La biografía de referencia del muñidor de la bomba atómica, Robert Oppenheimer, se titula Prometeo americano y fue escrita por Kai Bird y Martin J. Sherwin. La referencia mitológica del título recuerda al titán que robó el fuego divino para dárselo a los hombres, poniendo en nuestras manos desde aquel remotísimo día un poder que nos sobrepasa. Y conforme pasan los años, más sobrepasados nos sentimos porque el fuego de los dioses, cuya esencia no comprendimos entonces ni acabamos de comprender ahora, no deja de crecer.
Desde luego la imagen prometeica está bien traída para describir a Oppenheimer, un hombre que, el 16 de julio de 1945, en un desierto de Nuevo México y tras tres años de trabajo, desató una fuerza que no parecía de este mundo y que, de hecho, podía reducirlo a cenizas. Bien conocidos son los versos de la Bhagavad-gītā que afloraron a los labios del propio Oppenheimer: «Me he convertido en la muerte, el destructor de mundos…». A los asistentes a la prueba, conocida como Trinity, les costó luego encontrar las palabras exactas. Hablaban de una luz inaudita, penetrante, de un calor que parecía el vaho del infierno, de una devastación sublime.
A la exitosa prueba le siguieron los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki y la muerte directa de más de 200.000 personas, lo que sirvió para dar el golpe de gracia a una II Guerra Mundial que, de prolongarse, probablemente habría producido un mayor número de bajas. Por supuesto el asunto es controvertido desde el punto de vista moral, y así se muestra tanto en la citada biografía como en la reciente película de Christopher Nolan. En cualquier caso, nada se le puede achacar a la ciencia como tal, en sí un instrumento neutro que igual sirve, partiendo del mismo descubrimiento, para abastecer de electricidad a una ciudad o para sustituirla por un cráter. Cierto por otro lado que, aun en su neutralidad, el poder de la ciencia y de la técnica no paran de crecer, y sus huellas son cada vez más profundas.
Leo en Un verdor terrible de Benjamín Labatut un caso aún más significativo de esta ambivalencia. Corresponde a Fritz Haber, criminal de guerra y Premio Nobel, gigantesco para el bien y para el mal. Fue uno de los inventores y promotores de las armas químicas, a pesar de los acuerdos firmados en la Convención de la Haya de 1907. Lideró personalmente el primer ataque con gas letal de la historia, en la Gran Guerra, en la segunda batalla de Ypres. Al paso de la nube de cloro, la yerba amarilleaba, los pájaros caían desplomados del cielo y los soldados se asfixiaban en medio de una agonía generalizada y atroz. Fritz Haber había logrado quintaesenciar, encerrar y luego liberar la muerte, y estaba orgulloso porque ese era su cometido: «En tiempos de paz, un científico pertenece al mundo, pero en tiempos de guerra pertenece a su país».
Antes de eso había realizado una invención que, al menos sobre el papel, podemos considerar benéfica. Escribe Labatut: «Haber fue el primero en extraer nitrógeno ―el principal nutriente que las plantas necesitan para crecer― directamente del aire». En otras palabras, propició el maná por medios científicos. Gracias al abono obtenido mediante el proceso, se consiguió que la tierra fuera más generosa, se evitó la hambruna que se cernía sobre Europa y se posibilitó la explosión demográfica que en el siglo XX quintuplicó el número de los hijos de Adán. A día de hoy, «más de la mitad de la población mundial depende de alimentos fertilizados gracias al invento de Haber». Así, a menos que consideremos la humanidad una plaga ―que esa es otra―, hay motivos de sobra para estarle agradecidos. Debemos anotar, no obstante, que en un primer momento su hallazgo no sirvió para dar de comer al hambriento, sino para que Alemania, cuyo suministro de salitre chileno había sido interrumpido por la flota inglesa, pudiera seguir fabricando explosivos, lo cual prolongó la I Guerra Mundial dos años, lo cual, a su vez, se tradujo en varios millones de muertes.
Supongo que, si echáramos cuentas, demostraríamos que el invento de Haber ha sostenido en todos estos años más vidas de las que arrebató, pero en realidad sería una manera muy tonta de verlo. Haber no extrajo nitrógeno del aire en un gesto moral; lo hizo sencillamente porque se le ocurrió la manera de llevarlo a cabo. Es un gran logro sin duda, pero cuyas consecuencias a priori no son buenas ni malas, simplemente son, y lo seguirán siendo sin que podamos anticipar lo positivo o negativo de sus efectos. Y ya, para rematar el asunto, fue también el equipo de Haber el que logró crear un pesticida con cianuro al que bautizaron Zyklon. Este mostró una efectividad asombrosa para el despiojamiento de los barcos, para la protección de las reservas de harina contra las polillas y, años después, en el contexto de la II Guerra Mundial, para la erradicación en masa de los judíos.
Y esa maraña de beneficios y perjuicios en la carrera de Fritz Haber se aplica también a la ciencia y la técnica en general, así como al mismo Prometeo, a quien debemos recriminar o agradecer la chispa que puso la maquinaria en marcha. Es por ello que la consideración del titán ha fluctuado a lo largo de la historia. En Hesíodo, por ejemplo, su soberbia era la culpable de todos los males que, vía Pandora, aquejan a la humanidad. En Esquilo, sin embargo, ya asoma una cierta condición martirial y filantrópica. En el Protágoras de Platón, por último, Prometeo compensa el olvido de su hermano Epimeteo, que en el reparto primigenio había agotado los dones naturales antes de llegar al hombre ―ni garras, ni fauces, ni alas, ni unas tristes escamas nos reservó―, robando para nosotros el fuego divino, acompañado de las artes de Hefesto y Atenea sin las cuales el fuego no sirve para gran cosa.
Luego, en el siglo XIX, el mito de Prometeo se revitaliza, y lo hace mostrando de nuevo su doble filo. Por un lado tenemos al héroe romántico, portaestandarte de nuestra emancipación respecto a las ancestrales ligaduras de la naturaleza. Por otro, y en parte como agravamiento de lo anterior, encontramos la figura fáustica, el científico ensoberbecido que usurpa las atribuciones divinas. El ejemplo por antonomasia sería el doctor Frankenstein o, como subtituló Mary Shelley, el moderno Prometeo, cuya criatura es monstruosa, horrenda, a imagen y semejanza del pecado de su creador.
Según apunta el profesor Rodríguez Valls en La mirada en el espejo, el surgimiento del doctor Frankenstein se produce en una época que, al igual que la nuestra, estaba obsesionada, esperanzada y atemorizada con las ciencias positivas. Asimismo, el mitema de la vida artificial vuelve ahora a estar en el candelero y, como siempre, hay quienes la celebran, pues suponen que nos veremos libres de no pocas actividades gravosas, y hay quienes, sobre todo desde la ciencia ficción, auguran el ocaso de la humanidad que dará paso al amanecer de los cerebros positrónicos. Al final será lo que tenga que ser, pues, como dejó escrito el matemático John von Neumann, uno de los padres de la inteligencia artificial, «para el progreso no hay cura».
En su última obra, Maniac, el ya citado Benjamín Labatut pone en boca de Richard Feynman unas palabras inquietantes sobre el irresistible magnetismo que ejercen esas criaturas hipotéticas, las tecnologías que todavía no son, sobre la mente de quienes pueden llegar a conferirles realidad: «Es difícil de explicar, pero esas criaturas horripilantes, esas creaciones que exceden lo humano, parecen tener voluntad propia, como si respondieran a una potestad mayor que la nuestra, una extraña forma de fatalidad». Así, todo lo factible acabará siendo, y sus consecuencias, como hasta ahora, se presentarán ambivalentes. Solo cabe esperar que sepamos aprovechar sus ventajas, que con seguridad serán muchas, y defendernos de sus perjuicios, que a no dudarlo serán temibles.