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La cruzada por América de Lance Kinzer

Ramón Gómez de la Serna, en su despacho.

A la hora del camposanto, donde Alberti veía «un túnel de oro, de espejos malos» hacia la muerte, Ramón Gómez de la Serna observaba todo aquello de los nichos y las lápidas como «una gran botica fracasada». Excluir la genialidad del segundo frente a la del primero es una españolísima patología, acaso llamada miopía. También Jardiel estudió el asunto funerario: «La medicina es el arte de acompañar al sepulcro con palabras griegas».

Es posible que a la luz del microscopio solo brille una generación del 27, la de los poetas, la de los Alberti, Lorca, Cernuda y Aleixandre. Pero desde la luna y con telescopio, se percibe el brillo de otro grupo, tal vez mucho menos preocupado por salir en los libros escolares en el capítulo de la intelectualidad –si fuera el de la crema, otro cantar sería-, desde allí se observa la polvareda levantada por todos esos genios que retomaron la mejor tradición del humor español, la ensancharon y la sirvieron en bandeja de oro para las generaciones posteriores que quisieran prestarle atención. O no. Porque ante todo no vivían obsesionados con su propia trascendencia. Basta comparar sus epitafios:

«Aquí yace un enamorado de la vida», se lee, profundo y lírico, en el del poeta Jorge Guillén. Pragmático, cínico y visionario se muestra en cambio Jardiel Poncela: «Si buscáis los máximos elogios, moríos». Y en el de Mihura, la risa hasta la muerte: «Ya decía yo que ese médico no valía mucho».

Ramón Gómez de la Serna y el individualismo suicida

Si la generación del 27 que ha pasado a los libros de texto fue cerrada, colectivista y exclusiva –no me disparen, pero a ratos sobrevalorada-  la «otra», la del humor, fue abierta, vaga y, en cierto modo, de un individualismo suicida: Ramón Gómez de la Serna llegó a decirlo abiertamente: «No tengo generación. No soy de ninguna generación. Tanto he luchado solo, que tengo que hacer esta declaración». A fin de cuentas él fue el llanero solitario de la aventura de un nuevo humor. Lo explica bien Jardiel: «Sin Ramón Gómez de la Serna, muchos de nosotros no seríamos nada. Lo que el público no pudo digerir entonces de Ramón, se lo dimos nosotros masticado y lo aceptó sin pestañear».

Años más tarde escribiría Vizcaíno Casas que este grupo de dramaturgos acabó con el teatro cómico «para introducir con fuerza el teatro del humor«. «No fue tarea fácil», añade recordando el «escándalo» que causaron las representaciones en el Teatro Nacional María Guerrero de una de las obras capitales del nuevo género: Ni pobre, ni rico sino todo lo contrario. «Era el humor de La Codorniz llevado a las tablas», concluye Vizcaíno Casas, «naturalmente, los jóvenes lo aclamábamos en la misma medida que las señoras que venían de tomar un caldito en Lhardy se estremecían de pavor y no dudaban en meter pie, como se denominaba en el argot teatral la mala costumbre de patalear en señal de protesta«.

La personalidad, el estilo y el humor de los integrantes de la otra generación del 27 era tan genuino que solo con leer un par de líneas ya sabemos si estamos ante un diálogo de Tono, un enredo de Mihura o un corolario de Gómez de la Serna. Eso no significa que no emprendieran empresas conjuntas: Neville, Tono, Jardiel y López Rubio se fueron juntos a Hollywood contratados por la gran industria del cine, que en muchos aspectos revolucionaron, aunque aquel salto dejara para casi todos un sabor agridulce.

Una actitud ante la vida

Pero su humor nunca fue una pose, sino una actitud ante la vida. El grupo siempre recordó el monumental –y brevísimo- enfrentamiento que se produjo entre Tono y Mihura poco antes del estreno de la citada comedia Ni pobre, ni rico. Ni se hablaban, ni se miraban. Durante los ensayos de la obra, uno se sentaba en las butacas pares y el otro, en las impares y varias filas por detrás. Cuentan los cronistas que en determinado momento, Mihura –o Tono- llamaba al director Luis Escobar:

– «Haga el favor de decirle a aquel señor que se sienta allá detrás si no le parece que esta frase queda un poco larga».

Escobar se iba a la butaca correspondiente y trasladaba el recado, a lo que Mihura –o Tono- respondía:

«Pues sí; dígale a aquel señor de allí delante que vendría bien recortarla».

Se encontraban y reconocían en el humor más que en ningún otro lugar. Admite López Rubio, por ejemplo, que de Tono solo conocían su genio, es decir, su ingenio. Cuenta que Tono había nacido en la Sierra de Cazorla, cerca de las fuentes del Guadalquivir. «Una noche en Córdoba», relata López Rubio, «después de quedarse mirando el paso de la corriente en silencio, me dijo: ¡Y pensar que a este río lo he visto yo nacer!«. Mihura por su parte dejó testimonio de su nacimiento: «Cuando yo estaba a punto de nacer, Madrid no estaba inventado todavía y hubo que inventarlo precipitadamente para que naciese yo y para que naciese otro señor bajito cuyo nombre no recuerdo en este momento y que también quería ser madrileño».

Humor absurdo, melancólico, genial…

López Rubio (d.), la esposa de Tono, la condesa de Yebes y Gómez de la Serna

Este humor absurdo, entre melancólico y genial, es el alma común de la «otra generación del 27», tal como la acuñó López Rubio en su discurso de ingreso a la Real Academia Española. Un humor de sonrisa e inteligencia que encontramos una y otra vez en las greguerías de Ramón: «La muerte es hereditaria».

Todos, también quienes lo trataron y heredaron como Mingote, coinciden en señalar que Tono es uno de los mejores ejemplos de cómo el humor e inteligencia van de la mano. Reinventó el chiste, llevando el absurdo al absurdo y volviendo en sonrisa reconfortante la antigua carcajada socarrona y ordinaria. Véase en la señorita que asoma la cabeza por una puerta entreabierta:

– «Imposible, no puede usted pasar porque estoy descalza».

– «Y eso, ¿qué importa?»

– «Es que estoy descalza hasta la cabeza».

Y compruébese en un clásico del dibujante jienense:

– «Le encuentro a usted muy cambiado, Don Vicente. Parece usted otro».

– «Es que yo no soy Don Vicente».

– «¡Pues más a mi favor!»

Y otro, extraído de una de sus piezas teatrales:

«Mi hija, aquí donde usted la ve, pudo haberse casado con un duque».

– «¿Y por qué no se casó?»

– «Porque no quiso el duque».

El Café Pombo de Madrid

Edgar Neville ya se había vuelto parte del mobiliario del madrileño Café Pombo donde Gómez de la Serna reunía a su cuadrilla de geniales lunáticos. Con López Rubio había escrito varias comedias, la mayoría no llegaron a estrenarse. Y, al igual del resto del grupo, mataba su hiperactividad escribiendo delirios de humor en Buen humor y más tarde en Gutiérrez. ¡Qué preámbulos tuvo La Codorniz! O por subrayar el aspecto biológico de la cuestión: ¡Qué huevos tuvo La Codorniz!

En torno a los años 20, Neville inició una carrera diplomática cuyo primer cargo fue el de tercer Secretario de Embajada en Washington. Su entrada en el ambiente de Hollywood y su amistad con Charles Chaplin resultaron cruciales para atraer allí a sus amigos de generación. Por otra parte, su peculiar sentido del humor estuvo a punto de arruinar su carrera diplomática. La anécdota es tan increíble que solo puede ser cierta:

Orgulloso y acomodado en su cargo diplomático, un buen día recibió un telegrama oficial del Ministerio comunicándosele su traslado a un nuevo destino, Tegucigalpa. Y Neville respondió al instante al Ministerio con otro telegrama: «¿Dónde está eso?».

Eduardo Ugarte, José López Rubio y Jardiel Poncela con Stan Laurel y Oliver Hardy en Hollywood (1934).

Condenados al ostracismo

Ahora que nos detenemos en Neville es buen momento para recordar algo: solo hay dos razones por las que se ha olvidado a esta otra generación del 27: por el sectarismo que siguió a la contienda y por la absurda pretensión de que el humor y la comedia son géneros menores. Lo asombroso es que, a pesar de lo mucho que se ha escrito contra ellos, de lo mucho que se les ha etiquetado, de lo mucho que se les ha silenciado, la otra generación del 27 se distingue de la original en la levedad de su militancia política. Lo explica López Rubio: «Estos humoristas vivieron del poco o mucho dinero que ganaron con sus éxitos o con las penurias de sus fracasos, pero nunca ninguno de ellos del favor de los gobiernos constituidos. El humorista del 27 no trató de contentar ni de adular, sino de alegrar«. Algunos nunca se lo han perdonado, quizá por la misma razón que ilustra el colombiano Gómez Dávila en uno de sus célebres escolios: «Quien nos traiciona nunca nos perdona su traición».

Neville, sobre sí mismo: «No he sido nunca ni demasiado revolucionario, ni ahora soy demasiado conservador. La diferencia es que, de joven, se es escéptico del presente y optimista del porvenir y luego se es escéptico del presente y también escéptico del porvenir». Y añade, para que no decaiga: «Claro que todo esto lo escribo en un día en que hace frío y me duele un pie».

Ahora vayan ustedes y decidan en la cuneta de qué bando hay que fusilarlo; si son capaces de ponerse de acuerdo. El humor. No hay arma contra el humor. Salvo el barbarismo.

No sé cómo vivirían el puritanismo imperante nuestra otra generación del 27, pero lo que es seguro es que lo llevarían con una sonrisa. La misma que provocó Neville y su sobrepeso de 130 kilos -¡hoy sería delictivo!- tras acudir al doctor para un tratamiento contra la obesidad. El médico le entregó un papel con la dieta prevista y el dramaturgo lo examinó con detenimiento y al terminar de leerlo, con toda naturalidad, le espetó:

– «¿Esto es para tomarlo antes o después de las comidas?»

Hacia el humorismo escénico

He escrito ya que eran personalidades singulares. Tan distintas que a veces se tocaban por los polos y otras veces explotaban como bolitas del Candy Crush. Eso fue lo que le pasó a Jardiel Poncela. Treinta y pocos años y un sinfín de obras escritas, casi todas junto a Serafín Adame. Del drama policiaco a la zarzuela, pasando por la tragedia en verso o cualquier otro género menor o mayor de los que entonces poblaban los teatros. Qué precoz, qué prolífero, qué portento. ¿Y qué hace Jardiel tras esa década larga de extenuante y asombrosa producción? Dinamitarla.

Sí. Es aquel instante histórico que dio título a una comedia de Mihura, aquella «sublime decisión» de Jardiel: cedió de golpe y por entero todas aquellas obras –más de las que cualquier autor escribe a lo largo de su vida- a Serafín Adame. Y decidió empezar de cero. «Pensé», explicó más tarde, «que cuanto llevaba escrito, solo o en colaboración, era repugnante y mugriento». Jardiel, como se ve, no siempre fue un tipo tan amable consigo mismo como se nos ha hecho creer. Tal vez el propio Tono tuvo presente esta crisis de identidad artística de Jardiel antes de trazar tiempo después uno de sus diálogos más breves, sencillos e inspirados; en el estudio, el pintor le muestra al visitante un cuadro espantoso:

– «Ésta es mi última obra».

– «Menos mal».

Tras volar por los aires su propia carrera, Jardiel enfiló con nitidez su futuro: «Mi plan consistía en lograr un humorismo escénico, en elevar lo cómico con una posible novedad en los temas, peculiaridad en los diálogos, originalidad en las situaciones, enfoques y desarrollos». Obviamente, el plan fue éxito, aunque su ejecución fuera ruinosa y su economía desde aquella salvaje voladura de juventud también lo fuera.

Una tertulia de locos

Jardiel Poncela.

Jardiel era la silueta de un hombre elegante y repeinado, armado con cuartillas y una estilográfica, en la mesa de algún café de Madrid. Así escribió casi todas sus obras. No hace mucho fui a rendirle un homenaje en un artículo, A propósito de Jardiel, y me fui a su mesa en la Cervecería Alemana de la Plaza de Santa Ana, con cuartillas y pluma, donde había pergeñado una de sus obras teatrales más disparatadas. Estaban los parroquianos muy interesados en hablarme de las visitas de Ava Gardner, pero yo quería saber de las del dramaturgo español. Al fin, uno de los viejos del lugar me contó lo que yo quería: según su relato, Jardiel convidaba en su mesa a dos o tres amigos en tertulia mientras escribía. Naturalmente no les hacía ni caso, estaba pendiente solo de su obra de teatro, pero si alguno de los temas de debate le pinchaba levemente el hígado o simplemente decaía en su presente ausencia, levantaba de pronto la mirada y la estilográfica, entraba como elefante en cacharrería para avivar la discusión que fuera, y al instante se retiraba de la misma para regresar a sus cuartillas, mientras sus amigos gritaban y esgrimían acalorados argumentos –ahora sí- como mandan los cánones del Madrid de los cafés.

Entretanto, en medio de aquel barullo, urdía diálogos así:

– «Me encuentro a mis 40 años sin poder dar de comer a mis hijos».

– «¿Cuántos tiene usted?»

– «Por eso digo que siento no poder dar de comer a mis hijos».

Qué cerca su sentido del humor de aquel de Tono; ahora, el médico examinando al paciente:

– «¿Usted fuma?»

– «Sí, señor».

– «Bueno, pues después me dará un cigarrillo».

Todo en Jardiel está vivo

Hace unos meses, en la inauguración de una exposición sobre Jardiel Poncela en el Instituto Cervantes de Madrid, tuve ocasión de descubrir una vez más cómo su figura y su obra resulta de actualidad y con él, la de sus compañeros de generación. Todo en Jardiel está vivo. Y no ha sido, desde luego, por la reivindicación general –ni muchos menos pública- de su ingenio, sino por la fuerza renovadora de su obra. Descubriendo al Jardiel más íntimo, no deja de asombrarme lo azarosa de su vida, la tristeza de sus ruinas ahogadas una y otra vez por la marea de su sentido del humor.

Hoy que su obra sigue llenando teatros, se cumple más que nunca su epitafio. Hoy que su obra congrega con fuerza al gran público, cada vez son más lo que levantan el velo ideológico que le habían impuesto y se aprovechan de que el verdadero sentido del humor es bastante más cosmopolita que ciertos momentos de la Historia de España. No hay mal que por bien no venga.

No podrá, por mucho tiempo, permanecer oculta esta otra generación del 27. Afortunados los que hemos tenido la suerte de encontrárnosla en el camino y reír con ellos. Quizá también nos lo hemos ganado porque hemos sabido rebuscar en los desvanes de la literatura española. Si acaso cabe preguntarse por qué los españoles hemos de obrar así con buena parte de nuestros autores. Y al preguntarnos por esa tozudez que es deporte nacional, asoma el alivio en el ingenio de otra greguería de Ramón: «Nos sorprende siempre ese empeño de ponernos el pijama debajo de la almohada para que no lo encontremos».