Mucho antes de que naciera Bienvenida Pérez, una española cautivó a la Commonwealth con formidables dosis de coraje, frescura y desparpajo. Su leyenda en el mundo british empezó a forjarse en la Badajoz devastada de 1812, cuando, después de 22 días de agónico asedio, las tropas lusas e inglesas que combatían el expansionismo napoleónico arrancaron la ciudad de manos de los franceses.
Al poco tiempo de terminar la batalla, dos jóvenes españolas huérfanas, cubiertas con mantilla y con sangre goteando de las orejas de las que les habían arrancado los pendientes, acudieron a buscar ayuda al campamento de las tropas inglesas. Huían de los actos de pillaje y las violaciones de unos soldados vencedores ansiosos por cobrarse en carne y posesiones las penalidades de la costosa conquista. Habían sufrido las hermanas el saqueo de la gran casa aristocrática en la que vivían, en la parte noble de la ciudad y a la que la mayor de las dos había llevado a la pequeña para salvarla de los peligros de la guerra, sacándola del convento en el que se educaba.
La mayor estaba casada con un militar español, al que la guerra había desplazado a algún otro lugar del reino. La urgencia era por su hermana, que no había cumplido los 14 años y venía a encontrar un oficial decente que la protegiera de aquel ambiente de caos, bajezas y brutalidad. Se llamaba Juana María de los Dolores de León. La historia de desgracias que a su temprana edad llevaba consigo enterneció a los oficiales británicos. Su evidente carácter, que daba luz a una belleza modesta, les impresionó. La valentía con la que parecía desafiar a los infortunios de una vida desgarrada, y sus elevados orígenes, como descendiente del descubridor de Florida y primer gobernador de Puerto Rico, Juan Ponce de León, colmaban las aspiraciones de romanticismo exótico que ya en aquellos tiempos tenían los ingleses de España. Juana María fue adoptada con entusiasmo por el mando y la tropa, y dos días después de su llegada al campamento contraía matrimonio con uno de los soldados más intrépidos y apasionados, el teniente Harry Smith del 95 Regimiento de Fusileros. Smith tenía entonces 24 años, y hablaba español de sus tiempos en Sudamérica, donde participó en la invasión inglesa del Mar del Plata.
Un buen lugar para empezar a trazar el retrato de esta española es la ciudad sudafricana de Ladysmith, en el interior de la provincia oriental de KwaZulu-Natal. El tono general del municipio hacia la mujer que lleva su nombre es de indiferencia. En primer lugar, pocos entre la mayoría negra saben que el lugar en el que viven lleva el nombre de una española. Juana María de los Dolores de León es obviamente una figura colonial, un personaje vistoso de una historia que no consideran suya. Además -y sobre todo- la población africana de esta parte del mundo sigue sumida en la pobreza y la falta de educación, y de interés por la historia -ya sea zulú, india, británica o boer- o cualquier cosa que se le parezca. Este desinterés es a menudo compartido por las élites, como demuestra el hecho de que los únicos museos y monumentos históricos que pueden visitarse en Ladysmith sean los de los británicos y los boers, aún mantenidos, con loable empeño, por parte de la menguante población blanca.
Junto a unos soldados que la veneraban
La británica Liz Spiret es uno de los miembros más activos de la Sociedad Histórica de Ladysmith. Llegó a Sudáfrica en los años 60, después de un viaje de seis meses en camión desde Inglaterra que el conductor había anunciado en el periódico para pagarse los gastos. Habla de Juana María con reverencia y entusiasmo. Como la de toda la Commonwealth que la quiso y admiró, la devoción de Spiret por La novia española -como la llama en el título una novela sobre Juana María escrita por Georgette Heyer en 1940, de la que se guarda una copia en el archivo del museo de Ladysmith- se debe a decisiones como la que tomó nada más casarse con el capitán Smith en el campamento militar inglés de Badajoz. Rechazando esperar a su marido en Inglaterra hasta que terminara la guerra, Juana María quiso seguirle por los campos de batalla de España y Francia, donde terminó la guerra con el respeto y la admiración de todos los que la conocieron. Para hacerlo debió aprender a montar a caballo, y dormir a menudo al raso sobre el suelo desnudo junto a unos soldados que la veneraban, como el propio Harry Smith cuenta en sus memorias, donde relata la entereza con la que su joven esposa vivió aquellos días de constante escasez y penurias sin la menor de las quejas y con excelente ánimo.
Pese a la impuntualidad de las pagas y la falta de dinero, uno de los momentos más placenteros del trasiego de Smith por la España en guerra es su parada en una diezmada Madrid, la ciudad natal de Juana María, donde la pareja de enamorados se procura de ropa para visitar El Prado y Enrique (como le llamaba ella) se regocija con el espléndido recibimiento de la ciudad al Duque de Wellington, el 13 de agosto de 1812. «Ninguna ciudad podía estar mejor dispuesta para la pompa y el espectáculo, y la entrada del Duque fue un espectáculo de los más brillante», escribe en sus memorias Smith, que también recuerda su felicidad personal con Juana: «Aunque los dos teníamos el más explosivo de los temperamentos, siempre estábamos dispuestos a perdonar, y vivíamos intoxicados de felicidad».
Con la descripción que Smith hace de su ruta podría hacerse con grandes posibilidades una road movie trepidante, con profusión de personajes que aparecen y desaparecen al paso y dejan tras de sí un jugoso rastro de anécdotas intrigantes, morales, rocambolescas o simplemente divertidas. Con todos los que se topa, Juana María -que cuando se detiene en Madrid tiene 14 años y a quien el final de las guerras napoleónicas pilla sin haber cumplido los 18- hace gala de un humor excelente y de una personalidad impropia de alguien tan joven, y de quien podría esperarse una actitud reservada y secundaria respecto de su marido. Uno de los secundarios de la road movie es el vicario de Vicálvaro, que con conmovedor patetismo suplica a Harry Smith que le permita unirse a su comitiva por miedo a los franceses. Convertido en «confesor de Harry Smith», el cura viaja con ellos: «Yo, mi joven esposa, el Padre, todos mis galgos y perros, unos 13».
De batalla en batalla

Juana María y su marido, Harry.
En San Muñoz, Salamanca, Harry Smith y su curioso séquito deben atravesar el río Huebra. Azuzado por su dulce amazona (The gentle amazone es el título de otro libro sobre Juana, de Jane-Eliza Hasted, que Spiret guarda en sus archivos de Ladysmith), el caballo español de Juana María saltó el río sin dificultades. Lo mismo intentó hacer el potro que llevaba al cura, que cayó con el animal en el agua y hubo de ser sacado de allí por los soldados. El potro murió ahogado en el Huebra; la capa que llevaba hizo flotar al cura, y le salvó así de morir en el agua. Poco después, en una escaramuza con el enemigo, el capitán Dawson murió y una cincuentena de hombres fueron heridos, «con mi mujer en medio de todo, y el fraile». Un librito conmemorativo publicado por la Sociedad Histórica de Ladysmith en 1972 con motivo del centenario de la muerte de Juana María dice de la incorporación del cura: «Los Smiths eran ahora un ménage-á-trois«. Tiene gracia la salida, y es digna de mención en una publicación de la conservadora Sudáfrica de provincias de la época del apartheid. El tercer integrante del ménage-á-trois dijo adiós a los Smiths para volver a Vicálvaro después de algún tiempo. En un apreciable arranque de sinceridad, Harry lamenta en sus memorias que, desde el momento en que le deseó suerte con pena, el cura sólo le escribiera en dos ocasiones, «una de ellas para pedir un favor para un amigo».
Vitoria y, ya en territorio francés, Nivelle y Orthez fueron las siguientes grandes batallas de la campaña del Duque de Wellington, que Juana -que contaba entonces 15 años- vivió una vez más galopando con su caballo en las inmediaciones del campo de batalla, atenta a la suerte de su marido y dando ánimos y asistencia al resto de los soldados. En Orthez, en una de las dantescas escenas que hubo de encontrarse, se topó con un artillero con los brazos mutilados al que se paró a ayudar, ofreciéndole un bocadillo. El hombre lo rechazó desdeñoso y Juana siguió su camino. Como dice el libro de la Sociedad Histórica, había muchos otros soldados heridos a quien socorrer. La victoria en la batalla de Tolouse trajo la rendición de las tropas francesas. Después de unos días de relajo en Burdeos, Harry Smith fue enviado a combatir en Estados Unidos, otro frente abierto para los ingleses que ahora recibía los efectivos liberados por el final de la guerra con Francia. Por primera vez desde que se conocieran, Enrique se separó de Juana María, que fue trasladada a Inglaterra.
Reunida de nuevo con su esposo, Juana María le acompañó de nuevo a la guerra. Esta vez a Bélgica, donde el Duque de Wellington debía hacer frente una vez más al revoltoso Napoleón. Tras haber oído de unos soldados de su regimiento que Smith había muerto en la batalla, Juana María cabalgó de Bruselas a Waterloo para confirmar las trágicas noticias y despedirse del cuerpo ya sin vida de su marido. Habían pasado dos días cuando llegó a Waterloo, pero el campo seguía lleno de muertos sin enterrar, entre los que esperaba encontrar a Harry Smith. No dio con el cadáver, y otros soldados le juraron haber visto a su esposo marcharse del lugar de la batalla con su caballo, perfectamente sano y vigoroso.
De baile en baile y de banquete en banquete
Al París de después de la guerra llegaron Juana y Harry, que fue ascendido al rango de teniente-coronel. Entre reyes y emperadores que habían viajado a la capital de Francia para firmar el tratado de paz, el flamante matrimonio iba de baile en baile y de banquete en banquete. Harry -a quien la afectación francesa le parecía «ridícula»- retomó además su afición por la caza. Smith fue destinado a Cambrai, cerca de la frontera gala con Bélgica, a uno de los puestos donde el Ejército británico cumplía la ocupación de Francia que se acordó en el tratado. Fueron, en palabras del propio Harry, días de «un exceso de alegría», en los que el Duque de Wellington llamaba a Juana «mi heroína española». La fama de la heroína llegó de primera mano hasta el Zar Alejandro I y el Rey de Prusia. Los dos soberanos visitaron al Duque para que les mantuviera informados de la situación en la Francia derrotada. Cuando cabalgaba con ellos, el Duque vio a Juana María y la llamó, presentándola como la «pequeña guerrera española» que hizo la guerra con sus tropas. La vida sonreía a la joven pareja. Respetado y ascendido, Harry Smith ganaba ahora un sueldo respetable, que «desaparecía tan rápido como venía». Como recuerda la guía Spiret, que parece estar hablando de su propia juventud, los dos eran personas impulsivas y apasionadas, dadas al exceso y poco propicias al cálculo. Tres años duró la ocupación, tras los que Harry Smith y Juana María volvieron a Inglaterra.
Nuevas asignaciones del marido, más administrativas que militares, llevaron al matrimonio a Jamaica, y después, en 1929, a Sudáfrica, donde tuvieron, en la colonia del Cabo, una pacífica estancia que no se complicó hasta 1834, cuando Smith hubo de lidiar con la rebelión de los Xhosa. En una de sus cartas desde la batalla a Juana, que esta vez se había quedado en Ciudad del Cabo, Harry escribía: «La primera vez que te vi eras un diablillo nervioso, violento, temperamental, cariñoso y siempre leal, y cumpliste tu palabra hasta un punto que, para tu edad y tu sexo, fue tan destacable como meritorio. ¡Cuántas veces te he admirado por ello!». Durante esos años en Sudáfrica, Juana María abandonó para siempre su catolicismo de cuna y se convirtió a la religión anglicana. Los Smiths volvieron a echarse al mar en 1940, esta vez con destino a la India, donde, tres años después, Harry participó en la campaña de Gwalior contra los mahratas. Una de sus batallas más importantes fue la de Maharajpore, la última que vivió Juana en el teatro de operaciones, por la que se paseó a lomos de un elefante. Tras esa campaña su marido fue nombrado Sir. Juana se convertía por lo tanto en Lady Smith.
La carrera política de Sir Harry Smith se disparaba al calor de sus éxitos militares. El servicio a la Reina le llevó en 1847 de vuelta a Sudáfrica, donde desempeñaría el cargo de Gobernador del Cabo. La colonia sufría la rebelión de los boers y de los nativos. No fue su último destino de ultramar un puesto tranquilo para Harry, ni, por primera vez, particularmente exitoso. En 1952 Sir Harry y Lady Smith tomaban el barco que les llevaría de vuelta a Inglaterra, donde él moriría en 1860. Su mujer lo haría en 1872. Antes de dejar el Cabo, Harry Smith bautizó con su nombre una pequeña localidad del centro del país, hoy en la provincia del Free State, aún con el nombre de Harrismith. Unos 80 kilómetros al sureste, otro municipio fue bautizado como Ladysmith.