Skip to main content

De la memoria histórica, ahora reconvertida en memoria democrática, con rango siempre de Ley, no se ha dejado de discutir profusamente desde hace más de veinte años. Resulta imposible sustraerse al poder de seducción y de muerte que parecen esconder los usos de sus adjetivos.

La cancelación de la resistencia razonada a aceptar la versión oficial de cualquier tipo de relato no es sólo la manifestación de una pulsión totalitaria, sino uno de los síntomas psicóticos que recubren nuestra época. ¿No se deberá acaso también al trasfondo de estas motivaciones silenciadas que Una isla en el mar rojo (1939) de Wenceslao Fernández Flórez siga sin suscitar la lectura atenta que merece?

Lo político es personal

Publicada por primera vez en enero de 1939, esta novela no ha vuelto a ser reeditada hasta 2021 por Ediciones 98. Con ella esta editorial independiente había iniciado la publicación de la trilogía de la Guerra Civil del escritor coruñés que ha concluido en 2022 con la aparición de La novela número 13 (1941) y el tomo autobiográfico traducido del gallego El terror rojo (1938).

Como se encargan de subrayar en sendos epílogos de Una isla en el mar rojo los herederos del autor, en el plano biográfico, y el crítico Miguel Pardeza, en cuanto a su significación literaria, es difícil deslindar lo histórico de lo ficticio, y viceversa, en el relato en primera persona de Ricardo, su protagonista, un joven abogado que ve radicalmente revolucionada su vida con el estallido de la Guerra Civil. Refugiado durante un año en una legación diplomática, logra por fin huir de la zona republicana a través de los Pirineos con la ayuda su amigo Demetrio Rich, un hombre de acción de un estilizado barojismo. Entretanto, el lector asiste al derrumbamiento trágico de su mundo de seguridades personales y colectivas —laborales, amistosas, sentimentales…—, como si hubieran sido una ilusión que la Revolución hubiera puesto al descubierto.

En una breve nota introductoria el propio Fernández Flórez aseguraba que no sabría clasificar este libro entre historia o novela: «En todo caso, puedo afirmar que al escribir estas páginas inventé hombres y trances, pero no dolores». La cita de Léon Bloy que la precede podría responder a la impresión de Pardeza de que WFF «no regresó del todo después de aquel año de evasión y calvario» que vivió en una literal primera persona: «El sufrir pasa, el haber sufrido no pasa jamás».

De ello quiso dejar testimonio en una novela que sorprende por el control literario que ejerce sobre una materia de alto voltaje emocional. La capacidad de análisis del protagonista apenas enjuicia a las personas, sin que por ello la decantación moral quede enfriada completamente. Puesto en condiciones extremas, Ricardo representa un tipo de personaje sobre el que la mirada de su autor se dedicó a profundizar a través de su obra, bajo cualquiera de sus formas (cuentos, novelas, artículos…). En Volvoreta (1917), Las siete columnas (1926) o incluso El bosque animado (1943), WFF advierte una y otra vez en el fondo del alma humana, con un sentido muy moderno, un vacío que afecta a su existencia entera. Observándola con una lente costumbrista, fantástica o de crítica política, parece convencido de que las convenciones que cimientan la vida comunitaria no solo están en crisis, sino que se mantienen como una ficción que, aunque sea necesaria mantenerla, no debe permitirse llevarnos a demasiado engaño.

WFF no fue ni mucho menos un nihilista, pero comprendió sus efectos con una desapasionada agudeza que procurase evitarle verse arrastrado por ellos. Su humorismo, su escepticismo, incluso el agnosticismo que se le atribuye, son instrumentos de un talante liberal en una conciencia que llega al límite de la reacción. Como el protagonista de Una isla en el mar rojo, también WFF podría haber dicho que «he perdido la fe en mis semejantes y me encuentro inmóvil, inerte, porque la fe es nuestro motor insustituible. Ni soy tan joven que pueda coger un fusil, ni soy tan viejo que el papel de espectador me colme. Todo lo que sé me resulta trivial y mis aptitudes disonantes con lo que nuestra patria necesita. No puedo rehacer ni espíritu e ignoro si mi espíritu logrará rehacer su fe. Fui testigo de una de las mayores catástrofes de la historia y estoy enfermo de horror. Este es mi diagnóstico». El duelo por ese vacío de horror, terrible y muy concreto, no amnésico ni silencioso, es el que parece querer cuestionarse en la actualidad.

Lo personal es político

Tienen su razón los herederos de WFF cuando señalan que «su posicionamiento político no fue tal. Intentó ser fiel a sus ideas, exponer lo que acontecía en su época y denunciar aquello que consideraba que era injusto y había que cambiar». Se advierten en estas palabras el interés por despegar al escritor gallego de la etiqueta no tanto de escritor «conservador» como implícitamente de «franquista». En España, como quizás ya en todas partes, las etiquetas no se utilizan para describir ni definir, sino que se utilizan sobre todo para desafiar o para aniquilar al adversario. El protagonista de la novela que venimos comentando lo formulaba así, con un aire casi schmittiano: «Sólo hay en el mundo un hombre del que podemos estar seguros que no se desentiende de nosotros: nuestro enemigo».

WFF no se había hecho ninguna ilusión sobre la condición del ser humano. Pretendía comprenderlo sin despreciarlo y sin convertirse en equidistante. En un sentido paradójico, asumió un destino emboscado.

En Una isla en el mar rojo el protagonista va anotando sobre sus compañeros, con una sequedad elegante y extenuada, tanto los gestos de valor y de honor como las mezquindades cotidianas. El final de la novela no ahorra a sus lectores la amargura que provoca la contemplación de las ambiciones mediocres, expectantes de «la vuelta a la normalidad», y que adquieren un tinte siniestro en medio del horror.

De tal mirada, que no es nunca desabrida, no escapa ni la figura de su protagonista. Su ejercicio de introspección deja ver los ángulos ciegos de una personalidad que se revela especialmente en las relaciones con su novia Gabriela y su salvadora Erna. El refinamiento sentimental de Ricardo, aun marcado por un afán de sinceridad, no puede ocultar ese hueco en el almario al que ya hemos aludido. Aunque se esfuerce en colmarlo, el cultivo de sus afectos no consigue sino mantenerlos insatisfechos. Con una desesperanza que se niega a darse por vencida, el aparente romanticismo de su concepción del amor no puede ocultar un sutil juego de cálculos e intereses emocionales que, en realidad, solo la joven Erna habría intentado superar, antes de que, con una sencilla lucidez abrumada, desmonte la última de sus falsas ilusiones sobre el matrimonio.

Como ocurre también en El secreto de Barbazul (1923), la sintaxis de WFF no dejó nunca de diseccionar de modo imperturbable los engaños que corren a refugiarse bajo las grandes palabras de Patria, Religión y Familia. Y, sin embargo, como le sucede al protagonista de El malvado Carabel (1931), nada les es más difícil y ajeno a los protagonistas de las ficciones de WFF que ser malos. Su humanidad ligera y doliente aclara hasta el más negro claroscuro, como el del periodo de la Guerra, con una honda pincelada de comprensión que tal vez no pueda redimir el peso de la existencia pero que les ayuda a aliviarlo con la más preciada memoria histórica que no podemos dejar perder: la de una lectura imborrable.