Fueron otros tiempos, sin duda mejores que estos de ahora. Los que vivimos de lleno aquella explosión de libertad, de diversión sana, de mestizaje social, de tolerancia, neón y disco-funk, de fiesta 24/7 con nocturnidad y alevosía (plena nocturnidad y plena alevosía), sabemos que aquellos tiempos son irrepetibles. Porque ya no somos como entonces, ni la sociedad es como entonces ni, sobre todo, los políticos, los vip, los artistas o los intelectuales son como entonces. Aquello fue otra historia. Aquello fue otra vida. Por eso, desde la agridulce nostalgia de aquello que vivimos en directo -algunos desde la no demasiado tierna adolescencia- nos ha dolido un poco que saltara la noticia –falsa, muy falsa- de que Joy Eslava, nuestro Joy, moría para siempre. No duró mucho, el fake. El desmentido de la empresa fue rápido, categórico y muy ilusionante. Y todos respiramos, aliviados, agradecidos. El Eslava volverá, en unos meses, rejuvenecido, revitalizado, mejorado. Más vivo que nunca. Y con ganas de dar guerra –diversión, glamour, espectáculo, alegría- otros cuarenta años. ¡El show continúa! ¡Larga vida a Joy!
24-F, 5.000 invitaciones y una larga noche sin dormir
Joy Eslava, por todo lo que luego iba a significar para la sociedad española de la época, no podía nacer sin más. Tenía que estrenarse con un plus de expectación. Con mucho ruido. Y así fue: el ruido atronador de los disparos que agujerearon el techo del Congreso aquel infausto 23-F, justo una noche antes de la inauguración y a menos de un kilómetro de distancia. El ruido ensordecedor de la incertidumbre, del miedo, del castañeteo de dientes de media España, no precisamente por el frío invernal. Aquella noche, como tantos españoles, Pedro Trapote tampoco pegó ojo. Tenía una razón añadida, además del “¡Se sienten, coño!” y el taktaktak de las metralletas. La noche siguiente, 24 de febrero de 1981, estaba prevista la flamante inauguración de Joy Eslava, la primera discoteca teatro de España, el proyecto más ambicioso del empresario, su apuesta más espléndida, su sueño más rutilante. El sueño que le quitaba el sueño aquella excepcional noche de febrero.
Todo estaba listo para el gran estreno, después de dos años de trabajo intenso y una remodelación espectacular. Se habían enviado 5.000 invitaciones y aún no sabía su nuevo propietario si podría abrir las puertas la noche siguiente. Pero el Rey apareció en televisión, los hombres de Tejero salieron por las ventanas del Congreso y los tanques regresaron a boxes. Todo quedó en un -gran- susto. La recién estrenada democracia estaba a salvo. Y el estreno de Joy Eslava también. Un estreno que rompió todas las expectativas (nadie se lo quiso perder) y que se convirtió en una auténtica explosión de libertad, de alegría, de alivio indisimulado, de ansias de celebrar la vida. Esa noche, 24-F, nació mucho más que una leyenda del ocio nocturno madrileño, nació un símbolo de todo lo que representaba el espíritu de la transición: un paraíso de tolerancia, respeto, cóctel social y sano entretenimiento. De buen rollo. Un espacio de diversidad y fraternidad –haters free– que en la España de hoy sería impensable.
El apátrida y el empresario en Manhattan
A finales de los 70 Pedro Trapote y su socio Eugenio Srulovic sumaban catorce establecimientos de ocio nocturno en lugares emblemáticos de la costa mediterránea y Canarias (Can-Can, Tamango, Rocky…). Ambos se habían conocido unos años antes. Srulovic era un tipo peculiar, un judío apátrida –efecto colateral de la Segunda Guerra Mundial- con una gran necesidad de libertad y diversión, que había elegido España como su patria adoptiva. No tenía contactos ni dinero, pero sí una desbordante creatividad y una colosal capacidad de soñar. Trapote y Srulovic conectaron desde el primer instante y decidieron asociarse. Unieron la experiencia de uno y la creatividad del otro y fueron salpicando la costa de un nuevo concepto de ocio nocturno. No les iba mal, la cosa, pero sentían que les faltaba conquistar Madrid, levantar el templo definitivo de la música, la diversión y el glamour en la capital.
Ambos habían oído hablar del Studio 54, la legendaria discoteca neoyorquina creada por el extravagante y excesivo Steve Rubell y su comedido socio, Ian Schrager, en 1977; punto de encuentro de las estrellas de la época, de lo más chic de Europa y América, y célebre por sus extravagancias y excesos, marca de la casa. Trapote y Srulovic partieron rumbo a Manhattan y se sumaron a la abultadísima cola de la calle 54 Oeste, en pleno Broadway, con la ilusión de cruzar las puertas del paraíso de la diversión. Tras unas cuantas noches de rechazo, por fin lograron ser parte de la leyenda. Entraron, observaron y tomaron buena nota del espectáculo, de la música, de la magia, de ese ambiente desinhibido, estimulante y singular que convertía Studio 54 en algo tan único e inimitable, y se lo trajeron a Madrid.
Se busca teatro para comprar
Con esa idea en la cabeza de montar algo único, grandioso, nunca visto en España, los dos emprendedores comenzaron a buscar un local a la altura. Pusieron un escueto anuncio en el ABC: “SE BUSCA TEATRO PARA COMPRAR” y un teléfono de contacto. No tardaron en recibir la llamada del singularísimo Luis Escobar, marqués de las Marismas del Guadalquivir, actor y empresario teatral, y propietario del Teatro Eslava. Un local emblemático del escenario madrileño que había levantado el telón en 1871 en la calle Arenal, a dos pasos de la Puerta del Sol.
A Luis Escobar le sedujo la idea y eso facilitó que llegaran a un acuerdo, pese a que Trapote y Srulovic apenas tenían un millón de pesetas en el banco. Pero el acuerdo fue generoso y la consiguiente financiación les permitió acometer la aparatosa y costosa renovación del Teatro Eslava para transformarlo en Joy Eslava. No era cuestión de racanear. La apariencia era esencial para una discoteca que nacía con vocación de originalidad y singularidad, algo que se logró ampliamente con la decoración al más puro estilo s. XIX, con sus palcos, sus balconadas recubiertas con pan de oro, sus tres pisos, sus balaustradas doradas, sus rincones art decó o su imponente barra circular. Un exterior esplendoroso y un corazón tecnológico como no se había visto en España. El espectacular rayo láser (que nos dejaba a todos boquiabiertos cada noche), el deslumbrante rosetón de luces, los ocho telones, los efectos especiales, el suelo que se elevaba o descendía según tocara pista de baile o escenario…
Y todo ello gestionado por un equipo de profesionales de verdadero lujo, fichados en los mejores locales de Madrid.
Libertad, Fraternidad, Diversidad… y buena música.
Pero lo que realmente convirtió a Joy en leyenda fue la atmósfera que allí se respiraba. Una atmósfera contagiosa de libertad, de tolerancia, de fascinación, de desinhibición, de excitante y glamuroso colorido. Recién salidos de la transición, y en una época en la que los locales de Madrid estaban matemáticamente segregados por tribus urbanas, Joy era la amalgama de la sociedad en pleno, pura mezcla de clases, estilos, modos y procedencias. La máxima de Trapote y Srulovic era simple: “Todo el mundo tiene derecho a divertirse”. Y Joy (literalmente “alegría, placer”) era el paraíso abierto de par en par para todo el que quisiera divertirse, bailar hasta el amanecer con la mejor música del momento, beber copas sin trampa y codearse con lo más de la música, la moda, la beautiful people y la extravagancia más variopinta. Bastaba pagar la entrada (con consumición incluida).
Y claro, por esas puertas de Arenal, 11 desfiló toda la fauna y flora imaginable (y a veces inimaginable) de Madrid, de España y de gran parte del extranjero. Una diversidad llevada al extremo que juntó –y a veces revolvió- a cantantes, futbolistas, toreros, aristócratas, pijos, guiris, artistas, vecinos de barrio, políticos, periodistas, vip internacionales, modelos, yuppies, currantes del extrarradio, mods, punkies, travestis, príncipes árabes, gentes de provincias, estrellas de la televisión, premios Nobel o unos pipiolos de 16 años como nosotros (que, eso sí, íbamos con enchufe). Joy era parada obligada para cualquiera que viviera o pasara por Madrid y tuviera ganas de alegría, bailoteo, buena música y buen rollo. Y en ese estimulante cóctel de diversidad, lo más importante quizá es que cada cual se mostraba como era, y era como quería ser; nadie te juzgaba, nadie te miraba mal, nadie te importunaba (nunca hubo una pelea en Joy). Se respiraba autenticidad y singularidad, creatividad y extravagancia sin límites. Y eso no se veía en ningún otro local de España.
It’s raining men, hallelujah!
Otra de las claves de Joy, y que cada noche vivíamos con excitante expectación, eran sus espectáculos. Porque no solo de música vive el crápula. Mezclados con el público, para no parar el ritmo del baile, disfrutábamos cada noche de los voluptuosos abanicos de Loco Mia y su extravagancia glam; de las impresionantes coreografías creadas por el director artístico Luka Yexi, que adaptaba con maestría los grandes espectáculos internacionales de Las Vegas o de artistas como Madonna; y especialmente de la bajada desde los cielos del sublime Koki -al ritmo del hit de las Weather Girls- con su tocado de plumas de gran jefe sioux, su cuerpazo (casi) desnudo bañado en purpurina, su vibrante pandereta y sus no menos vibrantes glúteos. Era el momento estelar de la noche, el apoteosis en la pista de baile, el éxtasis grupal de las mil almas que nos congregábamos, todos a una, en aquellas mágicas noches de Joy.
Un espectáculo –el del show de turno y el de la propia pista de baile- que funcionaba a la perfección gracias también a la espléndida labor de una pareja muy bien avenida y mejor sincronizada: la dupla que formaban Michel Hermanus en la cabina del DJ y Ramón Soriano en la cabina de luces y efectos. Porque música y luces, en Joy, eran también un espectáculo en sí mismas.
Noches de placer y diversión –de joy– que vivíamos apasionadamente cada fin de semana con la consigna carpe noctem incrustada en el rincón más hedonista y emocional –el bueno- del cerebro. Noches interminables e intensas que aún buscábamos alargar un ratito más en San Ginés (propiedad de la empresa desde 1982), para devorar el mejor chocolate con churros de Madrid antes de volver a casa, ya de día.
La juventud baila… y hace pellas
Otro de los grandes momentos que vivimos en aquellos años mágicos e irrepetibles fueron las grabaciones del mítico –y añorado- programa Aplauso, que acogió Joy Eslava durante los primeros ochenta. Como la grabación se hacía entre semana, teníamos que falsificar las tarjetas paternas (el típico “Mi hijo Pepe no puede asistir a clase…”) para poder escaparnos del cole por lo “legal”. Y ahí llegábamos, los pipiolos, hinchados como pavos, emocionados y excitados, actuando de figurantes en la pista de baile mientras, guiados por Nacho Dogan y José Luis Fradejas, escuchábamos (en riguroso play back) a Tino Casal, Rafaela Carrá, Mecano, Alaska y toda la Movida, o los hits internacionales del momento, desde Spargo, ABC, Depeche Mode y demás nuevos románticos, hasta la caña de Scorpions, Kiss o Thin Lizzy. Lo más de lo más.
Después, con los años, he tenido la enorme suerte de escuchar en Joy (aquí sí en riguroso directo) a gentes como M-Clan, Loquillo, Leiva, The Waterboys, Santero y los muchachos, Nick Lowe, The Pink Tones o Ramoncín (asiduo de este escenario y a quien une un especial cariño con la sala, y viceversa). Y, ¡ay!, tuve también la desgracia de perderme aquel irrepetible concierto de Morgan (con esa intro de Pink Floyd en Home), cuando aún eran más anónimos que famosos, y que los consagró como la banda con mayor proyección del panorama musical español de los últimos años (luego, eso sí, me desquité por duplicado).
40 años y 14.500 noches
Durante casi cuarenta años, desde aquella noche imborrable de febrero de 1981, Joy Eslava ha abierto sus puertas al mundo todas las noches de la semana, todos los días del año, sin faltar ni uno solo. Salvo, claro, las semanas que duró la rehabilitación del teatro tras aquel aparatoso incendio sucedido a finales de los 90, con la sala llena hasta los topes y que se saldó sin un solo herido (fue tal la eficacia en el desalojo que el mismísimo alcalde de Madrid, Álvarez del Manzano, felicitó a Pedro Trapote por lo ejemplar de sus medidas de seguridad). Una rehabilitación extraordinaria, por cierto, dirigida por el prestigioso arquitecto Federico Echevarría, que logró recuperar todos los elementos originales y mantener su histórico esplendor intacto.
Cuarenta años, 14.500 noches (noche más, noche menos), por cuyas puertas han pasado todas las celebridades nacionales e internacionales. Que en aquella época gloriosa lo hacían por puro placer, porque les gustaba Joy, porque allí se sentían a gusto, porque en Joy eran felices, simplemente (no, en aquellos tiempos los influencers de verdad no cobraban por salir a divertirse). Todos eran recibidos en Joy con los brazos abiertos, y todos disfrutaban del ambiente, de la diversión, de la magia y la sana locura de Joy. Por esas puertas entraron estrellas del deporte como Pelé, Maradona o Seve Ballesteros; políticos de todos los colores, desde Tierno Galván a Calvo Sotelo; periodistas de renombre como Pedro Ruiz, Emilio Romero o José María García; estrellas internacionales como Roger Moore, Paco Rabanne, Stevie Wonder, Tina Turner, Richard Gere, Tony Curtis, Christopher Lee o Gina Lollobrigida; bellezas top como Naomi Campbell, Claudia Schiffer o Linda Evangelista; la flor y nata de la aristocracia europea, con Pitita Ridruejo, Cayetano Martínez de Irujo, Ira de Fürstenberg o Sofia de Habsburgo como cabezas de cartel; también la realeza real (el entonces príncipe Felipe y sus hermanas), y la realeza artística, con la familia Flores al completo, la Movida en pleno y nombres como Paloma Picasso, Gurruchaga, la Veneno, Almodóvar, Penélope Cruz, los hermanos Cano, Bibi Andersen; y hasta insignes cirujanos como el Dr. Barnard y Premios Nobel de la talla de Vargas Llosa o Cela.
Y también una pandilla de teens hambrientos de experiencias excitantes, risas y noches de neón que durante unos años tuvimos en Joy nuestra segunda casa. Y, desde luego, la parte más divertida y apasionante de nuestras tiernas vidas.
El Dream Team
Una magia, la que envolvía a Joy cada noche, que era posible gracias a la sabia dirección de Pedro Trapote (que hoy sigue al pie del cañón, a sus 81 años), a la creatividad y don de gentes de Eugenio Srulovic, Suli (aunque a finales de ese mismo año decidió que Madrid no era para él y decidió establecerse en Marbella, su nuevo paraíso) y a la profesionalidad y buen hacer de una plantilla irrepetible. Empezando por el equipo de relaciones públicas de aquella era dorada, capitaneado por Jean Louis Mathieau, con Ramiro Jofre, Julio Ayesa y Dino Temani, quienes mantenían una relación extraordinaria con los diferentes públicos de Joy. Ellos eran el motor que cada noche llenaba el teatro del público más diverso, interesante y divertido de Madrid. Otro imprescindible fue Juan del Campo, director de sala durante muchos años. Y el Papi, en la puerta, que te recibía siempre con una sonrisa y esa cara entrañable de Papá Noel. Y Ramón al mando del espectáculo de luces. Y Michel a los platos, que era el culpable de que yo saltara como un resorte a la pista en los primeros acordes de Bad News, el temazo de Moon Martin que me hizo perder más de una conquista en perspectiva. Y otros DJs que le sucedieron -cuando lo importante era la música, no el DJ- como Pepe, Ángel o Emilio (DEP). Y Luisa, manejando el ropero con simpatía y eficiencia, evitando que se convirtiera en locura los meses de abrigo de pieles y chupa de cuero. Y todos y cada uno de los camareros y todo el personal de noche y de día.
Un auténtico Dream Team de más de 40 personas que atienden Joy cada noche y cada día. Un pequeño ejército de grandes profesionales que tiene también sus propios electricistas, albañiles, tapiceros, carpinteros o equipos de limpieza que trabajan a destajo desde las seis de la mañana –hora de cierre- para dejar todo impecable, reluciente y listo para abrir sus puertas a las doce en punto cada noche.
Te espero en Eslava
No, el Eslava no ha muerto, ni ha cerrado sus puertas para siempre. Simplemente está preparándose para afrontar otros cuarenta años de glorioso reinado de la vida cultural madrileña. Lo que no ha logrado el golpe de estado, ni las sucesivas crisis económicas, ni el incendio del 98, ni las cada vez más estrictas ordenanzas municipales, ni la peatonalización de la calle Arenal, ni las nuevas costumbres de esta nueva sociedad, desde luego mucho menos tolerante y divertida que aquella; lo que no ha logrado el paso y el peso de los años, no lo va a lograr este maldito bicho y todo lo que trae consigo. No, el coronavirus no ha cerrado Joy Eslava, nuestro Joy. Lo ha cerrado el fantástico equipo de arquitectos que está acometiendo una profunda remodelación de las tripas del teatro para adecuarlo a los nuevos tiempos y exigencias. Para que siga siendo uno de los espacios más espectaculares y vanguardistas de Europa. Para que, dentro de unos meses, reabra sus puertas con el mismo esplendor, la misma magia y la misma pasión por celebrar la vida que lo han distinguido durante sus primeros cuarenta años.
Y, como en sus orígenes teatrales, hace siglo y medio, en que el éxito de la función se medía por la cantidad de excrementos que dejaban sobre la calzada los caballos de los carruajes, solo nos queda desear de corazón al renacido Eslava, con sincero cariño y expectante ilusión, ¡mucha mierda!
Pues eso. Como cantaba La Menegilda en la célebre zarzuela La Gran Vía, del maestro Chueca: “Te espero en Eslava tomando café”… O una copa.