Mejor solo que mal acompañado -en su título original, Trains, Planes and Automobiles– es una de las mejores comedias de los 80 y uno de los productos culturales que mejor han condensado el espíritu de Thanksgiving. La película brilla por su singular sentido del humor, muy visual y con unas gotas de melancolía, pero también por su mensaje de fondo, que actualiza el comunitarismo de Capra: en un mundo que nos ofrece cada vez menos espacios para interactuar con desconocidos, escuchar al otro, incluso al que de primeras nos resulta pesado, contribuye a crear comunidades cohesionadas. Como descubrirá Neal Page, hasta los plomos tienen su corazoncito.
Hay quienes opinan que la Iberosfera debe defenderse con uñas y dientes de la influencia cultural estadounidense, de Halloween al cine de superhéroes, pasando por la Coca-Cola. Yo creo que cuidar nuestra cultura no impide recoger y adaptar lo mejor de otras, sin dejarse contagiar por lo peor. En el caso de Thanksgiving, ni siquiera está del todo claro que la idea no sea, en el fondo, nuestra: algunos historiadores creen que la primera fiesta de Acción de Gracias fue la que celebró Pedro Menéndez de Avilés en Florida, con los indios Seloy, años antes de que los peregrinos puritanos hicieran lo propio en Massachussets con los Wampanoag. El origen es lo de menos: aunque a mucha distancia del impacto de la Navidad, la festividad del cuarto jueves de noviembre ha dejado una huella en el imaginario colectivo occidental, de las ilustraciones de Norman Rockwell a la maravillosa A Charlie Brown Thanksgiving, y el fondo de la celebración -agradecimiento, hogar, familia y buena comida- nos resulta muy próximo.
A Acción de Gracias debemos darle las ídem, además, por una de las mejores comedias de los 80. En España se tituló Mejor solo que mal acompañado. Mala elección, creo: largo y demasiado explicativo. En otros países hispanohablantes la llamaron Nada en común, más sobrio. En inglés: Trains, Planes and Automobiles. Se estrenó el año de mi nacimiento, 1987, y la dirigió John Hughes, responsable de taquillazos como Todo en un día, Solo en casa o Bethoveen. Ya, no era precisamente Godard, ni falta que hace, pero en sus historias ligeras se las arreglaba para dejar un poso que está ausente en otras producciones de consumo masivo. Quizás por eso varias de sus películas, empezando por la que nos ocupa, han soportado tan bien el paso de las décadas.
¿Quiere comprar aros de cortina?
Nuestra historia arranca en Nueva York un par de días antes de Acción de Gracias. Neal Page (Steve Martin), un ejecutivo publicitario un poco estirado, quiere llegar a Chicago a tiempo de comerse el pavo con su familia perfecta. Del Griffith (John Candy), un vendedor de aros de cortina con mucha labia, quiere hacer la misma ruta. El azar convierte a los dos viajeros, distantes en casi todo -posición social, estilo de ropa, intereses, etc.- en improbables socios y compañeros de ruta, empeñados en recorrer el país contra todos los elementos: tormentas de nieve, averías, accidentes, incendios…
La primera clave de su éxito es evidente: los dos protagonistas, Steve Martin y John Candy, el yuppie y el paleto, son una formidable pareja cómica. Es una lástima que solo rodaran juntos esta película, cuando podrían haberse convertido en los Lemmon y Matthau de su generación. Sus constantes choques son divertidísimos, y aunque instintivamente todos nos identificamos con el ejecutivo, con el transcurso de los minutos empezamos a preguntarnos si de verdad el gordo nos cae tan gordo.
A medio camino entre el slapstick y la comedia intelectual, tan cerca de Mister Bean como de Atrapado en el tiempo, el tono singular de su humor es la segunda razón de que la peli siga gustando. Los gags no son particularmente sofisticados, pero todos funcionan bien: la secuencia más tronchante es la que sucede en la carretera de noche, cuando Griffith nos deleita con su interpretación de Mess Around de Ray Charles pocos instantes antes del desastre, pero no le va a la zaga la escena de Page en el mostrador del establecimiento de alquiler de vehículos. Entre chiste y chiste va emergiendo una cierta melancolía que desembocará, ya en Chicago, en un emotivo final.
Capra en la era de los yuppies
Más allá de los chistes visuales, la película tiene su miga. En una sociedad en la que nadie se mete en los asuntos de nadie, en la que cada vez hay menos espacios para interacción física con nuestros vecinos o con simples extraños, la impredecible amistad entre Page y Griffith nos recuerda que de esos cruces fortuitos pueden nacer cosas buenas. La epidemia de soledad que vive nuestro mundo, un problema social cada vez más acuciante, no es ajena a esa desaparición de las charlas de ascensor o de vagón de tren, agravada por los cambios tecnológicos -pantallas y auriculares- y por las tendencias sociales y laborales emergidas tras la pandemia. Al pedir un Uber podemos seleccionar un conductor silencioso, como si un inocente comentario sobre la última jornada liguera nos resultara una tortura de crueldad intolerable, y hay cada vez más hoteles con check-in automático en el que ningún recepcionista sonriente nos preguntará cómo estuvo nuestro vuelo.
En la película, de fondo, emerge un mensaje comunitarista que actualiza el de las pelis de Frank Capra -ningún hombre es un fracasado si tiene amigos- a la era de los yuppies y el auge del individualismo. No es casual que los dos viajeros pertenezcan a clases sociales muy alejadas: más allá de lo anecdótico, el contacto cotidiano con personas de orígenes diferentes contribuye a cohesionar las sociedades, a crear espacios arraigados donde nadie es invisible. Las sociedades antiguas eran más desiguales y jerárquicas, pero, paradójicamente, implicaban un trato mucho más frecuente y cotidiano con personas de otra extracción. Hoy la brecha es menor, pero casi nunca tenemos la necesidad de cruzarla.
Del Griffith es un pesado, un bocazas, un plomo. Nos lo deja claro desde el primer momento. Sus aros de cortina de ducha son como los seguros de hogar de Serafín Latón, el entrañable secundario de Tintín. Pero es también un tipo con muchas virtudes: generoso, resuelto y, a su manera, divertido. Sin él, el arrogante Page no habría llegado a Chicago a tiempo para la fiesta. Sí, Del Griffith es un pesado, no lo negamos, pero como nos recordaba hace unos días Aurora Pimentel en X, citando a su padre, uno mismo puede ser (o acaba siendo) el pesado de alguien. Responder al chiste del camarero que nos pone el café o charlar cinco minutos con la anciana que nos precede en la cola del supermercado puede hacernos más humanos y comprensivos; es bueno para nosotros y para la sociedad. En algunos casos, como les ocurre a los protagonistas de la película de Hughes, nuestro cargante vecino de asiento puede ser incluso una oportunidad para redimirnos.