Son muchas las cosas que llaman mi atención desde que vivo en Salamanca y me provocan una fascinación que despierta cierto orgullo nacional. Imagino que asistir a ellas de manera habitual regala una mirada distinta, casi de novedad. Entre ellas, no podía ser de otra forma, supongo, están los bares. Al poco de mudarme, hice una lista de aquellos con potencia a convertirse en mis referentes. Si le hubiera dado un par de vueltas, me habría dado cuenta de que era una idea estúpida porque las referencias pocas veces se escogen y casi siempre llegan.
El primer día que me acerqué a la biblioteca, lo hice antes de que abrieran, así que entré en el bar de al lado a hacer tiempo. Pedí un café y un cruasán, cogí un periódico (con su sello) y me senté discretamente. Enseguida me cautivó la decoración sin pretensiones (el piano, la estantería con un popurrí de libros y un busto de Beethoven, los cuadros, las plantas), la personalidad que le daban –no por original sino por sabor a lugar común– al local las mesas de mármol, el suelo rojizo y las sillas de madera oscura, las paredes con anuncios, la máquina de tabaco, el perchero, la plaquita metálica que avisa del escalón; nada nuevo, todo limpio, no impoluto, con la magia que encierra lo usado. El ambiente entre tranquilo y ajetreado, el camarero que no para ni medio segundo y a la vez no le asaltan las prisas en ningún momento. Era verano e iba entrando gente sin parar. Encontré cierto encanto en la forma en que José Luis, el dueño que además es el que atiende, trataba a los habituales, llamándoles por su nombre y preguntándoles por cómo está su tía Loli, y la indiferencia casi hostil con la que recibía al visitante. Al mismo tiempo, claro, sentí algo de envidia por encontrarme en el segundo grupo. Ahora que vuelvo allí con cierta regularidad, anoto como un pequeño triunfo personal que, aunque todavía no recuerde cómo me llamo, me pregunte sólo qué tosta voy a tomar y me sirva el café directamente como me gusta. La falta de anonimato de las ciudades pequeñas se señala a menudo como defecto y no lo es: resulta grata, porque es humanizadora.
Quizá, lo que más me asombra de los bares es que abran alrededor de las siete de la mañana y cierren a la una de la noche. Eso y que suela haber normalmente uno, en ocasiones dos y como mucho tres, camareros atendiendo con buen humor y cumpliendo al pie de la letra aquel sin prisa pero sin pausa. Camareros que, por norma general, no están allí para salir del paso, un trabajo temporal, sino que han hecho de ello su oficio. Conocen a los clientes, conocen el producto y se manejan con familiaridad detrás de la barra y entre las mesas, como si el lugar tuviera más de casa que de escenario laboral.
He hablado del café del desayuno, pero en el mismo local sirven unos pinchos riquísimos –expuestos en la barra cubierta de cristal– a media mañana y tienen una amplia variedad de cervezas y de vinos. Ofrecen menú de mediodía entre semana y chocolate con churros por las tardes. Además, es curioso ver cómo combinan con naturalidad las mesas ocupadas por señores con bastón y licores jugando a las cartas con las de universitarios discutiendo una presentación grupal. Y cuando cae la noche suben el volumen de la música, bajan la intensidad de las luces y empiezan a servir copas. Me parece maravilloso que todo ocurra bajo el mismo techo, que la sobre especialización que se cuela hoy por todas partes no haya alcanzado a entrometerse allí. Hay también algo de hogar en esa ausencia de ostentación, en la sencillez de la comida y, sobre todo, en ese repetir de los días (no hay belleza más especial que la escondida en la cotidianidad de las cosas pequeñas). Larga vida a los bares.