Skip to main content

No se sabe con certeza dónde nació Eugeniusz Bodo (1899-1943), uno de los grandes actores de la Polonia de entreguerras. Algunos dicen que vio la luz en Varsovia. Otras fuentes apuntan que nació en Łódź, en el centro de Polonia. Otros sostienen, por fin, que vino al mundo en Ginebra. Dos cosas son, sin embargo, ciertas: la primera es que triunfó en el cine -lo llegaron a apodar el Maurice Chevalier polaco- y la otra es que los soviéticos lo deportaron al Gulag después de la Operación Barbarroja acusado de espionaje. Jugó en su contra tener un pasaporte suizo: cualquier vinculación con Occidente lo podía convertir a uno en sospechoso. Al infortunado Bodo lo declararon muerto las autoridades soviéticas en 1943 cuando iba de camino a un campo en Kotlas, en el noroeste de Rusia, o sea, casi en el Ártico.

En realidad, todo el sistema soviético estaba construido sobre la delación, la sospecha y el miedo. Sin ese aparato de terror sistemático, el propio proyecto revolucionario hubiese resultado inconcebible. Demos la palabra al Alexander Solzhenitsin de «Archipiélago Gulag» (Tusquets, 2008): «En 1919 el principal método del juez de instrucción ya era poner su pistola sobre la mesa». Un poco más adelante: «era una inútil pérdida de tiempo buscar pruebas absolutas (las pruebas son todas relativas), o testigos indudables (podrían contradecirse). Las pruebas de culpabilidad son relativas, aproximadas, y el juez de instrucción puede dar con ellas incluso sin conocimiento de los hechos y sin testigos, sin necesidad de abandonar su despacho». Bastaba ser un buen comunista, sigue Solzhenitsin, y tener «carácter», es decir, «ansia de crueldad».

El Código Penal Soviético de 1934 daba una definición tan amplia de las actividades contrarrevolucionarias que allí cabía prácticamente todo. El tipo se aplicaba a «cualquier acción tendente a derrocar, socavar o debilitar el poder de los sóviets (asambleas) de obreros y campesinos […] y a los gobiernos de la URSS y de las repúblicas soviéticas y autónomas, o tendentes a socavar o debilitar la seguridad externa de la URSS y los principales logros económicos, políticos y nacionales de la revolución proletaria».

Con un tipo penal tan amplio, cualquier cosa era subsumible, desde mantener correspondencia con el extranjero hasta escribir un poema. Durante los años de la Glasnost, Vitali Shentalinski (1939-2018) se dedicó a investigar en los archivos literarios del NKVD, el antecesor del KGB, para sacar a la luz la represión contra los intelectuales acusados de actividades antisoviéticas. Sus hallazgos resultaron espeluznantes. Extraigo una breve cita del interrogatorio del gran escritor soviético Isaac Bábel (1894-1940), el célebre autor de «Caballería roja” y «Cuentos de Odessa». Lo interrogaron durante los días 29, 30 y 31 de mayo de 1939. A la pregunta «¿cuál es la verdadera razón de su arresto?»-nótese que se le pide al detenido que motive su propia detención- nuestro autor responde: «A menudo he estado en el extranjero y he mantenido trato amistoso con destacados trotskistas…». La respuesta del interrogador deja claro qué le cabe esperar al desdichado Bábel: «Trate de explicar, ¿por qué un escritor soviético como usted se dejó captar por los círculos de enemigos de este país, al que representaba fuera de sus fronteras?… No le queda otra salida que reconocer sus actividades delictivas y de traición…». A Bábel lo fusilaron el 27 de enero de 1940. Contra la sentencia no cupo recurso y se ejecutó de inmediato. Ese mismo día lo incineraron.

Por supuesto, la persecución de las «actividades contrarrevolucionarias» no se limitaba a los ciudadanos soviéticos. Casos como el de Bodo no fueron aislados sino frecuentes. Así, la esperanza de los comunistas estadounidenses en la URSS chocó con la realidad soviética. Por ejemplo, a Thomas Sgovio (1916-1997), artista a cuyo padre deportaron desde los EE.UU. en 1935 por comunista, lo detuvo el NKVD junto a la embajada estadounidense. Desde el principio confesó que «cuando llegué a la URSS todo era muy extraño para mí y sentí hostilidad contra el sistema soviético así que decidí regresar a Estados Unidos, que es mi verdadera patria». Por supuesto, a Sgovio lo encarcelaron a la espera de juicio. Allí conoció a Michael Aisenstein, ingeniero nacionalizado estadounidense y detenido por comentar que «en Estados Unidos los parados viven mejor que los ingenieros soviéticos». Los dos acabaron en el Gulag.

El modelo soviético se reprodujo en todos los países de su órbita. Quizás los alumnos más aventajados fueron los comunistas húngaros, que hicieron de la tortura, la cárcel, la deportación y la ejecución instrumentos habituales de la práctica política. No les anduvieron a la zaga, sin embargo, los demás comunistas de Europa Central y Oriental. Todos contaron con tipos penales más o menos difusos; en fin, ya saben: «actividades contrarrevolucionarias».