Fundada en 1943 y establecida en más de 50 países, la empresa sueca IKEA ha logrado que una casa de Valladolid se parezca mucho a una de Denver, Colorado, o a otra de Tachikawa, Japón. Su éxito empresarial, basado en una política de precios bajos y en el “móntelo usted mismo”, es innegable. También lo son sus virtudes: ha permitido a una amplia franja social acceder a muebles de calidad media con diseños atractivos. Pero cada vez más voces señalan los riesgos de su modelo, que depende del consumo veloz de muebles.
¿Un mueble de IKEA en un anticuario? Sí: aunque parezca increíble, en Suecia se encuentran algunos. En concreto, los de una colección diferente. Sucedió a comienzos de los 90, cuando Lars Sjöberg, genio del diseño sueco, diseñó unas cuantas piezas inspiradas en el estilo gustaviano, del siglo XVIII. Estilizados y luminosos, de curvas suaves y patas levemente torneadas, decapados en colores suaves, aquellos muebles se siguen vendiendo con facilidad -a veces mejor, incluso, que los originales- entre los coleccionistas.
Pero, desde luego, aquello no es el sello de la casa. Cuando pensamos en la estética IKEA, nos viene a la mente un tipo de piso en el que hemos estado muchas veces: ligero, juvenil, cosmopolita. Nuevo, o no demasiado viejo. Con un cierto aire de piso de estudiante. Muy extendido, desde luego. Sin salir de nuestro país, en un estudio elaborado por la Universidad Complutense, un 68% de los encuestados declaró que la compañía había tenido “una influencia importante en la forma de amueblar sus casas y en sus propias vidas”. Se estima, a partir de la cuota de mercado, que uno de cada diez europeos es concebido en una cama de su catálogo. Pocas marcas, en suma, han alcanzado su influjo global y han contribuido tanto a dibujar nuestro imaginario colectivo.
IKEA son las iniciales de su fundador, Ingvar Kamprad, junto a la de la granja en la que creció (Elmtaryd) y la de su localidad de origen (Agunnaryd). Kamprad la creó en 1943, al principio como una distribuidora por correspondencia de pequeños artículos para el hogar. Cinco años después, dio el salto a los muebles de gran tamaño, y en 1958 abrió la primera tienda propia, con muebles diseñados por la compañía. Por entonces ya estaban presentes sus grandes señas de identidad: diseño cuidado y a la moda, calidad media, precios agresivamente bajos y autoensamblaje.
La internacionalización llegó después, primero en Europa y en Estados Unidos, y cada vez en más regiones: a España no llegaron hasta los 90. Hoy hay tiendas de IKEA en más de 50 países, que facturaron alrededor de 40.000 millones de euros el año pasado. La zona en crecimiento es Iberoamérica, donde la marca se dirige a una clase media emergente con un poder de compra en aumento.
¿Buenos, bonitos y baratos?
Como esto es Revista Centinela, y no Cinco Días, dedicaremos poco tiempo a las razones de su éxito empresarial, que se estudia como modelo en las escuelas de negocios. La política de precios bajos ha sido siempre la tarjeta de presentación, aunque el abuso del low cost ha generado críticas. Anders Dahlvig, consejero delegado entre 1999 y 2009, escribió en su libro Cómo hacemos las cosas en Ikea que la política de precios “ha tenido un impacto negativo en la calidad de sus productos” y que “tiene prioridad sobre todo lo demás”. Siguiendo el viejo lema del vendedor, está claro que sus productos son baratos: lo de buenos es más bien dudoso, y lo de bonitos lo abordaremos después.
En cuanto al “hágalo usted mismo”, que pudo parecer al inicio una política arriesgada, su éxito ha sido arrollador. Tanto que tres profesores de Harvard, Yale y Duke -Norton, Mochon y Ariely, respectivamente- estudiaron el fenómeno y lo bautizaron como “efecto IKEA”. La tesis: todo consumidor valora más un producto si ha participado en su ejecución. En una serie de experimentos, los voluntarios construyeron artículos de Lego, plegaron figuras de origami y armaron muebles de IKEA. Casi todos estaban dispuestos a pagar más por un producto si le habían dedicado tiempo y concentración, aunque el resultado final fuese inferior en calidad. Esta parece ser la principal razón de que se mantenga la práctica: pese al tópico, las cifras muestran que el modelo de autoensamblaje no supone un ahorro de costes significativo para la empresa.
El laberinto y sus albóndigas
Lo que los cursis llaman “experiencia de compra” es la tercera pata del modelo IKEA. Sus tiendas son también almacenes, y es imposible entrar directamente a por un producto y salir: es obligatorio recorrer un amplio circuito que visita todas las áreas de la casa. La disposición de los productos es vistosa y agradable, tanto que casi invita a descabezar un sueño en sus camas, a sentarse a charlar en sus sofás o a servirse unos platos en sus mesas de comedor. Hablando de comer, sus tiendas cuentan con restaurante, con precios tan bajos como los de sus muebles. Gerd Diewald, que dirigió la sección en Estados Unidos, explicó con franqueza las razones, nada inocentes: “Cuando los clientes comen en la tienda, se quedan más tiempo, pueden discutir sus compras y tomar decisiones allí mismo. Esa fue la idea desde el principio”. Sus famosas albóndigas son, en el fondo, una estrategia de venta.
Y la publicidad, claro, acompaña la estrategia de forma eficaz, aunque a veces controvertida: sus anuncios cuentan con un estilo inconfundible, son siempre emocionales, venden una aspiración y una actitud, y se convierten, casi sin excepciones, en productos virales. Ninguno ha tenido tanto éxito en España como el de 2006: “Bienvenido a la República Independiente de tu casa”, que contenía toda una declaración de intenciones: autonomía, libertad, desvinculación. Por si fuera poco, la compañía ha logrado que su catálogo anual se convierta en un objeto de deseo y en la más exitosa campaña: distribuyen más de 200 millones de copias cada año.
Kamprad no inventó el metacrilato
¿Y qué pasa con la estética? Para analizar el fenómeno de la marca sueca, conviene huir de la falsa nostalgia: lo que había antes no era el paraíso. Los muebles de IKEA son, en general, mejores que los de las alternativas low cost de las que disponían las clases populares en las décadas anteriores a su aterrizaje. Kamprad no inventó el metacrilato ni la formica. La mayoría de compradores habituales de IKEA no tenían en casa muebles de diseño y calidad elevados, sino que sustituyeron otros sensiblemente más caros, de calidad no muy superior y de diseños poco atractivos.
Bill Moggridge, director el Museo Nacional de Diseño Cooper-Hewitt de Nueva York, se atrevió a definir el look de IKEA como “minimalismo funcional global”. Según explicó, “es moderno, y es muy neutral para evitar las preferencias locales, lo que es necesario, por economías de escala, para mantener unos precios bajos”. Quizás este aspecto, la homogeneización, sea lo más llamativo del fenómeno. Las casas de todos los países en los que está presente la casa sueca tienden a parecerse, disolviendo la constelación de estilos, gustos y singularidades que solían caracterizar los hogares de los diversos países.
¿Un sillón Strandmon para nuestros nietos?
Además de parecerse mucho, las casas decoradas por IKEA son siempre efímeras, lo que condiciona también su concepción estética. Nadie comprará jamás un mueble de IKEA con la intención de legarlo a la siguiente generación. Siguiendo a Zygmunt Bauman, los productos de Ikea están concebidos para la modernidad líquida, un tiempo en el que nada permanece, las casas son más alojamientos que hogares y el concepto de propiedad se diluye entre nuevas alternativas.
“En 2030 no tendrás nada y serás feliz. Cualquier cosa que quieras alquilar, te la llevará un dron a casa”, anunció el Foro Económico Mundial en 2016, y la línea comercial de IKEA se adelantó a este concepto de forma prodigiosa, liquidando el apego por los muebles como objetos queridos y familiares, parte de nuestra biografía. De la librería del abuelo se pasó a estanterías flexibles, modulares, desmontables y adaptables, de las que no duele deshacerse para sustituirlas por una mejor. Soluciones temporales para vidas en cambio.
El fast fashion del hogar
Este modelo, claro, tiene consecuencias. Pese a la efectiva publicidad medioambiental de la compañía, que presume de ofrecer “paneles solares domésticos, perritos calientes vegetarianos y soluciones de ahorro de energía”, es muy dudoso que un modelo basado en el consumo intensivo de muebles que hay que cambiar cada pocos años, por deterioro o por desfase, sea más ventajoso para el medio ambiente que la vieja alternativa de muebles que duraban décadas.
En cuanto a la economía, la empresa trabaja con una amplia red de proveedores en diversos continentes, de los cuales alrededor de mil venden productos terminados, mientras que otros miles participan en otras fases de la cadena de producción. La deslocalización ha tenido unos efectos especialmente serios en la industria del mueble de nuestro país, que todavía no ha recuperado los niveles previos a la crisis de 2008, aunque en este declive no ha tenido un peso menor la baja capacidad de adaptación de los productores a los nuevos gustos y hábitos. En la Comunidad Valenciana, por ejemplo, no hubo una tienda de IKEA hasta 2014 por la presión de los fabricantes locales, más concentrados en obstaculizar la competencia que en promover alternativas viables. El resultado: los valencianos viajaban a Murcia o a Madrid para equipar su casa.
Especialización frente a generalización
Paradójicamente, puede que la globalización, que facilitó el crecimiento de IKEA, sea también su principal debilidad: las redes sociales y la venta digital han creado oportunidades para que pequeños productores especializados, a menudo más creativos y cuidadosos de los detalles, distribuyan mundialmente sus productos a gran velocidad, compitiendo directamente con el gigante escandinavo. Más que clamar en el desierto contra la compañía fundada por Kamprad y reclamar, por ejemplo, el regreso del rotundo mueble castellano, convendría aprender de su éxito, y de lo que pudo ser: la colección de Lars Sjöberg de la que hablábamos al comienzo -bella, inspirada en la tradición, pero actual y de precio competitivo- parece un buen ejemplo para la competencia.
Con sus virtudes y con sus defectos, IKEA dice mucho sobre nuestro mundo, sobre la evolución del concepto de hogar, de la concepción estética y hasta de la estructura social. ¿Hay otro camino? Frente al famoso anuncio de la República Independiente, se podría reivindicar otro spot icónico de una casa relojera suiza: “Nunca un Patek Philippe es del todo suyo. Suyo es el placer de custodiarlo hasta la siguiente generación”. El afecto hacia el mueble concreto, bello, familiar, que forma parte de un hogar. Me temo que no dejaremos un sillón Strandmon o a una estantería Billy a nuestros nietos, así que convendría esforzarse por legarles, al menos, un par de muebles que valga la pena desgastar.