Los musulmanes entrarían y saldrían de España por la misma causa última: los conflictos internos. En el año 711, las interminables guerras civiles de los visigodos les abrieron las puertas de la península; en 1492 fueron sus propias desavenencias las que acabarían por facilitar su expulsión. Ocurre siempre. Pasó, por ejemplo, con Roma, que dividida y corrompida fue presa fácil de los bárbaros.
Cinco siglos antes las taifas ya habían sembrado la semilla del declive musulmán. Tras la sucesión precipitada de nueve califas en menos de 30 años, en 1031 desaparece definitivamente el califato de Córdoba. De él brotaría un nuevo y complejo puzzle de entidades políticas, enfrentadas las más de las veces. Córdoba había estallado y a la España cristiana no le fue difícil recoger los cascotes. Recuperarlos. Reconquistarlos. El enemigo ya no era un imperio, era Huelva, era Almería, Badajoz, Toledo, Valencia o Zaragoza. Así hasta 27 taifas o banderías, como las llamaban los cristianos.
Simultáneamente, Galicia, León, Castilla, Navarra y Aragón, además, se organizan como reinos. Y empiezan las incursiones. Empieza la Reconquista propiamente dicha. Toledo cae en el año 1085 y la España gótico-romana desciende hasta controlar una tercera parte de la península. Una nueva invasión mora, los almorávides, frena el avance cristiano durante algunas décadas, pero la Cruz vuelve a desplazar las fronteras hacia el sur y ya llega hasta el Tajo en la meseta y el Ebro en el Mediterráneo. Es entonces cuando un nuevo pueblo africano, los almohades, penetra en España, sustituye al anterior, y se produce el gran enfrentamiento entre las dos cosmovisiones.
Un enfrentamiento de civilizaciones
Alarcos, muy cerca de la actual Ciudad Real, es testigo de la derrota cristiana. Se trata de un momento crítico que pudo haber supuesto el final del proceso y el establecimiento definitivo de las fronteras. No fue así, síntoma inequívoco del espíritu político y religioso que movía a los cristianos. Se trataba de completar un proceso, de recuperar la España anterior al 711, de reconquistar la herencia goda y romana. Y es por eso por lo que el rey de Castilla, Alfonso VIII, busca la bendición papal para su empresa. Inocencio III concede, efectivamente, el carácter de Cruzada a la Reconquista. En España no se dirime el control de un territorio sino una concepción trascendente del mundo y de la vida. Un enfrentamiento de civilizaciones del que toda Europa está pendiente. Para la gran batalla de las Navas de Tolosa, que habría de celebrarse en el verano de 1212, llegan cruzados de todo el continente. Y todos los reinos españoles -castellanos, aragoneses y navarros-, envían a sus tropas. La empresa es colectiva. La victoria cristiana es aplastante. Hoy hace cuatro años se cumplió el octavo centenario de la batalla. Nada hubo que la conmemorara. Ni actos, ni fastos. Tan solo algunas iniciativas privadas.
Lo cierto es que, a partir de las Navas, Castilla y Aragón completaron rápidamente la Reconquista. Con la excepción de un reducto en la Andalucía oriental: el reino nazarí de Granada, fundado por Mohamed ibn Nasr, llamado El Rojo (Alhamar) por el color de su barba, pocos años después de la derrota en las Navas.
Castilla, forjada con el acero de mil batallas y guiada por la Cruz, se erigía ya como el reino más poderoso de España. Aragón, completada la Reconquista en su área de influencia, trasladó el ímpetu guerrero al Mediterráneo. Granada estaba pendiente. El reino nazarí, dinámico en lo económico y muy poblado, se extendía desde Gibraltar hasta prácticamente la actual Región de Murcia. El objetivo, no obstante, era asegurar la supervivencia de una civilización que cinco siglos antes había alcanzado la cornisa cantábrica. Y sobrevivió, a base de parias o impuestos, durante más de 200 años. Un statu quo que -moros y cristianos lo sabían- tenía fecha de caducidad.
El estallido en El Salado
Los castellanos no renunciaban a hacer incursiones en el territorio; los nazaríes negociaban el apoyo norteafricano de los benimerines para cuando se desatara definitivamente la guerra. Y con la tribu africana ya en suelo peninsular, la guerra efectivamente estalló. Fue en el arroyo del Salado, actual provincia de Cádiz. Corría el año 1340. Castilla y Portugal aplastaron a los moros, royendo kilómetros al Reino de Granada, que entró en una profunda decadencia política y militar. Surgen las temidas querellas internas, prólogo de todo hundimiento. El hostigamiento castellano es constante. Expediciones de conquista parten desde el interior a horadar las fronteras granadinas. Marbella, Málaga o Almería son asediadas desde el mar. Granada se tambalea y ya nadie responde a las llamadas de socorro al otro lado del Estrecho. Y cuando ya nada podía ser peor, ocurre que los dos grandes reinos peninsulares, protagonistas de la Reconquista, Castilla y Aragón, unen para siempre sus destinos y ponen las bases de la nación que habría de asombrar al mundo en los siglos venideros. Es 1479 y Fernando de Aragón e Isabel de Castilla acaban de contraer matrimonio.
Impulsados, además, por el redescubrimiento de la vieja narrativa que exige recuperar la España perdida, los Reyes Católicos se conjuran para completar geográficamente, políticamente y religiosamente la nación. Y entre tan alto objetivo, exigencia del Altísimo, y su logro, sólo dista una victoria. Granada, el último reducto musulmán en España, es ya una obsesión. La campaña da comienzo en 1482 y durará 10 años. La orografía granadina impide grandes batallas, y por ende, grandes victorias. La guerra se libra, pues, por medio de asedio a fortalezas, sitios, escaramuzas e incursiones en territorio enemigo que no siempre prosperan. El invierno de las serranías granadinas obliga al repliegue. Se combate casi exclusivamente en primavera y verano. El avance es lento, pero el proceso de conquista es inexorable, y además se ve favorecido por la guerra civil interna que devora a la dinastía nazarí. Alí Muley Hacén, su hijo Boabdil y su hermano Mohámed XIII, llamado ‘El Zagal’, se disputan el trono al mismo tiempo que guerrean con los cristianos. Y Boabdil, a su vez, negocia en secreto una futura capitulación con Castilla.
En 1487 cae Málaga, y con ella el principal puerto nazarí. Se extingue así toda posibilidad de ayuda africana. Baza, en el interior, ve también asomar las tropas castellanas de Gonzalo Fernández de Córdoba, que empieza a forjar su leyenda inmortal. El Gran Capitán ha establecido nuevos códigos militares y organizativos, revoluciona la milicia y, en Granada, siembra la semilla de los Tercios, que tanta gloria darían a las armas españolas en los dos siglos siguientes.
25 de noviembre de 1491, rendición
Es 1489. Ya sólo resisten la ciudad de Granada y algunas poblaciones vecinas. Alí Muley Hacén, el patriarca, ha muerto. El conflicto interno es ahora entre Boabdil El Chico y tu tío, El Zagal. Isabel y Fernando se unen al primero, con el que tienen firmada una capitulación secreta. Boabdil sale victorioso, pero incumple su palabra. No entregará el reino sin combatir. Es 1490 y Boabdil quema su último cartucho: intenta sublevar a los musulmanes de lo que un día fue el Reino de Granada y hoy, en su mayor parte, ya es territorio castellano. Nadie le sigue. No hay levantamiento. Y El Chico, sabedor de que la ciudad es inexpugnable, se recluye en la Alhambra.
Los Reyes planean lo que se prevé como un largo asedio. El cerco hace mella en la población, que acusa el hambre. La nutrida y permanente presencia militar castellana desmoraliza a los sitiados. Las tropas cristianas, por contra, permanecen acuarteladas en un campamento de nombre revelador: Santa Fe. En él aguardan Isabel y Fernando. Y en él, el 25 de noviembre de 1491, se firman las condiciones de la rendición. Las capitulaciones de Santa Fe se hacen efectivas con la entrada de las tropas castellanas en Granada el 2 de enero de 1492.
Cuatro días después, Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón pisan la Alhambra. España ha completado un proceso iniciado en las cumbres de Covadonga casi 800 años antes y en el que ha forjado su identidad contra un enemigo secular. No hay precedentes en el mundo de una hazaña semejante. Nunca una colonización extranjera fue completamente revertida y devuelta al statu quo original después de ocho siglos. Los vestigios de cultura islámica quedarían limitados, según el arabista Serafín Fanjul, a algunos ejemplos de arquitectura, alrededor de 3.000 vocablos y 2.000 topónimos repartidos principalmente por Levante, Andalucía, Cataluña y Aragón.
Una victoria europea
Europa entera vivió como propia la victoria española. Roma celebró una gigantesca procesión presidida por el Papa, Nápoles estrenó entre grandes fastos una obra de teatro en la que Mahoma huía del león castellano. Y en la abadía de Westminster, Enrique VII de Inglaterra dio a conocer solemnemente la victoria, consecuencia de «la valentía y la devoción de Fernando e Isabel, soberanos de España».
Mas la energía expansiva no se frenaría en la península. 1492 sería también el año del otro gran mito nacional español: el Descubrimiento y la Conquista de América. Los Reyes Católicos habían iniciado un proceso de homogeneización religiosa que se completaría pocos meses después con la expulsión de los judíos (Francia e Inglaterra habían hecho lo propio en 1306 y 1290 respectivamente).
La publicación, en el mismo año de 1492, de la Gramática de Antonio de Nebrija, la primera de una lengua romance, abunda en la unificación cultural. Y con la incorporación de Navarra a la Corona en 1512, España configura sus fronteras definitivas y se ve impulsada a una tarea evangelizadora global. En América, y en Europa contra el protestantismo. La nación, que es cristiana y occidental por su propia voluntad y determinación, se convierte en «martillo de herejes, luz de Trento y espada de Roma», al decir de Marcelino Menéndez Pelayo.
Carácter católico, tradicional, regio, belicoso y providencial
Y si hoy las celebraciones por la Toma de Granada son polémicas, lo son precisamente por ese motivo. Por su carácter intrínsecamente católico, tradicional, regio, belicoso y providencial, valores que empezaron a discutirse ya en el siglo XVIII con la Ilustración y que quedan por completo estigmatizados en los años 60 y 70 del siglo XX, con la consolidación del marxismo cultural. No antes, véase sino la naturalidad con que se conmemoraba la Toma de Granada durante la II República.
El nuevo ecosistema de valores establece un nuevo imaginario colectivo en el que, además de los viejos dogmas marxistas previos a la II Guerra Mundial -lucha contra el capital, emancipación del obrero-, propone otros nuevos tales como el igualitarismo, el feminismo o el multiculturalismo. De manera que el enemigo ya no es sólo el patrón, es el sistema creado por Occidente. Todo él. Y este nuevo paquete ideológico convive con la idealización del Otro, del buen salvaje, del orientalismo, de la sublimación de Al Ándalus como mito arrasado por la intolerancia cristiana y española. La víctima es el héroe contemporáneo. Y la víctima de España es al-Ándalus.
Los esquemas morales y sociales vigentes imponen una nueva narrativa pacifista, antimilitarista y favorable a cualquier minoría declarada maltratada por la Historia, Occidente o el Cristianismo. Y España es todo eso.