Llevamos unos años de hiperparentalidad: ya no vale ser buenos padres, hay que ser perfectos. Y, como consecuencia, esperamos hijos en ese mismo nivel de perfección. Pero ¿y si esta no fuera la mejor manera de educar? ¿Y si encontráramos mucha más ganancia en el reconocimiento de los límites, propios y ajenos?
¿Qué tienen en común los helicópteros, los quitanieves, los cortacésped o los tigres? Son denominaciones para designar estilos de hiperpaternidad que se caracterizan o por sobreproteger o por sobreexigir a los hijos.
Muchos expertos señalan que la hiperpaternidad puede atrofiar el crecimiento emocional y cómo se desenvuelven nuestros hijos; además, en un entorno así, estos corren mayor riesgo de sufrir ansiedad, depresión y sentimiento de impotencia; afecta también a la autoestima y a la capacidad de autorregularse emocionalmente.
Padres «Suficientemente buenos»
En la raíz de los diferentes estilos de hiperpaternidad se encuentra un perfeccionismo exacerbado. Según Moïra Mikolajczak, especialista en burnout parental, hay dos componentes que lo alimentan: unas metas altas y demandantes, y el miedo al fracaso. Al fracaso de uno mismo como padre (nadie quiere sentir que ha fallado en su papel de progenitor) y al fracaso del hijo, sobre el que muchas veces se vuelcan exigencias desorbitadas.
En contraposición a una perfección imposible y asfixiante, en los últimos años, cada vez más en artículos y publicaciones, se está hablando del «good enough parenting»: ser padres lo suficientemente buenos. Según los expertos que defienden esta corriente, un progenitor imperfecto no solo no es una desgracia para los hijos sino que además les enseña a lidiar con las debilidades de otras personas y les muestra también que ellos mismos pueden tener sus imperfecciones y aun así ser queridos y aceptados.
En el 2019, Susan Woodhouse, una experta en apego infantil, publicó un estudio en el que señalaba que, para tener un impacto positivo en los bebés, era suficiente con que sus cuidadores respondieran a sus necesidades de forma apropiada al menos el 50 % de las veces. En la misma investigación apunta que los hijos con padres sobreprotectores tienden a desarrollar un apego inseguro, y que la conexión con los hijos y la construcción de ese vínculo sano puede realizarse de maneras muy diferentes. No hay un único carril. «No tienes que ser perfecto, tienes que ser suficientemente bueno», afirma Woodhouse.
El término se remonta a la década de los cincuenta del siglo XX, cuando el pediatra y psicoanalista Donald Winnicott habló de la «madre suficientemente buena» para referirse al proceso necesario por el que una madre, al principio hiperatenta a las necesidades de su hijo y rápida para cubrirlas, va relajando su capacidad de respuesta de una forma sana según el niño se desarrolla y crece.
Winnicott reconocía que no es tarea fácil equilibrar la atención y la independencia de un hijo —con sus necesidades siempre cambiantes y su desarrollo imparable—. Pero que en ese proceso el objetivo no era no fallar: resaltaba que, mientras la madre sea responsable y su hijo esté bien cuidado, sus pequeños errores y deslices cotidianos no suponen fracasos sino que forma parte de lo esperable.
Algo similar a lo que escribe el filósofo y experto en educación Tomás Melendo en su libro Diez principios y una clave para educar correctamente, cuando explica que solo un padre y una madre pueden tener éxito en la tarea de educar a sus hijos, si ponen los medios para ello, y esto «a pesar de las múltiples meteduras de pata, desalientos y tropiezos, tan inevitables como poco relevantes cuando tienen lugar en un clima de auténtico amor recíproco entre los cónyuges y de amor común al hijo».
Ser un padre «suficientemente bueno» no consiste en ser un padre negligente o en cumplir una cuota y cruzarse de brazos, ni se trata de justificar malas acciones y conformarse con los propios fallos sin intentar mejorar. Un padre «suficientemente bueno», más bien, reconoce los límites, se desprende de dañinas exigencias y de culpas, aparca el perfeccionismo y otorga la distancia adecuada que necesitan los niños para desarrollarse de manera sana.
PERFECTAMENTE IMPERFECTOS
Este enfoque proporciona también oxígeno frente a algunas tendencias en la crianza que parecen jugar al determinismo y a meter miedo: «Si haces esto, tu hijo tendrá estos problemas», «Si no contestas siempre de este modo a tu hijo, luego se convertirá en un boomerang que se volverá contra ti», «Si fallas en esto otro, peligrará su salud mental». Y viceversa: si sigues los pasos de su método, si compras su curso, si aplicas su ABC infalible… el éxito en tu papel de progenitor está asegurado. Pero el ser humano no funciona así, y educar a un hijo no es programarlo (¡como si fuera posible o deseable!).
La psicóloga Nicole LePera, en su perfil de Instagram de más de 6 millones de seguidores, afirma que «nuestros padres no pueden cubrir todas nuestras necesidades emocionales y no creo que eso sea algo malo. Como adultos, nuestra responsabilidad es aprender a darnos a nosotros mismos lo que ellos no pudieron. Todos somos obras bellas en proceso de creación». LePera no minimiza la importancia de los progenitores y destaca el impacto negativo en los niños de tener una relación poco segura con la figura paterna y/o materna. Pero, una vez más, subraya que el éxito en el desarrollo de un estilo de apego seguro no radica en que se responda siempre al instante, de manera empática, ni en estar disponibles el cien por cien de las ocasiones.
En La familia imperfecta, Mariolina Ceriotti Migliarese habla de encontrar la «distancia justa» en las relaciones progenitor-hijo: «Significa darnos cuenta de que nosotros somos los adultos, y ellos son, siempre y en todo caso, hijos». En su libro, Ceriotti escribe sobre la creación de los vínculos familiares y el respeto a los límites: ambos factores permiten la conquista de la madurez. Y ese crecimiento de nuestros hijos no hay que buscarlo «como un éxito personal o una especie de demostración de nuestra habilidad como padres. […] Lo hacemos por él, no por nosotros».
Un planteamiento como el que propone Ceriotti aleja del perfeccionismo y de la autoexigencia dañina que puede acabar salpicando a los demás. Los padres suficientemente buenos muestran a sus hijos que tienen fallos, sí, como todos, pero también que se puede trabajar por mejorar. La vulnerabilidad forma parte del ser humano y la familia debería ser el mejor lugar donde aprender a querer desde la incondicionalidad.