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Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. (Mateo 2, 10-12)

Fuente: Diario de Mallorca

Cuando hay niños en casa, el cinco de enero es, sin duda, la noche más mágica del año. En primer lugar, porque asistir a la ilusión con la que viven y esperan conmueve hasta al corazón más frío. Y, en segundo lugar, porque vemos reflejados en ellos nuestra inocencia de antaño. Soy incapaz de distinguir cuándos y dóndes -las memorias, cuanto más antiguas, más difuminadas- pero tengo dulces recuerdos de la noche de Reyes. Esa tarde era la única en la que no tenían que insistirnos mucho para que dejáramos todo recogido. Había que abrigarse; el gorro, la bufanda, el abrigo bien cerrado. Llegábamos antes de tiempo a ponernos detrás de las vallas que delimitaban el recorrido por el que iba a pasar la cabalgata. Nunca fuimos a recibir a sus Majestades, veía la foto al día siguiente en el periódico: a Barcelona llegaban por mar. Niños a caballito sobre sus padres, cochecitos, alguna madre histérica que intentaba colarse delante para que los suyos vieran mejor. El vuelco al corazón al atisbar a los que encabezaban la comitiva, aunque fueran normalmente los menos interesantes. La ilusión desmesurada al capturar los caramelos que tiraban con alegría los pajes. Las sonrisas al son de la música. El rey Melchor, el rey Gaspar y, por fin, ¡el rey Baltasar! Al pasar, el rey negro, que es mi favorito, siempre giraba la cabeza hacia nuestro lado justo cuando estaba enfrente y ¡siempre me dirigía la mirada a mí! No tenía ninguna duda de que así era. Una vez terminaba, volvíamos a casa con la adrenalina por las nubes y los bolsillos cargados de dulces. Era momento de bañarse, ponerse el pijama, cenar, volver a limpiar los zapatos, colocarlos en el salón, preparar las tres copas y el turrón, repasar de nuevo la carta –Queridos Reyes Magos…– antes de cerrar el sobre, irse a la cama y enfrentarse a la lucha entre querer dormirse pronto para que antes llegara la mañana y el no poder pegar ojo nerviosos por si oíamos algún ruido o veíamos alguna sombra.

Una costumbre típicamente española

A pesar de que tiene aire de tradición milenaria, la primera cabalgata de reyes de la que se tiene constancia es de finales del siglo XIX. Fue a partir de 1885 cuando empezó a celebrarse anualmente, aunque el registro de la primera cabalgata de Alcoy data de 1866. Fue organizada por una sociedad filantrópica con la motivación de conseguir comida para los niños pobres y sus familias. También parece que en Barcelona se celebraban festejos parecidos ya en 1855, pero no se usa el término ‘cabalgata’ hasta el 79: el empresario Miguel Escuder organiza entonces una con fines benéficos para entregar el aguinaldo a los niños de la casa de Caridad, de Misericordia y de Maternidad y Espósitos.

En Madrid hay antecedentes en “la espera de los Reyes”, unas fiestas por la calle alejadas sin embargo del significado religioso y criticadas por la Iglesia, con un matiz grotesco y poco respetuoso, más cercanas al carnaval. Es en siglo XX cuando empiezan a tener más seriedad. En 1929 el Heraldo, con la colaboración del ayuntamiento y de la diputación, organiza la primera cabalgata reseñable en la capital. En el año 1953 adquiere carácter institucional, organizada por el alcalde, el conde de Mayalde, con un presupuesto de 60 000 pesetas. Varios diarios se hicieron eco de tal acontecimiento en diversas crónicas en las que describían con detalle las características y componentes de la celebración. El ABC del día siguiente titulaba bellamente su crónica «Ya se fueron los Magos de Oriente, dejando tras de sí, en todos los hogares españoles, una estela de sueños infantiles convertidos en gozosa realidad».

La cabalgata de reyes se celebra hoy en varios barrios de las ciudades grandes y en gran parte de las localidades de nuestra nación. Y siendo una costumbre típicamente española, también la han adaptado otros países, como Andorra, México o Chequia, y desde hace poco más de una década, Polonia. De cuando éramos pequeños hasta ahora hemos visto cómo han ido evolucionando las más conocidas, en una transición hacia a una exhibición de luz, música y color cada vez más espectacular. Y no hay nada malo en ello. Pero el deslumbramiento no reside en la pomposidad de la comitiva, sino en la presencia de sus Majestades los Reyes Magos de Oriente, con la única intención de que los niños puedan saludarlos en la noche más mágica del año.