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Decían los antiguos, con esa sencillez suya, que todos los caminos llevan a Roma. Más tarde supimos que la tierra no es plana y que, como las familias de Tolstói, todos los caminos lo hacen a su manera. Así, hoy vengo a hablarles de uno de ellos, que desemboca en Roma con la fuerza de, qué sé yo, el río Iguazú en sus cataratas: la Vía Francígena.

Un peregrinaje europeo

El nombre no es baladí, en tanto que se trata de un «camino que atraviesa Francia». La sencillez de los antiguos, ya saben. Otros, en su moderna complicación o en su complicada modernidad, han preferido llamarlo Itinerario de Sigerico, pero de esto ya hablaremos. Por trazar ahora, en apenas dos líneas, las características más básicas de la Vía Francígena, diré que atraviesa cuatro países, que su recorrido actual supera los dos mil kilómetros y que, dividido en 86 etapas, son tres meses los necesarios para terminar el camino.

La ruta, que podría asemejarse a un «camino de Santiago europeo», tiene su comienzo en la Catedral de Canterbury, municipio cercano a la costa británica, y termina en la Plaza de San Pedro. Concretamente en el subsótano, bajo el baldaquino. Porque, como el peregrinar a Santiago, el pulpo termina por resultar insignificante ante los pináculos del Obradoiro, por no decir ante la tumba del Apóstol. Con estos mimbres, poco a poco se fue desarrollando una infraestructura del peregrino. Y la ruta, otrora costosa, es ahora un sendero entre viñas de la Toscana, cruceiros centroeuropeos, tumbas de Santos y bistros bien pronunciados. Se lo podrán imaginar con mayor exactitud cuando sepan que el sibaritismo de la ruta, que –no lo neguemos– engrandece su atractivo, hizo que en 1994 el Consejo de Europa la reconociera como «Itinerario Cultural Europeo».

El viaje de Sigerico

Pero vayamos al principio. Hace algunos cientos de años, allá por los siglos VII y VIII, la ruta comenzó a ser transcurrida, casi de forma espontánea, en su parte italiana. Bizantinos y lombardos –pueblos, en general, de pomposo comercio y beligerancia mediterránea– habitaban la Península Itálica en aquella época. Hay quien dice que el enfrentamiento constante entre ellos los llevó a diseñar una vía interior que permitiera el paso a través de los Montes Apeninos. Pero este es otro asunto. La nueva ruta premonizó la actual Vía Francígena y, con la victoria de Carlomagno sobre los lombardos (dicen que fue en el año 774), el itinerario poco a poco se fue ampliando hacia suelo galo. La Strata Romea, vía de conexión europea, había nacido.

Con una incipiente ruta ya formada, apenas fue un siglo después cuando Sigerico de Canterbury documentó su paso por la vía. Breena Kerr, periodista hawaiana que más tarde recorrería los pasos del obispo, lo narró así en la BBC: «En el año 990 después de Cristo, Sigerico el Serio, arzobispo de Canterbury por aquel entonces, tenía una razón más práctica para caminar hasta Roma: necesitaba visitar el Vaticano para recoger sus prendas oficiales. En el momento en que decidió realizar la travesía, había muchos caminos hasta Roma, pero Sigerico anotó su ruta de regreso a casa, dejando patente el camino que hizo (atravesando Italia, Suiza, Francia y el Reino Unido). La ruta conformó lo que ahora es la Vía Francígena».

Así, tras su encuentro con el Pontífice Juan XV y tras recibir su “pallium”, Sigerico volvió hacia Canterbury. Apenas dejó un escueto documento de vagas anotaciones –Vercelli, Tremollo, Pavía, Luni y pocas poblaciones más. Que, de tan escueto, no tardó en caer en el olvido. Sin embargo, hace un escaso siglo historiadores comenzaron a indagar en esta travesía y pronto se recuperó el olvidado itinerario. Se crearon asociaciones, fundaciones y demás organismos para promover la conservación de la Vía Francígena. Por petición de todas ellas, reunidas en la Asociación Europea de las Vías Francígenas, en 2004 la Unión Europea la elevó de categoría, acompañando a la ruta compostelana entre los «Grandes Itinerarios Culturales Europeos».

A Roma desde España

Claro que si hablaba de «Vías Francígenas», en plural, es porque son numerosas las variantes que hoy en día existen de la ruta original. Y llega aquí, ay, la noticia que todos estábamos esperando: se puede hacer desde España. En particular, por la unión de varias vías europeas que tienen su comienzo en la Vía Tolosana. Desde Somport, uno puede llegar andando a la taurina Arles y desde allí existen dos alternativas que fueron trazadas por los peregrinos que a lo largo de los siglos buscaron redención en Roma: la Vía Aurelia (que recorre Francia por el sur) y la Vía Domitia (que, algo más larga, conecta por el norte con Verdelli y allí con la Vía Francígena). Son así 2235 kilómetros los que separan a pie Somport de Roma.

Por eso, con este panorama, no puedo por más que animarles a todos a ir. Y si bien no existe una Compostelana como tal, una forma de sellar en cada etapa, se me ocurren ahora, al menos, cientos de motivos para recorrer la Vía Francígena. En primer lugar, porque a mucha gente le gusta andar. Claro que si usted, como yo, no le ve ninguna gracia especial a la correcta coordinación de las piernas –llaman senderismo a lo que toda la vida hemos llamado psicomotricidad–, ha se saber que buenos son también los motivos culturales, espirituales y culinarios. Porque la Vía Francígena se encuentra poblada de buenos restaurantes, mejores monumentos e inmejorables Iglesias. Así que si alguno se anima, ruego me avise. Podremos recorrer, con toda seguridad, una ruta que va de España al cielo.