enorme despliegue dio sus frutos, pues a las 13:00 horas el tal Joseba -que resultó ser el sanguinario Kubati, uno de los terroristas más buscados- fue detenido en una cabina de Tolosa, casi sin tiempo a introducir la moneda en la ranura.

Kubati también le dijo al cabo que le custodiaba que él era de ETA por haber nacido donde había nacido, pero que de haberlo hecho en otras parte, Extremadura, por ejemplo, sería guardia civil. «Porque los guardias civiles sois los gudaris de España«.

El fin definitivo de ETA en el horizonte

Homenaje a Fermín Garcés, el camionero que auxilió a José Antonio Pardines y acabó ingresando en la Guardia Civil.

Tiempo les hubiera faltado a los abogados de ETA -los auténticos comandos legales de la banda- para decir que los elogios del etarra al cuerpo lo fueron a consecuencia de las torturas. Un documento de 1988 incautado a la banda ordenaba a sus miembros a denunciar ante el juez malos tratos, hubieran tenido lugar o no, con el único límite de la imaginación. El propósito era atacar a la Benemérita en uno de sus puntos más fuertes: su buen nombre y fama. Sin embargo, el mito de las torturas generalizadas fue desmontado en un estudio encargado por el mismísimo Gobierno vasco, nada sospechoso de contarse entre los amigos de la Guardia Civil: de 3.587 denuncias presentadas entre 1960 y 2013, solo 20 acabaron en condena; datos muy en línea con otro documento incautado a ETA, este de 1982, en el que internamente reconocía que las torturas no eran ni sistemáticas ni siquiera frecuentes.

El tiro de la propaganda también le salió a la banda por la culata, yéndoles a dar directamente al pie. No solo en lo referido a empañar la buena reputación del Instituto Armado, también en lo de disuadir a los jóvenes de ingresar en él, a menos que quisieran ser destinados en algún cementerio, a dos metros bajo tierra. Así, Fermín Garcés, el camionero testigo del asesinato del guardia civil Pardines, lejos de asustarse por lo que vio (llegó incluso a encararse con los pistoleros), pidió ingresar en el cuerpo, solicitud que fue atendida. Del mismo modo, por cada plaza vacante en las unidades de élite de la Guardia Civil, las de la primera fila en la lucha contra la banda, se presentaban un promedio de 1.000 candidatos. Por no hablar de los hijos e hijas de objetivos de ETA, fueran estos guardias civiles o no, que terminaron vistiendo de verde oliva.

Ahora que se dibuja con nitidez en el horizonte el fin definitivo de ETA, toca decir que este no es atribuible ni a la generosidad de la banda, ni al rostro de hormigón armado de los profesionales de la mediación internacional, ni a la unidad de los demócratas, ni a zarandajas por el estilo. El fin de ETA ha sido posible, principalísimamente, gracias a la Benemérita. Y si el relativismo imperante en el ambiente impide hablar de buenos y malos, aún está permitido decir que aquella sí fue una lucha entre los mejores y lo peor.

Y que viva honrada la Guardia Civil.