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Era la mañana de Año Nuevo y desde la habitación, medio adormilados, escuchábamos de fondo los valses fantásticos y evocadores de la Sala Dorada de la Ópera de Viena. Hoy, a punto de concluir el año, cierro los ojos y aun me llegan nítidas esas sensaciones: la alegría del nuevo año, siempre lleno de esperanzas inconcretas, la mañana de fiesta, las todavía largas vacaciones que aún quedaban por delante, la cercanía de los Magos de Oriente, el árbol en el salón, luminoso como nuestro futuro, la mesa con el mantel de hilo, la plata de los candelabros, los centros de flores y velas y el olor suculento que salía de la cocina porque había un pavo en el horno braseado con coñac…

Y llegaba, arrebatadora, la sinuosa melodía del Danubio azul y toda la belleza del Imperio perdido de Austro-Hungría entraba en torbellino a través de la pantalla de las panzudas televisiones en tecnicolor. Los castillos asombrosos entre los bosques de las altas montañas por entre las que discurren las aguas garzas del río, los jardines de praderas recortadas con setos geométricos y cenadores clásicos, el belvedere de mármol, las carrozas triunfantes de los desfiles imperiales, el fulgor deslumbrador de las estrellas de diamante que lleva en el cabello la mítica Sissi.

Con el cansancio de las terribles fiestas de fin de año, pero con la capacidad inaudita de reponerse de una mala noche de la bendita juventud, saltábamos jubilosos de la cama y nos dirigíamos al salón a ver finalizar el concierto maravilloso; las bailarinas flotaban gráciles entre columnas jaspeadas y frescos mitológicos y los jardines tras de las cristaleras se extendían ordenados y unánimes.

Es entonces cuando comienzan a temblar los tambores y el redoble que reverbera en la sala anuncia la marcha triunfante compuesta en honor del mariscal de campo austríaco conde Joseph Wenzel Radetzky. En ese momento, cientos de millones de personas en todo el mundo se acompasan con las palmas con que el público de la sala acompaña al famoso director.

El fin de una época

Sonaban los valses junto a los últimos estertores de una Europa que iba a desparecer, dejando de ser la gran potencia que tiraba del carro del mundo. El disparo de Gavrilo Princip a la pareja real no solo acabo con su vida sino con un estilo de vida. Europa, lo que conocíamos por la gran Europa alegre y confiada, desaparecía para siempre. El optimismo positivista en un progreso indefinido y mecánico, basado en la ciencia y la tecnología, se rompía en mil pedazos, destrozados como los pechos jóvenes de los millones de soldados horadados por la metralla de las trincheras.

Tras la paz, el compás de tres por cuatro será sustituido por el ritmo sincopado del Fox Trot y el Jazz comenzará a extenderse desde Nueva Orleans, en un atisbo del que será la dominación americana de la cultura que ha triunfado hasta nuestros días.

Joseph Roth, autor austriaco que vivió la caída del Imperio, es el último testigo de la decadencia de una época. En su espléndida novela La Marcha Radetzky retrata la melancolía de los últimos húsares que ven desmoronarse su mundo. Los principios de un honor llevados a un extremo hoy difícilmente inteligible. Como la escena del duelo al que se ve abocado uno de los protagonistas irremisiblemente hasta la muerte, aun a sabiendas de que el motivo era intrascendente. Porque no era el hecho en sí, era el pequeño resorte, el sentido del honor, lo que ponía en marcha la gran máquina cuyos engranajes nadie podía parar. Los códigos de un mundo periclitado: la puntualidad en el paseo del barón, la mesa cotidiana preparada con gran prosopopeya para un anciano solitario, el decoro llevado a sus últimas consecuencias.

Un fuego arrollador

Nos resulta hoy sorprendente pensar que estos valses que hoy asociamos con la respetable burguesía europea y los brillantes bailes de embajadas fueran revolucionarios en su época. En Londres se llegó a decir que no era apropiado para señoritas, sino solo para mujeres casadas. Hay que tener en cuenta que los bailes anteriores eran, como el minué, danzas donde las parejas se acercaban ceremoniosamente y se tocaban las puntas de los dedos. Pero esta música de vals era un torbellino, literalmente un giro perpetuo que introducía fuego en los corazones. Un fuego arrollador que se extendió por toda Europa.

El joven Werther de Goethe ya habla de estos valses como una nueva música arrebatadora y sensual:

«Jamás he sido más ligero; yo no era ya un hombre. Tener en mis brazos a la criatura más amable, volar con ella como una exhalación, desapareciendo de mi vista todo lo que me rodeaba, y… (…), me hice el juramento de que mujer que yo amase, y sobre la cual tuviera algún derecho, no valsaría nunca con otro que conmigo; jamás, aunque me costase la vida. ¿Me comprendes?».

Era demasiada la cercanía, la experiencia de abandono de las parejas, unidas en un frenesí tumultuoso, de una intimidad que solo, así lo sentía el romántico alemán, debía ser experimentado con la mujer amada.

Himno reaccionario

El vals sería el último ritmo de baile asimilable por la gran música. Después, para bien o para mal, irán por separado hasta nuestros días. Y en la Viena que daba sus últimos estertores como monarquía secular, los Strauss fueron los auténticos amos.

Sería Josef Lanner el que consagrara el vals en su forma definitiva, poniéndolo de moda en la Viena de principios del XIX. Pero pronto lo desbancó su amigo y rival Johan Strauss: Lanner mueve el corazón -se dirá en la capital austriaca- pero Strauss mueve los pies. Este Strauss será el padre de la saga, autor de la marcha Radetzky y progenitor de los hermanos Johan, Josef y Eduard.

En aquel momento, miles de parejas bailan a lo ancho y largo del continente y, por primera vez, todos lo hacen a un mismo compás. Embriaguez, veneno, torbellino, frenesí, pasión…son los adjetivos que lleva aparejada la nueva música cuyo origen -parece- era una viaja danza campesina a alemana elevada de categoría. Algunos considerarán estos valses como composiciones menores, populares, pero nadie duda de su encanto y belleza, y así el famoso crítico Eduard Hamlis sentencia: si la música de Brams es el alma de Viena la de Strauss es su perfume.

Johann Strauss I

No es de extrañar que este ritmo resultara excesivo para la vieja y adormilada aristocracia del Ancien Régime. Esta confrontación se dará incluso entre los Strauss. Si el padre compuso la marcha Radetzky para conmemorar el aplastamiento de la revolución de 1848 por el general, su hijo escribirá, sin embargo, la partitura de un himno Revolucionario. Esta marcha que escuchamos cada año llenos de júbilo es pues un himno reaccionario.

Víctima de la censura

Curiosamente, en los últimos años la marcha ha sido objeto de reforma y se ha purificado en aras de lo políticamente correcto. La versión que se escuchaba desde 1946 era el arreglo que en 1914 realizó Leopold Weninger, un compositor austriaco que llegó a afiliarse al partido Nazi y a componer numerosas obras de exaltación de esta ideología. Unos hechos que han pasado factura a su composición más de 100 años después. Cabe preguntarse si la vida personal de los artistas, aun siendo execrable, puede afectar a su obra. ¿Dejaremos de disfrutar obras geniales porque sus autores nos son odiosos? ¿Eran malas las películas de Leni Riefenstahl por el hecho de apoyar al III Reich?

Es innegable que Weninger fue cómplice de un régimen criminal. Eso se puede -y debe- decir alto y claro. Pero no podemos cambiar la historia. Y estas veleidades inquisitoriales son una pendiente resbaladiza que nos está llevando a verdaderos desatinos. Este año una universidad católica americana retiró el nombre de la singular escritora Flannery O’Connor de una residencia para estudiantes. Y en las redes sociales empezó a circular la terrible –y falsa– acusación: «Flannery O’Connor era racista. Cuidado con ella. Podemos leerla, sí, pero sin olvidar que era racista».

Una promesa de futuro

Sea como fuere, estamos a punto de acabar el año, a las puertas de aplaudir al nuevo otra vez.

En ese concierto, en los aplausos de la Marcha Radetzky, nos aplaudimos a nosotros mismos, aplaudimos a la belleza, a lo bien hecho, a lo que debiera ser, a un porvenir que nos llena de esperanza. Aplaudimos a la Navidad perfecta que llevamos dentro y que no nos arrebatarán jamás, con padres y abuelos y todos aquellos que no están  más que en nuestra memoria. Con esta música, con el bello Danubio Azul y con las melodías de Strauss, esa vieja Navidad rejuvenece, regresa y nos lleva de gozo.

Su sonido es tan melancólico como la dicha a punto de nacer…

Puede parecer tópico, considerarse manido, incluso desfasado, pero no deja de ser un ideal de la Europa más sublime, ese arquetipo de lo que se puede llegar a ser; la Goldener Saal, el público distinguido, la música deliciosa, los bailarines deslumbrantes y los palcos esperando la entrada de un emperador…

, la Marcha Radetzky, con todo lo que conlleva, se ha convertido en un símbolo, en una promesa de futuro. Por eso la acompañamos con palmas. Y así, con el Niño en el nacimiento, rodeado de pajas, corcho y luces de colores, y la mesa bien dispuesta, delante del televisor, nosotros, cada año, también aplaudimos.